Dios… y el suicidio
En tiempos antiguos los estoicos llegaron a considerarlo como un signo de virtuosismo. En algunas culturas, incluso, la inmolación era aplaudida como un modo de salvaguardar la dignidad de una persona o de una entera nación. En otras épocas se ha considerado como uno de los pecados más graves y, en la actualidad, es tratado como una de las consecuencias más visibles de diversas problemáticas de salud mental. Las cifras, no en vano, hablan de un drama en crecimiento que aumenta año tras año y que hace necesario un análisis sereno que evite prejuicios estériles. Según la Fundación Española para la Prevención del Suicidio (FSME), en 2020, solo en España, 3.942 personas se quitaron la vida, incrementando los casos (hasta superar los 300) entre jóvenes de 15 a 29 años, donde el suicidio es la causa de muerte no natural más común, por encima de los accidentes de tráfico y solo por detrás de los tumores cancerígenos. También murieron por esta causa 7 niños y 7 niñas menores de 15 años y el dato es especialmente significativo entre las mujeres de entre 30 y 34 años, cuando el estrés por compaginar vida laboral y familiar aboca a muchas de ellas a caer en una ansiedad difícil de manejar y que las empuja trágicamente a poner fin a sus vidas.
Muchos analistas inciden en que la pandemia ha engrandecido la problemática, a la que la opinión pública no ha prestado demasiada atención en las últimas décadas. Para otros, sin embargo, es un «comportamiento moderno», propio de las culturas actuales y anterior a la crisis sanitaria. Así lo entiende el decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, Francisco García Martínez, para quien el suicidio es reflejo de un mundo que «ha perdido su propia cosmovisión» y donde se ha inoculado la idea de que el ser humano y la política son capaces de controlar y dominar la realidad que los circunda. «Esto genera una tensión fuerte en el ser humano porque no es verdad que podamos solucionar todo» y origina enfermedades de salud mental que hoy están a la orden del día, como el estrés, la apatía, la ansiedad o la depresión. El suicidio se convierte de esta manera en una «expresión de un dolor traumático e inasumible», la «manifestación máxima de una desesperanza» que tiene que ver con la ruptura del sentido de la existencia, del mundo y sus complicaciones. Una contrariedad, en definitiva, entre el ser y el existir, entre nuestros ideales y lo que realmente vivimos; lo que él mismo llama en términos teológicos «diástasis».
Para el teólogo, «la perspectiva del pecado máximo ya no vale» y considera que «la Iglesia debe ofrecer ámbitos sacramentales donde la vida sea exaltada, expuesta con gozo»
García considera que la cuestión del suicidio ha sido olvidada por la Teología, y que solo se ha abordado su problemática desde el punto de vista psicológico, sociológico o moral. Él, sin embargo, ve necesaria su inclusión en la reflexión sobre Dios, un Dios que «acoge el dolor que nosotros no somos capaces de interpretar» y que «es tan grande que ama al mundo en sus contrariedades» y en las «frustraciones a las que está sometido».
En este sentido, destaca cómo el discurso de la Iglesia ha experimentado un cambio en los últimos años. Para el teólogo, «la perspectiva del pecado máximo ya no vale» y considera que «la Iglesia debe ofrecer ámbitos sacramentales donde la vida sea exaltada, expuesta con gozo», «no solo para los cristianos, sino que debería ser una propuesta para toda la sociedad». Además, insiste en la necesidad de «celebrar la victoria de Cristo, la victoria de la contradicción de la muerte», de anunciar a un Dios «que es más grande que todos nuestros problemas».
Acogida, escucha, sanación
El catedrático de Teología Dogmática expuso estas reflexiones en la conferencia que impartió el viernes en Burgos coincidiendo con el primer aniversario del Centro diocesano de Escucha San Camilo. Y es que, para él, además de la reflexión teológica, es vital el acompañamiento «a los que quedan», a las familias que sufren el duelo por un ser querido que ha acabado con su vida. «El dolor en estos casos se agudiza porque no estamos preparados para el duelo, no estamos prevenidos para este tipo de muerte», «nos interrogamos sobre las causas del trágico final y nos automiramos con un sentimiento de culpabilidad que no es real», asegura. De ahí que sienta la necesidad de ofrecer «terapias espirituales desde la escucha y el acompañamiento» y de que la Iglesia, «aunque no pueda solucionar el problema», ponga de su parte para generar «espacios de confianza» donde no se culpabilice y genere una cultura de la vida en medio de un mundo lleno de contrariedades y dificultades inexplicables desde el punto de vista humano.