Solemne misa estacional del Domingo de Pascua

por administrador,

 

¡Jesucristo vive! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo  no es una figura del pasado! ¡Jesucristo ha salido vencedor del pecado y de la muerte! Esta es, hermanos, la gran noticia de la Pascua. Jesús fue realmente crucificado, realmente muerto, realmente sepultado. Pero ese Jesús muerto y sepultado ha vuelto también realmente a la vida. Esta fue la primera verdad que Pedro predicó a los habitantes congregados en Jerusalén el día de Pentecostés: “Vosotros crucificasteis a Jesús, pero el Padre le ha resucitado de entre los muertos según las Escrituras”.

 

Ese fue el mensaje que Pablo y los demás apóstoles predicaban en todas las ciudades de la cuenca del Mediterráneo donde iban fundando las primeras comunidades cristianas. Ese fue el kérigma primitivo, el gran anuncio gozoso que hacían los testigos del Resucitado y el mismo Pablo, como atestigua en su carta a los Corintios: “Porque yo os trasmití en primer lugar lo que me habían entregado: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y después a los Doce”.

 

Nunca había ocurrido cosa igual. Nunca volverá a ocurrir algo semejante. ¿Quiere decir, por tanto, que Cristo es el único que ha resucitado y que la Resurrección es algo que sólo a él afecta? San Pablo nos da la respuesta: “Como por un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados”. En Cristo todos hemos resucitado y todos resucitaremos un día para nunca más volver a morir. Cristo es la Cabeza de una nueva creación, es el Primogénito de una multitud de hermanos. La Muerte y la Resurrección no le afectan exclusivamente a él. Su Muerte y Resurrección son también nuestras. Nosotros hemos muerto con él y hemos resucitado también con él.

 

Quizás alguno de vosotros se pregunte: ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo pueden llegar hasta mí unos acontecimientos que tuvieron lugar hace dos mil años? ¿Cómo pueden afectarme a mí? La respuesta, una vez más, nos la da san Pablo en la carta a los Romanos: la muerte y la resurrección de Cristo llega hasta cada uno de nosotros por el Bautismo. “¿No sabéis –dice a los fieles de Roma- que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados para unirnos a su muerte?… Si hemos sido injertados en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya”.

 

El Bautismo es algo muy distinto de un acto de protocolo social o un rito fuera de moda. Tampoco es una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. El Bautismo es realmente muerte y resurrección, renacimiento, trasformación en una nueva vida.

 

Lo que realiza con nosotros el Bautismo, lo podemos comprender reflexionando sobre unas palabras que san Pablo escribe en la carta a los Gálatas: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Ya no soy yo el que vivo. Mi “yo”, mi personalidad, mi identidad esencial ha cambiado. El Bautismo nos quita el propio “yo” y nos inserta en un nuevo sujeto que es más grande. El Bautismo nos da un nuevo “yo”, un yo trasformado, insertado en el Yo de Cristo. Gracias al Bautismo, nuestra vida queda insertada en la vida de Cristo. Este es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. La Resurrección no ha quedado relegada a un momento de la historia, La Resurrección no  es algo del pasado. Al contrario, la Resurrección nos ha alcanzado a nosotros y nos ha impregnado hasta hacernos una sola cosa en y con Cristo.

 

Cristo ha instaurado un orden nuevo con su Resurrección. Atrás queda el mundo viejo del pecado y de la muerte, el mundo de la mentira y del egoísmo, el mundo de las rebeldías contra Dios y contra su Mesías, el mundo de las enemistades y luchas de los hombres, el mundo del dominio y de la explotación de los unos por los otros, el mundo de los ídolos y de los idolillos.

 

Queda atrás ese mundo viejo, porque la Resurrección ha destronado de su señorío al dinero, al poder y al placer, y ha entronizado en su lugar al amor y al servicio por amor.

 

Pero esto no quiere decir que el mal haya desaparecido del mundo y de la actividad humana. El campo del mundo y de la Iglesia sigue siendo un campo en el que crecen juntos el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el pecado y la gracia. Nuestra vida, inserta en el mundo y en la Iglesia, participa de este drama y tendrá que librar una batalla permanente para que el trigo arraigue y crezca con una potencia que sea capaz de neutralizar la cizaña. Esta contienda durará hasta el día en que Cristo venga a buscarnos para llevar a plenitud lo que el Bautismo nos ha dado en germen y en primicia.

 

Los bautizados, en cuanto partícipes y testigos de la Resurrección, tenemos un inmenso panorama ante nosotros. Nos toca desarrollar la vida nueva que el Bautismo nos ha dado y hacer que –mediante nuestro testimonio y nuestra palabra- llegue a todos los hombres y mujeres y a toda su actividad: la familia, el inmenso panorama del trabajo, la vida política y social, la cultura, el deporte y los espectáculos, en una palabra: todo, porque todo ha sido redimido, todo ha sido restaurado, todo ha sido recreado. Los testigos de la Resurrección hemos de hacer un mundo nuevo.

 

No es una locura ni una quimera ni una utopía. Y no lo es, no porque nosotros seamos gente especial, personas dotadas de unas cualidades y poderes sobrehumanos. Haremos un mundo nuevo porque ya no somos nosotros quienes actuamos sino Cristo a través de nosotros. Recordemos que “ya no soy el que vive, es Cristo quien vive en mí”. ¡Bien poca cosa fueron los primeros testigos del Resucitado!: pobres, ignorantes, miedosos, débiles. Pero fueron capaces de cambiar una sociedad no menos corrompida que la nuestra e impregnar de espíritu cristiano las personas y las instituciones.

 

Tengamos confianza en el poder de Jesucristo Resucitado. El sigue siendo el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el vencedor del mal y de la muerte. A nosotros se nos pide una única cosa: que vivamos la vida que nos ha comunicado en el Bautismo; que no busquemos las cosas de este mundo sino las del Cielo, que dejemos vivir a Cristo en nosotros. ¡Feliz Pascua!

Murió, fue sepultado, resucitó

por administrador,

2015 04 05 mensaje arzobispo Burgos pdf

 

Si un turista no cristiano recorriese las procesiones de Semana Santa de España podría llevarse una idea errónea de la fe cristiana. Pues todas las grandes procesiones de Sevilla, Valladolid, Zamora, Cuenca o Murcia, por citar algunos ejemplos, tienen una imaginería prodigiosa de Jesús azotado, clavado en la Cruz y muerto en los brazos de impresionantes Dolorosas. En cambio, escasean las imágenes de Cristo Resucitado o, cuando menos, son mucho menos frecuentes que las otras. A un observador sin fe o superficial podría parecerle que para nosotros la clave de nuestra fe se encuentra en el Viernes Santo, no en la mañana de Pascua.

Es incuestionable que la muerte de Cristo –el Viernes Santo- tiene una importancia enorme en nuestra fe. Entre otras razones, porque mal podría alguien resucitar –volver a la vida-, sin haber muerto previamente. Es decir, sin muerte es imposible la resurrección. Así lo profesa el primer símbolo cristiano, el Credo de los Apóstoles, cuando dice: “Creo en Jesucristo… que fue crucificado, muerto y sepultado”. La muerte de Cristo es, pues, importante. Pero no es el cimiento sobre el que se construye el edificio cristiano. El cimiento es su resurrección.

Cuando san Pablo escribe su primera carta a los fieles de Corinto, en la primavera del 57, les entrega unas palabras cargadas de especial solemnidad: “Yo os trasmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras” (1Co 15, 3-4). De la realidad de la Resurrección de Jesús depende que tanto la predicación de los Apóstoles como la fe de los cristianos no sean algo vacío: “Si Cristo no resucitó –sigue diciendo san Pablo- vana es nuestra predicación, vana vuestra fe” (1Co 15,14). Incluso va hasta el fondo y saca la última consecuencia: si la resurrección es un mito o un invento humano, los cristianos “somos los más miserables de todos los hombres” (1Co 15,19). Sin la resurrección, el único modo coherente de vivir es el epicúreo: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Y el “carpe diem”, disfruta lo más que puedas.

En cambio, si Cristo ha resucitado, la vida en la tierra tiene otro sentido completamente distinto. Porque la resurrección de Cristo no es un acontecimiento cerrado en sí mismo, sino abierto a los que creemos en él. Cristo es la “primicia”, “el primogénito de entre los muertos”, el primero de una cadena que concluirá cuando venga a buscarnos al final de los tiempos. Eso explica el que el Credo, después de profesar que Cristo “resucitó al tercer día de entre los muertos”, añade: “esperamos la resurrección de los muertos”. Es decir, la resurrección de Cristo se abre a la nuestra, de modo que nosotros también resucitaremos un día para nunca más volver a morir. Si la Cabeza ha resucitado, los miembros también resucitarán.

Con este horizonte la vida cambia radicalmente. Lo que llamamos “vida” no es un absoluto ni lo más importante. Hay cosas más importantes que ella. Así lo entendió recientemente el joven pakistaní que hizo de escudo humano ante un terrorista que iba a masacrar a un montón de cristianos que rezaban en una iglesia. O como han hecho los mártires de antaño y hogaño, en cualquiera de las geografías humanas y culturales de cualquier tiempo. Con la mirada puesta en la resurrección, se entiende que vale la pena entregar la vida por los demás, gastarse y sacrificarse por ellos, decir no al poder, al dinero y al placer en aras de servir a los demás. Al fin y al cabo, ¿qué es un puñado de años, aunque sea grande, comparado con la eternidad?

Tiene razón la liturgia de la Iglesia para repetir durante estos días, hasta hartarse, “aleluya, aleluya, aleluya”. Sí, alabemos a Dios porque resucitó a Jesús y, en él, nos resucitó a todos nosotros.

Vigilia pascual

por administrador,

 

Queridos hermanos: hace cuarenta días iniciamos un camino con los ojos puestos en una meta bien precisa: celebrar la Pascua de Cristo, su triunfo sobre el pecado y la muerte. Hoy hemos llegado a la meta. Ella convierte a esta Noche en la noche más grande e importante del Año Cristiano; más aún de toda la historia de la humanidad.

 

En esta Noche nos alegramos, ante todo, del triunfo de Cristo. Él no ha quedado en el sepulcro; su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos. Nos alegramos porque –como hemos proclamado en rito del cirio pascual- es el Alfa y la Omega, y existió no sólo ayer sino también hoy y por toda la eternidad.

 

Y nos alegramos también porque su triunfo es nuestro triunfo. Porque si Cristo no hubiera resucitado, no habríamos sido reconciliados con Dios, estaríamos todavía bajo el dominio del demonio; la persona humana no tendría más horizonte que los años que durase su vida en la tierra; no valdría la pena luchar por el triunfo de la verdad, de la justicia y del amor. A la postre, todos los esfuerzos humanos terminarían en la nada. El hombre mismo se convertiría en nada. Por eso, no exageraba san Pablo cuando decía: si Cristo no ha resucitado todo es una mentira, nada vale la pena, los cristianos somos los más desgraciados de los hombres y los apóstoles somos unos impostores.

 

Pero Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte, ha triunfado sobre el pecado y el mal y ha abierto a los hombres y a la humanidad el camino que la lleva a vivir para siempre con Dios y alcanzar en él una vida que dura para siempre y en la que la felicidad será siempre nuestra única compañía. Ya no habrá más lloros, ni más dolor, ni más muertes, ni más desgracias, ni más sufrimiento. Todo eso habrá pasado para siempre.

 

Por eso, todo hoy es nuevo. Nueva es la luz que hemos sacado al principio de la celebración; nuevo es el cirio pascual; nuevas son las formas que consagramos y comulgamos; nuevas son las flores; nueva es el agua bendecida. Ha tenido lugar lo que proclamaba la primera lectura: una nueva creación. La Resurrección re-crea todas las cosas, las hace nuevas, las devuelve la belleza con que salieron de las manos del Creador. Incluso, la nueva creación es superior a la primera.

 

También ha tenido lugar lo que proclamaba la lectura del mar Rojo. Jesucristo es el nuevo Moisés que nos ha liberado de la esclavitud del Egipto del pecado y nos ha introducido en la tierra de los hijos de Dios. Jesucristo se ha adquirido un nuevo Pueblo y avanza con él por la historia, rumbo a la Jerusalén celeste.

 

Tiene razón la liturgia para invitarnos a cantar llenos de alborozo: “Aleluya, aleluya, aleluya”. Alabad a Yahvé, alabad a Yahvé, Alabad a Yahvé.

 

Cuando renovemos nuestros compromisos bautismales, demos gracias muy sentidas a Jesucristo, porque ha querido que –gracias a ese maravilloso sacramento- tengamos una participación real en su muerte y resurrección. Y pidámosle que nos renueve interiormente, para que seamos discípulos suyos cada vez más fieles.

El silencio se apodera de las calles de Burgos en señal de duelo por Cristo muerto

por administrador,

 

santo cristo de burgos

Paso del santo Cristo de Burgos por delante de la catedral en la procesión del Santo Entierro. Foto: cofradía de las Siete Palabras.

 

La carraca de la catedral, después de más de cincuenta años en silencio, lo anunciaba. Era la hora del desenclavado y cientos de burgaleses no quisieron perderse por segundo año consecutivo esta cita, recuperada el año pasado tras décadas perdida en el olvido. El Santo Cristo de Burgos hizo su aparición en una abarrotada plaza de Santa María hacia la una del mediodía, momento en que los hermanos de la cofradía de las Siete Palabras elevaron la cruz a los pies de la imagen de la Virgen de la Consolación. Después, comenzó el ritual del descendimiento en medio de un recogido silencio en señal de luto ante Cristo muerto. El acto finalizó cuando los cofrades depositaron la imagen del Cristo a los pies de su Madre, mientras se interpretaba el toque de oración.

Santo Entierro

Fue el plato fuerte de una mañana cálida de Viernes Santo, donde la Iglesia conmemora la muerte de Jesús en la cruz. En la celebración de los oficios de la Pasión del Señor, el arzobispo de Burgos, Francisco Gil Hellín, recordó a los fieles de la ciudad los sufrimientos por los que pasó Cristo en aquella tarde de Calvario; sufrimientos que fueron para la salvación de los hombres: «No debemos olvidar nunca que él soportó tantos dolores por nuestros pecados», aseguró. «Hemos de ver en el Crucificado el Siervo inocente de Yahvé, que fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes y hecho un varón de dolores por nuestros pecados», dijo.

 

Ese dolor y sufrimiento fue el que reflejaban las numerosas tallas que desfilaron por las calles del centro de la ciudad en la procesión del Santo Entierro. Teniendo como punto de partida el acto del traslado del Cristo Yacente desde el interior de la catedral hasta su sepulcro de cristal, que le esperaba en la plaza de Santa María, en la procesión participaron miembros de las dieciséis hermandades y cofradías penitenciales de la ciudad, muchas de ellas acompañadas de sus respectivos pasos y bandas de cornetas y tambores. A pesar de que la temperatura primaveral dio paso a un fresco viento norte, miles de burgaleses salieran a la calle para participar en la procesión más tradicional de la Semana Santa en medio de un sorprendente silencio en señal de duelo ante el paso de Cristo muerto.

Viernes Santo en la Pasión del Señor

por administrador,

 

Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión de Jesucristo según san Juan. Y, al escucharlo, puede parecernos que se trata de un acto de sufrimiento, de derrota y de humillación. Porque en el Crucificado se cumple al pie de la letra lo que nos decía el profeta Isaías en la primera lectura: Un Siervo inocente y sin pecado sufre terriblemente y es humillado en grado sumo. Hasta el punto de no tener “presencia ni belleza. Despreciado y evitado de la gente… al verlo se tapaban la cara”. Alguien, por tanto, humillado y reducido a una situación digna de lástima.

 

Sin embargo, la Pasión según san Juan tiene otra clave de lectura. Ella no edulcora los sufrimientos, los ultrajes y los desprecios de Jesús. Pero esos sufrimeintos, ultrajes y desprecios no son algo que los enemigos imponen a Jesús y de los cuales Jesús no se puede librar. No. Esos sufrimientos y desprecios han sido voluntarios. Los ha sufrido porque ha querido. Ha cargado con ellos como fruto de una doble decisión: cumplir la voluntad de su Padre que quería que salvara así a los hombres y manifestar el infinito amor que nos tiene. Ahora bien, sufrir lo indecible por amor y con absoluta libertad; entregar la vida pudiendo salvarla; morir por quienes se ama hasta el extremo, no es una derrota sino un triunfo y una glorificación.

 

Jesús había pedido al Padre al principio de la Última Cena: “Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo”. Ahora, en la Pasión, el Padre da la respuesta a esta petición. Porque, gracias a la Pasión, lo encumbrará por encima de todos y de todo, de modo que ante él tengan que arrodillarse todos y proclamar: “Jesucristo es el Señor”. El texto de Isaías ya lo había anunciado. A ese “Siervo” castigado a pesar de ser inocente y destrozado hasta límites inconcebibles, Dios le había prometido: “Mirad, mi Siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”. El éxito y el crecimiento ha sido verdaderamente extraordinario: todos los hombres hemos sido liberados del poder del demonio, limpiados de nuestros pecados y puestos en el camino que conduce al cielo. ¿No es una gran gloria?

 

Pero san Juan ha ido más lejos. Ha querido subrayar que Jesucristo ha sido glorificado en su misma Pasión. Si en Getsemaní le detienen, es porque él se deja detener; pues, cuando dijo “Yo soy” el que buscáis, “todos cayeron a tierra”. Pilato le condenó luego a muerte. Pero no sin antes proclamar que es inocente y que no encuentra en él causa alguna para crucificarle. El letrero que ponen encima de la Cruz para indicar la causa de la ejecución es: “Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos” Y la decisión de que no se cambie, pese a la insistencia de los miembros del Sanedrín, confirma y reconfirma que, efectivamente, es “el Rey de los Judíos”, aunque no terreno sino espiritual.

 

La misma muerte señala su señorío, pues ocupa el centro entre los tres ajusticiados y cuando vienen los soldados a romperle las piernas, no lo hacen, ya no es necesario, evitando que quede desfigurado, y le traspasan el costado con una lanza, abriendo una fuente de la que brotó sangre y agua. La sangre muestra que, al dar su propia vida, puede comunicar la vida precisamente en el sacramento de la sangre: la Eucaristía. El agua significa el don del Espíritu Santo. San Juan no ha querido aguardar a Pentecostés para hablar de este don: sabe que procede precisamente de la Pasión y de la Muerte de Jesús por nosotros.

 

Por si fuera poco, mientras está clavado en la Cruz y considerando que su Madre se queda sola en la vida, le da un discípulo que cuide de ella y un hijo al que ella deba atender. Un discípulo que es, en realidad, el representante de todos los discípulos que le seguirán a lo largo de los siglos. Jesús convierte a su Madre en la madre de todos los que él está redimiendo. ¿No es esto un gesto extraordinario de gloria y exaltación?

 

Queridos hermanos. Cuando meditemos la Pasión del Señor –algo que hay que hacer, porque la lectura frecuente de la Pasión ha hecho muchos santos- hemos de ver en el Crucificado el Siervo inocente de Yahvé, que fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes y hecho un varón de dolores por nuestros pecados. No debemos olvidar nunca que él soportó tantos dolores por nuestros pecados. Y hemos de sacar esta consecuencia: el pecado no puede tener ya nada que ver con nosotros. Y, si por debilidad caemos en pecado mortal, nos ha de faltar tiempo para ir a confesarnos y reconciliarnos. Hoy, mientras proclamamos la Pasión de Cristo, hemos de preguntarnos: ¿Me he confesado ya? ¿He ido a pedirle perdón y misericordia en el sacramento de la Penitencia?

 

Pero la lectura y meditación de la Pasión ha de llevarnos a descubrir y profundizar en lo mucho que Dios nos ama. Dios Padre nos quiere tanto, que ha entregado a su Hijo por nosotros; y el Hijo no ha podido hacer más por nosotros. La prueba de su “amor más grande” fue “dar la vida por los que se ama”.

 

Que nuestra Madre, la Santísima Virgen. Nos acoja, guarde y proteja como hijos. Y que nosotros no olvidemos nunca que Jesús nos la entregó como Madre, para que la queramos como buenos hijos.