Mujer, justicia e igualdad

por administrador,

Cope – 10 febrero 2013

Es indudable que la situación de la mujer ha mejorado mucho en las últimas décadas, tanto en los países del primer mundo como en el del llamado mundo en vías de desarrollo. Sin embargo, es inmenso el camino que aún falta por recorrer hasta llegar a la plena igualdad social de los sexos. Es incomprensible e inadmisible, pero real, que haya países donde el hecho de nacer niña sea criterio determinante para ser eliminada y matada. Sin llegar a estos extremos, las mujeres, en general, y las mismas niñas sufren violencias físicas, sexuales y sociales de enormes proporciones.

Nadie que tenga un mínimo de humanidad puede quedarse indiferente ante estas situaciones. Esta indiferencia es todavía menos admisible en quienes –como cristianos y católicos– sabemos que Dios ha creado a los hombres y a las mujeres «a su imagen y semejanza», que Jesucristo ha muerto igualmente por los hombres y por las mujeres y que el Bautismo nos convierte a unos y otras en hijos de Dios. Sin olvidar que para nosotros el amor al prójimo es nuestra seña de identidad.

Eso explica que existan múltiples iniciativas personales y asociadas que, desde hace mucho tiempo, están intentando dar un vuelco a esta situación y lograr que la dignidad y derechos de las mujeres sean plenamente reconocidos. Una de estas organizaciones es la ONG Manos Unidas, asociación de la Iglesia Católica que está trabajando con muchísimo ahínco y eficacia a favor de la mujer, sobre todo en el Tercer mundo, y que este año ha elegido como lema de su Campaña «No hay justicia sin igualdad».

Por este motivo, va a dedicar los próximos meses a dar a conocer las circunstancias a las que se enfrentan millones de mujeres y niñas en el mundo y denunciar –en palabras de su Presidenta– «el círculo infernal en que se encuentran esas mujeres», incapaces por sí solas de salir de las estructuras injustas, en las que «se aúnan tradición, cultura y falta de acción de gobiernos e instituciones, y que someten a las mujeres y a las niñas a privaciones de todo tipo».

Pero no sólo van a dedicarse a denunciar las situaciones de injusticia, que muchas veces son tan terribles que claman al Cielo. Van a hablar de soluciones y esperanza y «de esa fe ciega» que tiene Manos Unidas en que «el cambio que buscamos va poco a poco produciéndose», según su Presidenta. Entre otras cosas, presentarán proyectos que son soluciones de vida para quienes personalmente quieran beneficiarse de ellos. Pero lo son también para sus familias y comunidades. Porque, como todos sabemos, lo que recibe la mujer se reparte e incluso se multiplica en el seno de su familia.

En España estamos pasando un momento de grave crisis económica, con muchos millones de parados y con un horizonte harto difícil. En esta situación, corremos un doble riesgo. Por una parte, olvidar que lo que nosotros estamos padeciendo ahora es algo que vienen soportando muchos países desde hace siglos. Y, sobre todo, que los efectos nos impidan ver las causas que los han producido; causas que son la vulneración de los derechos humanos, la injusta distribución de la riqueza, el egoísmo y el afán de riqueza al margen de los principios morales y, en general, la falta de valores. Todo ello ha hecho que, en lugar de situar a la persona humana en el centro de todo, se ha puesto en su lugar la economía, el lucro, el progreso tecnológico, el poder mediático y político, etc.

Hoy, día en que Manos Unidas realizará su Campaña en todas las Misas, todos nosotros estamos invitados a sentirnos solidarios con quienes están más necesitados que nosotros y comprometernos a luchar para recuperar los grandes valores de la persona y de la sociedad.

Una jornada del enfermo muy especial

por administrador,

Cope – 3 febrero 2013

La nuestra es una sociedad caracterizada, entre otras cosas, por el afán de productividad y que identifica «calidad de vida» con la «huida sistemática» del más mínimo sufrimiento. En esta perspectiva, el enfermo, que no es productivo y lleva sobre sus hombros el dolor físico y moral es, con frecuencia, orillado y muchas veces olvidado cuando no despreciado.

La antropología cristiana contempla al enfermo desde otra perspectiva. Ciertamente no permanece apática ante el sufrimiento humano. Pero es consciente de que la persona humana, mientras recorre su andadura terrena, va acompañada del dolor como la sombra acompaña al cuerpo. Podía haber sido de otra forma, pues, en los planes originarios de Dios no entraban el dolor, la enfermedad y la muerte. Todo esto es consecuencia del rechazo del hombre al plan de Dios. El hombre no quiso aceptar su condición de criatura y prefirió jugar a ser Dios. El resultado fue que no pudo ser Dios y dejó de ser la criatura perfecta que Dios había hecho. Eso explica que el hombre, a pesar de sus inmensos logros y formidables conquistas, sigue sufriendo de mil modos.

Más aún, estamos en un momento de la historia en el que, junto a los avances de la medicina, no sólo se resisten a ser vencidas determinadas enfermedades, sino que surgen otras nuevas, quizás más terribles que las anteriores. Y, sobre todo, se están abriendo nuevos y amplísimos espacios de sufrimiento moral, como consecuencia de tantos matrimonios rotos, de tantas familias en conflicto, de tanta violencia doméstica, de tanta soledad e ingratitud.

Sin embargo, el horizonte que se abre ante los que creemos en Jesucristo no es desesperado ni desolador. El realismo cristiano nos lleva a mirar a Jesucristo convertido en «varón de dolores» y transformando ese dolor en instrumento de redención. Jesucristo, en efecto, no quiso salvarnos con milagros o triunfos, sino con la humillación y la aceptación amorosa del dolor y de la misma muerte. Él se acercó compasivo a los más variados enfermos: leprosos, ciegos, sordos, tullidos, moribundos y, en no pocos casos, les curó de sus dolencias. Con todo, Él no eliminó la enfermedad y la muerte. Los cambió de signo.

Gracias a ello, la historia está llena de personas que se han asociado a esta perspectiva y han convertido el dolor en instrumento de salvación personal y de los demás. Ahí está la Madre Teresa de Calcuta recogiendo por las calles de Calcuta moribundos y llevándoles a casa para acompañarles en sus últimas horas; santa Teresita del Niño Jesús que supo vivir en profunda unión con la Pasión de Cristo; el venerable Luigi Novarese, que no dudó en implicarse tanto con los leprosos, que él mismo murió de lepra; y tantos médicos y enfermeras de hoy que saben descubrir en el enfermo el rostro de Cristo y tratarle con exquisito cuidado y eficacia.

El próximo 11 de febrero es la Jornada Mundial del Enfermo, que este año lleva el significativo lema «Anda y haz tú lo mismo». Porque, efectivamente, todos conocemos enfermos que necesitan nuestra ayuda material y/o espiritual, y para quienes podemos ser un buen samaritano. El Papa ha dispuesto –en un gesto que nunca había tenido lugar hasta ahora– que «los fieles que, en los hospitales públicos o en cualquier casa privada, atienden con caridad, como el Buen Samaritano, a los enfermos», durante los días

7-11 de febrero puedan ganar indulgencia plenaria si «prestan con generosidad, al menos por alguna hora, su asistencia como si lo hicieran con el mismo Cristo Señor y rezan el Padre Nuestro, el Credo y una invocación a la Bienaventurada Virgen María, con despego del pecado y con el propósito de cumplir, lo antes posible los requisitos necesarios para conseguir la indulgencia plenaria». ¡Dios bendiga a los enfermos y suscite una legión de buenos samaritanos!

Misa retransmitida por TV 2

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Palazuelos de Muñó – 3 febrero 2013

El evangelio que acabamos de escuchar se sitúa en el mismo escenario del domingo pasado: la sinagoga de Nazaret, el pueblo donde Jesús vivió la casi totalidad de su existencia terrena. Jesús ha desenrollado el libro de Isaías y comentado que él es ese Mesías que anuncia el Profeta y el esperado desde hacía siglos. Ellos se admiran y sorprenden de la elocuencia de sus palabras. Pero quieren algo más. Aunque no lo dicen explícitamente, detrás de la pregunta «¿No este el hijo de José?», lo que ellos se cuestionan es esto: ¿Cómo puede ser el enviado de Dios, quien ha vivido con nosotros de un modo tan sencillo? ¿Cómo podemos creer esto? Necesitan algo más que palabras. Lo que ellos quieren es un milagro que lo acredite; quieren que Jesús haga en su pueblo lo mismo que dicen que ha hecho en Cafarnaún. Quieren, por tanto, poner condiciones y decirle a Jesús lo que tiene que hacer.

Jesús apela entonces a Elías y a Eliseo, dos grandes y auténticos profetas para Israel. Y les dice: Dios envió a Elías no a una viuda israelita para librarla de morir de hambre, sino a una pagana; y no envió a Eliseo a curar a un leproso israelita sino al pagano general Naamán. Con estos dos ejemplos Jesús quiere expresar dos cosas. Por una parte, que no acepta exigencias de nadie, ni siquiera de sus paisanos. Su única norma es el Padre: lo que le mande, lo cumplirá. Por otra parte, quiere descubrirles un gran secreto: Él no sólo ha sido enviado al Pueblo de Israel sino a todos los hombres.

En este momento, sus oyentes reaccionan violentamente y le expresan de diverso modo su radical rechazo. Concretamente, se ponen furiosos, le empujan fuera de la ciudad y quieren matarlo. Piensan que las palabras de Jesús son tan falsas que sólo cabe una reacción: eliminarlo. Todavía no ha llegado la hora de que esto ocurra, y Jesús se escabulle: «se abrió paso entre ellos y se alejaba», señala el evangelio. Lo que al principio de su ministerio no pasa de ser un proyecto, al final se hará realidad: Jesús será echado fuera de la ciudad de Jerusalén y, como ha llegado su hora, se dejará matar y morirá crucificado. Pero así demostrará que era el enviado de Dios, el Mesías, el Salvador y Redentor de los hombres.

Lo que ocurre, por tanto, en Nazaret es un esbozo programático de toda la obra y de todo el destino de Jesús. En el centro de su obra está el anuncio, la palabra. Se trata de reconocerle como el enviado de Dios. Pero hay que hacerlo sin poner condiciones; fiados únicamente de su palabra, de su testimonio. Los habitantes de Nazaret no quieren saber nada de un mensajero como éste. Rechazando a Jesús, ellos inician el proceso de un rechazo que culminará con la muerte de la cruz. Ellos rechazan un Mesías que no emplea su poder para realizar una salvación terrena. Pero a pesar de todos los rechazos, Jesús alcanza su meta, que es también la nuestra. Gracias al rechazo sumo de la Cruz, en la Cruz ha vencido al pecado y a la muerte, y nosotros hemos alcanzado la reconciliación con Dios.

La reacción de los paisanos de Jesús no ha perdido actualidad. Al contrario, España y, en general, Europa son Nazaret. Jesús ha vivido aquí como en su propia casa durante siglos. Desde algunas décadas lo estamos empujando fuera de los ámbitos cruciales de la sociedad: la familia, la escuela, la cultura, las relaciones interpersonales. El resultado ya está ahí: destrucción masiva de matrimonios por el divorcio exprés, decenas de miles de abortos anuales, corrupción generalizada, incluso en las instancia más altas de la sociedad y del Estado, millones de personas condenadas al paro y a la pobreza, diferencias cada vez más acusadas entre pobres y ricos, padres y madres que sufren el desamor de sus hijos, y un largo etcétera.

Queridos hermanos: no rechacemos a Cristo. Al contrario, abramos a Cristo las puertas de nuestra vida personal, familiar, profesional y social; las puertas de nuestros proyectos, de nuestras preocupaciones, de nuestros problemas. Acojamos su apremiante insistencia a que nos queramos como hermanos y a que nos ayudemos de verdad, especialmente en los momentos de agobio espiritual y material. Sin Dios, las sociedades y las personas no tienen futuro. Con Dios quizás no eliminemos los problemas y las dificultades, pero tendremos un horizonte más esperanzador y una vida más positiva; y, al final de nuestra existencia, se abrirá para nosotros la ventana de la felicidad eterna del Cielo.

Jornada de la Vida Consagrada

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Parroquia de S. Lesmes – 2 febrero 2013

El evangelio que acabamos de proclamar nos ha situado en el corazón de la fiesta que estamos celebrando. María y José llevan a Jesús al Templo «para presentarlo al Señor». El que es el nuevo Templo de Dios entra en al antiguo Templo. Viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento lo que mandaba la antigua Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación. Se revela así quién es el Hijo de la Virgen, que nació hace cuarenta días en Belén: es el consagrado del Padre, que viene a este mundo para cumplir fielmente su voluntad.

El profeta Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» y anuncia su ofrenda suprema a Dios en la Cruz y su victoria final. Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, vuelve de nuevo y se prolonga en la fiesta de hoy. Acojamos, pues, a Jesucristo como Luz del mundo y proclamemos con los labios y con nuestra vida que Él es luz de nuestro mundo, luz de nuestra Europa, luz de nuestra Iglesia, luz de nuestra vida.

En el día en que la Iglesia celebra la Presentación del Señor en el Templo, celebra también la Jornada de la Vida Consagrada. El Beato Juan Pablo II supo ver que la Presentación en el Templo es una imagen elocuente de la entrega total de la propia vida de los hombres y mujeres que están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo «los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente». Por este motivo, hizo coincidir la Presentación del Señor con la Jornada anual de la vida consagrada.

Todos los años anteriores la hemos celebrado en la Catedral y a ella volveremos nuevamente desde el año próximo. El hecho de que estemos en la Iglesia de san Lesmes, indica que la Jornada de este año tiene un matiz particular y reclama un marco también especial. Este no es otro que el Año de la Fe. Quería Juan Pablo II que uno de los objetivos de la Jornada fuera provocar en el pueblo fiel un mayor conocimiento y un mayor aprecio de la vocación religiosa y consagrada, pero no teórico sino por la participación en la celebración de la Jornada, especialmente en la Eucaristía. La capilla de Santa Tecla, de la Catedral, no tiene capacidad suficiente para lograr esta finalidad. En cambio, sí lo tiene la Iglesia cuyo titular es el Patrono de la Ciudad. Esta es la razón de encontrarnos en san Lesmes.

Me gustaría, queridos hermanos y hermanas consagrados, compartir con vosotros algunas ideas que puedan ayudarnos a vivir el Año de la Fe en y desde vuestra vocación y carisma específico.

Ante todo, el Año de la Fe ha de ser para vosotros un año de gracia especial, en el que ante todo y sobre todo, reviváis el gozo de haber sido escogidos por Dios para seguirle en el camino de la vida consagrada. Fruto de este gozo será una gran acción de gracias al Padre, dador de todo bien por el don de esta vocación. No tenéis necesidad de buscar otras tareas o complementos para sentiros plenamente realizados como personas y como bautizados. Basta con que sigáis con toda fidelidad la encomienda que Dios os ha dado. Salirse de ese camino es, sencillamente, un descamino que sólo conduce a la insatisfacción, a la esterilidad y, quizás, al abandono.

Amad, pues, vuestra vocación. Cada una y cada uno la suya en concreto. No existe el carisma religioso y consagrado en abstracto. El Espíritu Santo ha querido dar a la Iglesia carismas específicos concretos. En unos, predomina, la dimensión activa, en otros, la contemplativa. Y, en cada una de esas dos grandes ramas, la riquísima variedad que hoy conocemos. Sería un empobrecimiento para la Iglesia y una infidelidad al Espíritu Santo, unificar y nivelar todos los carismas. Ningún carisma es capaz de expresar toda la riqueza del Misterio de Cristo. Son necesarios muchos carismas y cada uno ha de reflejar aquel aspecto específico para el que fue suscitado por el Espíritu Santo. En la especificidad, armonía y complementariedad de los carismas radica la fecundidad para la Iglesia y para el mundo.

El amor apasionado a vuestro carisma específico os llevará a realizar una profunda renovación personal y comunitaria, redescubriendo la actualidad que tienen los Consejos evangélicos y la urgencia de vivirlos con absoluta radicalidad. Los Consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, además de hacernos pobres, castos y obedientes para imitar a Jesucristo, «refuerzan la fe, la esperanza y la caridad», como recuerda Benedicto XVI. Os animo a que durante este Año de la Fe profundicéis cada vez más en vuestra relación con Dios mediante el género de vida que El mismo os ha marcado.

La lectura, meditación y oración sobre los escritos de vuestros respectivos Fundadores y Fundadoras son un instrumento imprescindible para esta renovación. A lo largo de este Año de la Fe preguntaos, una y otra vez: Si mi Fundador y mi Fundadora viviera en mi «hoy» y mi «aquí» ¿cómo encarnaría el carisma recibido y cómo viviría la pobreza, la castidad y la obediencia?

Me gustaría añadir que aquí radica la aportación que estáis llamados a prestar a la nueva evangelización. Si renováis vuestra fidelidad al propio carisma y si renováis vuestra vida de entrega al Señor, todo el pueblo de Dios saldrá beneficiado. Porque os llevará a tener una presencia más intensa, más cualificada y más benéfica en el pueblo de Dios. Pensad que todos vuestros Fundadores y Fundadoras han sido santos; y que esa santidad de vida les llevó a emprender empresas valientes, difíciles y hasta imposibles, hablando a lo humano. Abrieron caminos de apostolado en los frentes más difíciles y obtuvieron frutos asombrosos, incluso en medio de grandes persecuciones e incomprensiones. Entusiasmos, pues, con la apasionante tarea apostólica que os abre la nueva evangelización y entregaos a ella con verdadera pasión.

Antes de concluir, quiero dirigir una palabra a los fieles aquí congregados. Vosotros representáis, de alguna manera, a toda la comunidad cristiana de Burgos. Os pido y agradezco que apreciéis la vida consagrada. Rezad por ellos y pedid a Dios que les envíe abundantes vocaciones. A los que estáis casados, os diría aún más: amad vuestra vocación matrimonial. El matrimonio es una vocación, una verdadera vocación que Dios da a la mayoría. Es ella la que, además de santificaros a vosotros y a los hijos, se convierte en el semillero de las vocaciones religiosas y sacerdotales.

Que la Santísima Virgen nos lleve a todos hasta su Hijo, para que avive con su luz, la luz de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra propia vocación.

Fiesta de las Candelas

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Parroquia de Sta. María la Real y Antigua – 2 febrero 2013

Llevado por las manos de María y José, Jesús entra en el templo como un niño de 40 días, hijo de padres pobres, para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan como a tantos otros niños israelitas. Pasa desapercibido para la mayoría, escondido, oculto en su carne humana, nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén y nadie lo espera, a pesar de ser Dios. Está sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación. Pero, aunque todo parezca indicar que nadie lo espera, el anciano Simeón va al templo y se encuentra con María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia estas palabras: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).

La fiesta cristiana, que conmemora este episodio, comenzó a celebrarse bien pronto en Oriente con una alegría, casi pascual, de los fieles que se reunían en Jerusalén. Algún tiempo después, también Roma la acogió entre sus fiestas y la celebró muy solemnemente, teñida al principio de un color fuerte de penitencia pública. El Papa, el clero y el pueblo, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían a la basílica de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa solemne.

En unos lugares dieron más importancia a la Presentación de Jesús en el templo y en otros a la Purificación de María. A uno y otro aspecto le dan colorido las palabras del anciano Simeón dirigidas a Cristo: luz de las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Jesús comenzó a ser luz desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, diciendo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá luz de la vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «vinieron las tinieblas sobre la tierra» (Lc 23,44), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección. ¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina? La humanidad camina a oscuras. No termina de encontrar respuesta a preguntas que la angustian: la injusticia, la guerra, la incultura, el egoísmo, la muerte, el sentido de la existencia. No encuentra fácilmente respuestas. También cada uno de nosotros nos enfrentamos a un panorama oscuro a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2,

16). Hemos de seguir a Cristo para encontrar con la luz los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter, que nos llevan al hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado, hasta entender que «quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza» (IJn 2, 10).

Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre y, a la vez, con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. El único que ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

Celebramos este misterio de Cristo dentro de una fiesta mariana, en la que honramos a Santa María la Real y Antigua, vuestra patrona. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos él es la luz de nuestras almas.

¡Tú has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

La entrada de Jesús en el templo fue en los brazos de María. Una vela litúrgica encendida es un símbolo vivo de Cristo. También nosotros, con una vela encendida en la mano, manifestamos que somos portadores de Cristo. Nosotros lo recibimos a Él, de manos de nuestra santa madre la Iglesia. Sólo la Iglesia tiene poder para darnos a Cristo. Como las de María, las manos de la Iglesia son manos cariñosamente maternales. Para recibir a Cristo necesitamos acudir a la Iglesia. La fiesta de la Purificación tiene en la vida cristiana una realidad acuciantemente actual. «Antes erais tinieblas, ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz» (Ef 5,8-9).

El cristiano ha de ser fuente de luz, reflejo perfecto de la luz increada, de Cristo, y vehículo fiel del resplandor de Dios para todos los hombres. Pensemos, si de verdad somos una fuente de luz para otros. Por definición, la luz ha de expandir sus fulgores. La visión pagana de tantos problemas humanos ha de ser iluminada con esos rayos de luz. La verdad de nuestra vida cristiana es una candela encendida. La mentira en la vida es un apagón de la luz. Es de desear que las velas que llevamos a nuestras casas cobijen bajo su luz sagrada todos los problemas familiares de los hogares cristianos y de nuestras relaciones sociales en la vida de todos los días.

Hermanos, con esa luz revisemos hoy nuestra vida, con ojos iluminados por la presencia de Cristo y por la fe en su misión salvadora. Pidámosle prestados los ojos al anciano Simeón para apreciar la luz que procede de Cristo-niño y despreciar la oscuridad que proyecta la suficiencia humana. Y recordemos que Cristo pasó por nuestra vida en el momento del santo bautismo transfigurándonos en foco de luz. Lo sucedido con motivo de la Presentación de Jesús en el templo es la clausura del Antiguo Testamento y la apertura del Nuevo. En esta nueva economía de la gracia bautismal el cristiano puede estar constantemente viendo a Cristo y sintiendo su caricia de hermano que se nos ofrece recostado en los brazos de su Madre, que también es nuestra Madre.