«Jesús resucitado, nuestra vida y esperanza»

por redaccion,

Cristo resucitado anuncio pascual burgos

Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

«La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más bello y maduro del misterio de Dios». Estas palabras, pronunciadas –un día como hoy, en el año 2010– por el Papa Benedicto XVI, proclaman el anuncio luminoso de la Resurrección, la buena noticia por excelencia, el acontecimiento que da sentido y configura nuestra fe: «No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí» (Mc 16, 6).

 

Tras la muerte por amor del Señor en lo más alto del Gólgota, hoy celebramos su triunfo definitivo, su victoria sobre la inquietante oscuridad, su anhelada resurrección. Hoy volvemos a celebrar la Vida, la que fecunda nuestra fe, la que da sentido al llanto y a la espera del Viernes y del Sábado Santo.

 

Hoy, de la mano de María Magdalena y de las santas mujeres del Evangelio, que fueron con ungüentos a embalsamar el Cuerpo de Jesús al sepulcro y lo encontraron vacío, vayamos a decírselo a todos los que han caminado junto a Él y aún están llenos de tristeza (cf. Mc 16, 9).

 

Cristo murió al terminar la oscuridad para resucitar como había prometido. La espera sería breve, aunque dolería e, incluso, agitaría el corazón. Pero nada era motivo suficiente para abandonarle, porque aquella era la más decisiva de todas las esperas.

 

Dice el evangelista Marcos que Jesús «resucitó al amanecer del primer día de la semana» (Mc 16, 9). Una fecha que porta una alegría indescriptible; un hecho que lo cambia todo. De repente, el Madero, forjado en dolor, desprecio y crueldad, se vuelve enteramente admirable; las últimas palabras del Señor en la Cruz se convierten en la declaración de amor más generosa de la Historia; y el drama de la Crucifixión torna su rostro para mostrarnos cómo resplandece la Belleza del amor de Dios.

 

La nueva vida en Cristo cambia el corazón de quien se fía y se deja moldear por su mano compasiva y eternamente buena. Así, «seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado», revelaba Benedicto XVI durante aquella audiencia general de 2010 con los peregrinos llegados de todas partes del mundo, «cuando dejemos trasparentar en nosotros el prodigio de su amor: cuando en nuestras palabras y, aún más, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se podrá reconocer la voz y la mano del mismo Jesús».

 

Qué difícil nos es, a veces, encarnar su mirada y ser ese reflejo del Señor en medio del mundo, pero qué sencillo resulta comprobar que su resurrección es promesa de la nuestra: «Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él» (Rom 6, 8). Porque, al morir, muere el hombre viejo de una vez para siempre y, al vivir, se vive para Dios. Un gesto que nos anima, como relata san Pablo, a ayudarnos mutuamente a llevar nuestras cargas para vivir así el amor de Cristo en nosotros (cf. Gál 6, 2).

 

La Resurrección es una declaración de misericordia. Tal y como suena. «¡Contento, Señor, contento!», repetía, una y otra vez, san Alberto Hurtado, aun cuando había experimentado en sus propias carnes el dolor y se había dejado afectar por él. Porque ponía el agradecimiento a Dios por encima de la pesarosa queja, porque la alegría del Resucitado invadía todas y cada una de sus razones. «¡No solo hay que darse, sino darse con la sonrisa!», insistía el santo jesuita.

 

La Pascua del Señor es, también, la nuestra, y su felicidad ha de llevar grabado nuestro nombre. Por tanto, es el momento de pasar de la angustia a la paz, del miedo a la felicidad, de la desesperación a la esperanza que lo cambia todo. Y esto, sin dejar de ser sensibles al dolor del hermano que sufre y que espera, de nosotros y en nosotros, la caricia sanadora de Cristo.

 

Nos dejamos acompañar por María, y junto a su Hijo, el que había custodiado en sus propios brazos después de ser crucificado, anunciemos la noticia que cambia la humanidad y la llena de esperanza: que Cristo vive, que ha vencido a la muerte, que ha resucitado. Celebremos este día en el que actuó el Señor con una alegría desbordante y un admirable gozo (cf. Sal 117), hasta que todos puedan leer en nuestro rostro la razón que da sentido a nuestra vida y puedan decir al mirarnos: ¡Hemos visto al Señor! (cf. Jn 20, 18).

 

Que la paz de Dios guíe siempre vuestro camino.

 

¡Feliz y Santa Pascua de Resurrección!

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Semana Santa, el poder del amor y la misericordia»

por redaccion,

procesión del encuentro burgos

 

Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta Gavicagogeascoa

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, comienza el tiempo de gracia para abrir, sin reservas ni evasivas, el corazón a Dios.

 

¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!, volvemos a clamar en este Domingo de Ramos, a los pies del pollino que carga con Aquel que señala el camino de la redención, del poder del amor y de la misericordia.

 

Adentrarse en el espíritu de la Semana Santa supone abandonarse al cuidado de un Dios que se hace carne para llevar nuestras fragilidades, renuncias y pecados en su Cuerpo hasta la Cruz para que, lavados en su sangre y en la entrega de su vida, es decir, en su amor infinito, vivamos con Él y para Él y nunca olvidemos que «con sus heridas fuimos curados (1 Pe 2, 24).

 

Este tiempo de silencio, prueba y fortaleza en medio de la adversidad se convierte en una oportunidad para dejarse sorprender por el Amado. Si Él pudo hacer frente a tanto dolor y su apasionada respuesta fue devolver bien por mal, redescubrimos que la Semana Santa es un misterio de amor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego» (Jn 10, 18), dice el Señor.

 

Así, hemos de preguntarnos cuánta vida entregamos en nuestro quehacer diario y qué testimonio estamos dispuestos a donar durante estos días de Pasión, Muerte y Resurrección. Si Él nos invita y nos reúne para ablandar los corazones endurecidos por el odio, la mentira, la intolerancia, la soberbia y la crueldad, ¿cómo vamos a hacer oídos sordos a su llamada y a su entrega?

 

Él «nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, ha roto la soledad de nuestras lágrimas y ha entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes», decía el Papa Benedicto XVI. De esta manera, Dios nos ha regalado su propia vida abrazada a un madero para que seamos capaces de atravesar el apasionado y tantas veces agitado mar de la existencia. Es la nueva alianza en la Sangre de Cristo; es decir, en su vida. Y esa entrega crucificada y resucitada renueva al hombre viejo, porque la muerte se convierte en la suprema manifestación del Amor que se dona a quienes más lo necesitan.

 

Esto nos recuerda que, si fijamos los ojos en Jesús durante esta semana de pasión y gloria, aprenderemos –con Él y en Él– a superar la adversidad y a afrontar situaciones dolorosas que sobrevengan a nuestras vidas. Porque la resurrección es el fruto de un amor compasivo que genera una esperanza verdadera y que no pasa jamás (cf. Cor 13, 8).

 

Hoy dejamos atrás el tiempo de Cuaresma, donde hemos caminado durante cuarenta días por el desierto. Hemos pasado de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Es la libertad del amor que rescata a los sufridos, pobres y desheredados de la tierra, para afianzar su dignidad y resarcir lo que la injusticia les ha sustraído.

 

Hagamos, de toda vida humana, un eterno Triduo Pascual. Acompañemos al Señor en la Cena del Jueves Santo, sentémonos a su lado, junto a sus discípulos y a sus pobres, y compartamos su Cuerpo y su Sangre en su mesa fraterna; estemos a su lado durante la Pasión del Viernes Santo, cuando pesa el abandono, por si el llanto, el dolor y la tristeza vuelven a inundar el Huerto de los Olivos, y acompañémosle agradecidos para que las tinieblas no nublen un solo ápice de su luz que quiere iluminar a los que viven en la tiniebla de la miseria, el sufrimiento o el desamor; permanezcamos cerca de Él, al albor del Sábado Santo, en silencio, hasta que se encuentre nuevamente en los brazos del Padre, una vez vencida la muerte, proclamado el triunfo definitivo de la vida y, abiertas las puertas del cielo, podamos resucitar –con Él– a una vida nueva.

 

La Semana Santa nos invita a volver a abandonar todos los cansancios y agobios en los brazos del Señor (cf. Mt 11, 28-29). Y también a aprender de Él, que es manso y humilde de corazón, y es el único descanso verdadero para toda la humanidad. Y, como el discípulo amado, acojamos en nuestra casa a la Virgen María. Ella, mejor que nadie, conoce el precio incalculable del amor.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«San José, modelo de paternidad y patrono del Seminario»

por redaccion,

 

Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Esta semana, el día 19, celebramos la festividad de san José: el patrono de la Iglesia y del Seminario y, además, modelo de paternidad, esfuerzo, trabajo, nobleza, obediencia y esperanza.

 

San José, el «hombre justo» (Mt 1, 19), amó a Jesús con corazón de padre, asumió con entrega plena su progenitura legal y siempre estuvo dispuesto a hacer la voluntad de Dios.

 

Su corazón de esposo fue encomendado por el Padre para cuidar de la Virgen María y, así, convertirse en el custodio de la Sagrada Familia. Un corazón, en palabras del Papa san Juan Pablo II, que «aceptó la Verdad contenida en la Palabra del Dios Viviente».

 

Su mirada confiada, entregada y silenciosa recibió la gracia de discernir los mandatos del Señor. Merced a ese regalo, se convirtió en un padre devoto del Verbo encarnado, tomando el lugar en la tierra, incluso, de su Padre celestial.

 

Y sus manos de carpintero, siempre dispuestas a trabajar por el Reino y su justicia, crecieron tanto en méritos y en santificación que aventajó a todos los santos.

 

«José fue un hombre perfecto, que posee todo género de virtudes», decía san Pedro Crisólogo, porque escuchaba las palabras de Vida Eterna de su Hijo, siempre en silencio, y aprendía de su humildad, de su pobreza habitada y de su ternura. Era el «guardián del mismo Amor», como señalaba el Papa León XIII, a través del cual el Padre eterno «nos tenía destinado a ser sus hijos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 5).

 

A menudo, cuando pienso en la infancia de Jesús, me imagino a José enseñándole el maravilloso arte de vivir como un niño, como un joven y, a la vez, como un hombre. Desde su casa en Nazaret hasta su vida pública, de manera callada, apacible e, incluso, desapercibida. Porque esa era su forma de actuar, de sentir y de ser para con todos los que se encontraba en su camino. Y, sin embargo, desde esa misión oculta, tiene un protagonismo esencial en la historia de la salvación. Tanto, que «entró en el servicio de toda la economía de la Encarnación», como dejó escrito san Juan Crisóstomo.

 

Quizá, es el momento de hacernos una pregunta importante: ¿No es este el modo sereno de amar de san José, el sendero que debemos transitar como cristianos? Él vio dar sus primeros pasos al Señor, escuchó pronunciar sus primeras palabras y fue testigo de sus primeras caricias, hacia él y hacia María, su madre. Le vio florecer «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2, 52) y, como obró el Señor con el pueblo de Israel, así él le enseñó a caminar, atrayéndole con lazos de cariño y de amor; lo tomaba en sus brazos y era para él como el padre que alza a un niño hasta su rostro y se inclina hacia él para cuidarlo. (cf. Os 11, 3-4).

 

San José, como María, supo expresar su particular fiat sin vacilar un solo instante. Y, como el Señor, también fue obediente hasta la muerte y aprendió sufriendo a obedecer (cf. Heb 5, 8). Es por ello el patrono del Seminario. Hoy rezamos de modo particular por los jóvenes que se preparan para ejercer el oficio de amor que es el sacerdocio ministerial. Y pidamos al Señor que suscite nuevas vocaciones para presidir, cuidar y servir al Pueblo de Dios por medio del ministerio sacerdotal.

 

Hoy, a las puertas de la celebración del santo patrono de la Iglesia y del Seminario y junto a la Virgen María, os invito a imitar sus virtudes, para que juntos lleguemos a alcanzar la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. Sin ruido, sin pretensiones que nublen la belleza del amor, para que nos guíe en el camino de la vida y nos enseñe, siguiendo su ejemplo, a ser valientes, entregados y custodios del Redentor.

 

Con gran afecto, pido al Señor que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Ministerios laicales al servicio del Pueblo de Dios»

por redaccion,

servidores del pan y la palabra lectorado acolitado

 

Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

«Cristo, el Señor, para dirigir al pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo» (Lumen gentium, n. 18).

 

Estos días, en nuestra archidiócesis burgalesa, hemos tratado este tema tan importante de la ministerialidad y los ministerios en la Iglesia. Y puesto que la Iglesia, en sí misma y como Pueblo de Dios, es una realidad ministerial, considero esencial recordar las misiones de lector, acólito y catequista. Porque en el Cuerpo de Cristo –que es la Iglesia– «no todos los miembros tienen la misma función» (Rom 12, 4).

 

En la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, se nos dice que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, «aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (n. 10). De este modo, señala que los bautizados «son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo», para que, por medio de toda obra «ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10)».

 

Hoy, cuando pienso en tantos laicos que hacen, de la Iglesia, un hogar de discípulos de Cristo, revivo su manera de ofrecerse como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom 12, 1), testimoniando el amor de Dios y donándose, de principio a fin, proporcionando razón de la esperanza de la vida eterna que hay en sus corazones (cf. 1 P 3, 15).

 

Los ministerios laicales al servicio de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y del anuncio y la transmisión de la fe suponen una oportunidad «preciosa» de «renovación pastoral», tal y como revela el documento Orientaciones sobre la institución de los ministerios de lector, acólito y catequista, elaborado por las Comisiones Episcopales para la Liturgia y para la Evangelización, Catequesis y Catecumenado de la Conferencia Episcopal Española. Una oportunidad en clave de fe y acción pastoral que enriquece a la Iglesia y la hace más corresponsable y fecunda.

 

También nosotros hemos reflexionado sobre esta importante misión de los laicos, que nace de su propia vocación bautismal, y hemos elaborado orientaciones para que estos ministerios sean una realidad en nuestras parroquias y la progresiva constitución de unidades pastorales que supongan un nuevo impulso evangelizador de nuestras comunidades.

 

«La ministerialidad de la Iglesia no puede reducirse solo a los ministerios instituidos, sino que abarca un campo mucho más amplio», dijo el Papa Francisco el año pasado a los participantes en la Asamblea Plenaria del Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida. En efecto, en Cristo todos hemos sido constituidos discípulos misioneros y servidores, de modo particular de los excluidos, empobrecidos y heridos de la vida.

 

Por ello, quisiera dirigirme, de manera particular, a cada uno de vosotros, edificadores de una Iglesia que jamás serviría de la misma manera si no fuera por vuestro servicio y por vuestra ilimitada compasión.

 

Queridos servidores del Verbo: cada uno de vosotros, como fieles que desean continuar la misión del Señor Resucitado, debéis llevar adelante la tarea que Cristo os ha encomendado, siendo fieles al mandato que el Espíritu Santo ha puesto en vuestro generoso corazón. Los ministerios, gracias a vosotros, son y serán un bien para la Iglesia, un don para el mundo y una esperanza que sana, consuela y acompaña.

 

Cada vez que leáis la Palabra de Dios y la voz del Espíritu resuene en la proclamación; cada vez que sirváis en la celebración eucarística; cada vez que anunciéis y sirváis a Cristo, siendo presencia viva y transmitiendo la fe a quienes anhelan escuchar la voz del Espíritu… Cada una de estas veces, sois la Palabra encarnada que se hace vida por medio de la palabra humana.

 

Hoy, pongo cada una de vuestras vidas en las manos maternales de la Virgen María, para que Ella os ayude a continuar con el mandato misionero de Cristo (cf. Mt 28, 19-20). Nunca temáis por vuestros corazones de barro al postraros, cada día, a los pies de los demás; el Amor todo lo reconforta. Y recordad siempre lo que Él nos enseñó: «El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos» (Mc 10, 43-44).

 

Gracias por la preciosa misión que cumplís al servicio del Pueblo de Dios.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Con el corazón en Hispanoamérica»

por redaccion,

«Con el corazón en Hispanoamerica»

 

Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, con el lema Arriesgan su vida por el evangelio, celebramos el Día de Hispanoamérica. Esta jornada recuerda, cada año y de manera especial, a los sacerdotes españoles que han dejado atrás sus diócesis de origen para poner por entero su vocación de servicio y entrega en la Iglesia que peregrina en Iberoamérica. Asimismo, no podemos dejar en el olvido que esta jornada también rememora el trabajo incansable y regalado que tantos miembros de la vida consagrada y laicos llevan a cabo en distintas tierras de misión, en todas las partes del mundo.

 

Un día que no solo nos ayuda a la conversión del corazón, sino que, además, descubre y saca a la luz los lazos que nos unen a Hispanoamérica; una historia que nos une desde hace siglos y que se hace realidad merced a los lazos que estrechan el corazón de tantas familias y proyectos comunes que nos cobijan bajo la atenta mirada del Evangelio.

 

El lema de esta jornada «es una forma de afirmar la llamada que, como sacerdotes, hemos recibido por parte del Señor», destaca el cardenal Robert Prevost, presidente de la Pontificia Comisión para América Latina. Asimismo, supone «vivir eucarísticamente al servicio de todos» y, en especial, «de los más pobres». Esta manera de «abrazar en serio el amor que encontramos en Jesucristo» exige ofrecérsela a todos «para la salvación del mundo».

 

Son muchos los misioneros españoles que entregan la vida por el evangelio en Iberoamérica. En la actualidad, hay 150 sacerdotes españoles de la Obra para la Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA), y 13 de ellos pertenecen a nuestra archidiócesis de Burgos. Un dato que habla, en cifras, de la inmensa labor de estos consagrados al Amor que viven por y para ser reflejo suyo, amando como Él ama y llevando su mensaje hasta los confines de la tierra.

 

El Papa Francisco, en Evangelii gaudium, muestra la senda que el Señor dispone para nuestras vidas: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (10). No hay otra manera de compartir la misión, pues si vivimos eternamente sedientos y en la orilla, sin mojarnos siquiera los pies, jamás podremos ser testigos del agua viva que desea bañarnos con su amor para hacernos samaritanos y enteramente suyos (cf. Jn 4, 5-42).

 

Esta sed que reúne al Señor con la mujer samaritana junto al pozo de Siquem, rompe todos los esquemas y normas establecidas, y nos anima a hacernos encontradizos de los hermanos que más nos necesitan.

 

Por ello, además de agradecer la inmensa labor de tantos sacerdotes, religiosos y laicos, deseo dar la bienvenida a aquellos hermanos que vienen de aquellos países para ser acogidos en nuestros hogares. Porque, merced a los dones que ellos ponen al servicio de nuestras parroquias y comunidades, se convierten en un don valioso para reavivar nuestra fe. La entrega de estos hermanos nuestros que también dan su vida por el evangelio, nos ayuda a revitalizar la nuestra. Solo tenemos que confiar y dejarnos modelar para que Dios haga su obra también en nosotros.

 

Ponemos este día de Hispanoamérica en las manos de María, Virgen y Madre de estos misioneros que, con su testimonio, hacen una llamada a la fraternidad y a la comunión eclesial que cruza los mares y aúna los continentes. Y le pedimos a Ella, quien se mantuvo –con una fe inquebrantable– junto a la Cruz hasta recibir el alegre consuelo de la Resurrección, que nos ayude a todos a predicar el Evangelio de la vida que vence al temor, la oscuridad y la muerte.

 

Vale la pena el esfuerzo de amarse y de amar el don de la belleza que no se apaga, que es Dios, manifestado en Cristo muerto y resucitado. Verdaderamente, «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 12-17).

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos