«La oración: fuente e impulso de la misión de la Iglesia»

por redaccion,

 

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Queridos hermanos y hermanas:

 

La Facultad de Teología de Burgos ha acogido, durante esta semana, la 76 edición de la Semana Española de Misionología. Unos días entrañables que combinan la reflexión teológica sobre la misión en sí, junto a las múltiples experiencias de algunos misioneros que se dejan la vida en diferentes lugares del mundo.

 

Con el objetivo de mantener vivo el espíritu misionero con una reflexión abierta a la universalidad de la Iglesia y a la solidaridad con todos los pueblos, el tema principal que ha guiado el encuentro ha sido La oración: fuente e impulso de la misión de la Iglesia.

 

Qué importante es orar para entender la Misión desde Dios, tal y como nos decía en la conferencia inaugural don Francisco Julián Romero Galván, director del Secretariado del Jubileo 2025. Cualquier misión que queramos llevar a cabo ha de comenzar, sin duda alguna, por la oración, por la presencia callada de Dios en medio de nuestra labor. De otra forma, la base carecerá de tal sentido y perderá el elemento más importante: Dios. Sólo orando con devoción, poniéndolo todo en las manos del Padre antes que en las nuestras, podremos llegar a ser apóstoles de ese Amor que da sentido a absolutamente todo.

 

Otros de los argumentos que se han compartido han sido la oración en la Biblia y con la Palabra de Dios, así como el sentido del kerigma desde la mirada de las teólogas Marta Gracia Consolación y Mª Judith Anderson Nokko, quienes conocen a fondo los frutos de ese anuncio capaz de traspasar cualquier frontera porque en el centro espera Jesús de Nazaret.

 

Asimismo, los testimonios de varios misioneros en Tailandia, en Zimbabue o en las Selvas Amazónicas, la oración desde santa Teresita de Lisieux, el modo de afrontar la misión desde el sufrimiento, las nuevas formas de evangelizar a través de la misión y de la oración o el sentido de la Misión ad gentes en las proximidades, han dado luz a un encuentro apasionante.

 

A medida que iba interiorizando cada uno de los temas que se compartían, mientras pensaba en la inconmensurable tarea que realizan tantos misioneros, me venía al corazón el acento de una «vida activa que comunica lo que ha contemplado», como decía santo Tomás de Aquino. Este, como san Agustín, dejaba entrever que el trabajo pastoral no puede llevarse a buen término sin una vida basada en la contemplación, en la oración y en el estudio. Tres pilares fundamentales que, indudablemente, han de estar presentes en cualquier misión.

 

Si no hay oración que nazca de un encuentro íntimo con Cristo, difícilmente habrá acción que sea fuente e impulso para quienes lo esperan y más lo necesitan. Porque la oración cambia la misión, y la misión cambia la oración.

 

«Necesitamos una oración más profunda para el apostolado y los retos del mundo; debemos convertirnos nosotros mismos antes que a los demás», decía, hace unos días, Jacques Philippe, el sacerdote de la Comunidad de las Bienaventuranzas y escritor, durante un encuentro diocesano en Cádiz. Dios «nos suplica que oremos», decía, y que no nos conformemos con una oración superficial: «Si rezo por motivos propios puedo dejar de hacerlo; pero no podré dejar de hacerlo si me lo pide Dios, porque no es el hombre el que busca a Dios, es Dios quien busca al hombre».

 

San Juan de la Cruz dejó escrito que «un solo acto de amor vale más que todas las obras». Retomando estas palabras, Philippe, autor de numerosas monografías sobre espiritualidad, señaló que la oración, por sí misma, ya establece una forma de apostolado, misión y evangelización.

 

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 9-15), les dice Jesús a los discípulos, tras haber dudado de su resurrección. Y ellos, después de orar, comenzaron su misión.

 

Le pedimos a María, la primera misionera, mujer activa en la contemplación y contemplativa en la acción, que nos ayude en la tarea misionera de llevar a los hermanos al Cielo, para que lleguemos a reinar con Ella y con Jesús, por toda la eternidad.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«La sucesión apostólica, fundamento de comunión»

por redaccion,

«La sucesión apostólica, fundamento de comunión»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Ayer, 29 de junio, celebramos la solemnidad de san Pedro y san Pablo: columnas de la fe cristiana, apóstoles y testigos de Jesucristo. En Burgos los conmemoramos con agradecimiento durante unas fiestas que unen a la ciudad en alegría y fraternidad.

 

Merced a la fe de estos apóstoles, la entrega de ambos les llevó a dar su propia vida por el Señor. Del mismo modo, ahora, nos impulsa a nosotros a recordar que en los ojos de Jesús de Nazaret está presente el Hijo de Dios vivo.

 

San Pedro y san Pablo encontraron en Cristo el camino de la liberación; Él rompió las cadenas que los oprimirían y en Él descubrieron una manera nueva de amar, de entregarse, de donar su propia existencia a favor de un mundo que vive encadenado a su propio yo.

 

«Solo una Iglesia libre es una Iglesia creíble», confesó el Papa Francisco durante la fiesta de estos «gigantes de la fe» celebrada en la Basílica Vaticana, en el año 2021. En su homilía, el Santo Padre invitó a «observar de cerca» a estos dos apóstoles del Señor, quienes «pusieron al centro de sus historias el encuentro con Cristo», que cambió sus vidas «experimentando un amor que los sanó y los liberó». Y no lo hicieron por sus propias capacidades, sino porque les capacitaba Alguien mucho mayor, un sentir que lo sobrepasaba todo gracias al amor incondicional de Jesús.

 

En este sentido, rememoramos que Pedro y Pablo fueron libres porque fueron liberados. Y ese ejemplo, ante la tentación de abandonarlo todo cuando nos cueste encontrar el sentido a nuestra fe, nos alienta a luchar por la libertad auténtica, a mirar con coraje nuestra propia debilidad y a acompañar al Señor Jesús en el camino de la Cruz.

 

Ellos, apóstoles y mártires, cuya fiesta celebramos ayer en Burgos de modo singular, nos recuerdan que el destino final de nuestras vidas es la Pascua. Pero, para ello, hemos de atravesar el sendero de la Cuaresma hasta que Cristo pueda abrirnos las puertas del Cielo. El sepulcro vacío es la señal de nuestra liberación, a pesar de nuestras dudas, incoherencias y fragilidades: «Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (1 Cor 15, 14). Sólo así, iluminados por el apóstol de los gentiles, entenderemos que «Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Co 1, 27).

 

Estos testigos de Jesucristo nos llevan, también, a un tema muy importante: la sucesión apostólica en la Iglesia. Este principio de comunión y fraternidad nos une directamente con los apóstoles de Jesucristo, a través de un vínculo irrompible e ininterrumpido que nació hace más de dos mil años.

 

Si los apóstoles fueron enviados por el Señor a llevar el Evangelio a todas las naciones, para que llevasen la salvación hasta el fin de la tierra (cf. Hch 13, 47), ellos ordenaron a otros obispos para que les sucedieran. De este modo, la Iglesia mantiene la comunión de fe que nació hace tantos años, con la misión de hacer presente el Reino de Dios.

 

La Iglesia está establecida sobre el fundamento de los Apóstoles y en la piedra angular que es Cristo Jesús: «En el que todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor; por él también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el espíritu morada de Dios» (Ef 2, 21-22).

 

Esta apostolicidad está vinculada a la sucesión apostólica ministerial, que «es una estructura eclesial inalienable al servicio de todos los cristianos», tal y como reza el documento La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica (1, 3) de la Comisión Teológica Internacional. Teniendo en cuenta esta consideración tan importante que se escribió en 1973, hemos de recordar que «la función de este ministerio es esencial para cada generación de cristianos» y ha de ser transmitido, a partir de los apóstoles, mediante una «sucesión ininterrumpida».

 

Con María y junto a san Pedro y san Pablo, rezamos para que toda la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo, el Pueblo de Dios y Templo del Espíritu Santo, esté unida, sin grietas y sin fracturas que rompan la comunión. Permanezcamos firmes en la fe, de manera que todo lo podamos en Aquel que nos fortalece, para que –pase lo que pase– nada pueda separarnos de su amor (cf. Rm 8, 35-39).

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Una acción de gracias por el curso pastoral que termina»

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El arzobispo continua su visita a Gamonal en la parroquia de Santo Domingo de Guzman

 

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Con el curso pastoral llegando a su fin, doy infinitas gracias a Dios por haberme permitido vivir un año más al servicio de la archidiócesis burgalesa.

 

Quisiera comenzar agradeciendo a las personas que trabajan por y para esta Iglesia que peregrina en Burgos. Este año, ha habido tres ejes esenciales sobre los que ha girado toda nuestra acción pastoral: el primer anuncio, la constitución de unidades pastorales y la promoción del laicado.

 

El argumento que ha acompañado todas y cada una de las acciones que hemos llevado a cabo ha sido el Primer Anuncio. Fieles a la Palabra, hemos puesto encima de la mesa la pasión por la evangelización para parecernos, cada vez más, al Maestro. Así, siguiendo la estela del sí de María o la llamada a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan (cf. Jn 1, 35-50) como primeros anuncios del Señor Jesús a la humanidad, siendo plenamente conscientes de que «este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación» (2 Cor 6, 2), nos hemos dejado transformar por el Espíritu que brota desde lo profundo para renovar por completo nuestra vida, nuestra mirada y nuestra fe.

 

Con Él, quien «recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del Reino y curando toda dolencia y toda enfermedad» (Mt 9, 35), hemos constituido unidades pastorales donde el obispo, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos hemos sido todos uno.

 

Abrazados al único horizonte de la misión, queremos vivir la corresponsabilidad de los laicos y la participación activa de los consagrados en la tarea evangelizadora, allí donde fuera necesario un gesto de caridad, una palabra de aliento o un corazón fraterno capaz de acompañar hasta el último suspiro de la soledad. Sin divisiones y sin distinciones, sin etiquetas y sin barreras, en las periferias tanto de la ciudad como de los corazones más alejados de la fe.

 

«¡Ánimo! ¡Levántate, te llama» (Mc 10, 49), replicó el gentío de Jericó al ciego Bartimeo. Este ciego no podía ver y, sin embargo, gracias a esa llamada –a modo de anuncio– se acercó al Señor con fe para pedirle recobrar la vista. Cuando Jesús le preguntó qué quería, Bartimeo sólo acertó a decir lo que florecía de su alma: «Maestro, que vuelva a ver» (Mc 10, 51). Entonces, Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado» (Mc 10, 52). Y, al instante, recobró la vista.

 

Una invitación que el Señor nos hace a cada uno de nosotros, pero que ha dirigido, de manera especial durante este curso, a los laicos. En un momento colmado de retos y desafíos, los seglares –como reza la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata de san Juan Pablo II– en virtud del carácter secular de su vocación, «reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas» (VC, n. 16). Ellos, guiados por el espíritu inconmovible de las Bienaventuranzas, han ido transformando la archidiócesis según el corazón de Dios.

 

Ciertamente, volviendo a san Juan Pablo II, «no se puede realizar una seria y válida evangelización de los nuevos ámbitos en los que se elabora y se transmite la cultura sin una colaboración activa con los laicos presentes en ellos» (VC, n. 98).

 

Querida Iglesia burgalesa, que ha caminado sin descanso hacia la Nueva Jerusalén y, a la vez, ha sostenido el Cuerpo de Cristo cada vez que era clavado en la Cruz: gracias por vuestro impagable trabajo, por las horas gastadas por amor, por poneros en el último lugar de la fila cada vez que un hermano vuestro acudía al Banquete del altar, por haceros Eucaristía que se dona hasta el último aliento, por vuestra entrega, generosidad y valentía, y por fiaros sin condiciones de Dios y ser otros cristos que se entregan –como el buen samaritano– en los senderos más pedregosos de esta tierra. Gracias, en definitiva, por un nuevo curso pastoral que no habría sido posible sin vosotros.

 

Pongo cada una de vuestras vidas en las manos de la Virgen María. Que santa María la Mayor, nuestra madre y patrona, respuesta de amor y de entrega total a Cristo, os cuide y os proteja con el mismo amor que derrochó en su Hijo Jesús, hoy y todos los días de vuestra vida.

 

Con gran afecto pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Juntos y hasta el Cielo»

por redaccion,

«Juntos y hasta el Cielo»

Fuente: Freepik

 

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Queridos hermanos y hermanas:

 

«Cada vez que la comunidad cristiana transforma la indiferencia en proximidad y la exclusión en pertenencia, cumple su misión profética».

 

Hace unos días visité el centro de Parkinson de Burgos y, en todo momento, rondaba por mi corazón esta frase que el Papa Francisco reveló en diciembre de 2022, en una audiencia con motivo del Día Internacional de las Personas con Discapacidad. En ese mismo encuentro, el Santo Padre destacaba que cualquier persona es portadora «no sólo de derechos que deben ser reconocidos y garantizados», sino también de «instancias aún más profundas», como la necesidad de «pertenecer, relacionarse y cultivar la vida espiritual hasta experimentar la plenitud y bendecir al Señor por este don irrepetible y maravilloso».

 

Hoy, reavivando ese inolvidable momento que viví con los afectados por esta patología neurodegenerativa y renovando el compromiso de la Iglesia de caminar juntos, quisiera que mis palabras fueran todas para las personas con capacidades diversas.

 

Hablamos sobre todo de la persona y, después, de la discapacidad. Y lo hacemos acentuando su testimonio de entrega y de coraje, de superación, de fortaleza, de participación social, de cuidado y de resiliencia; un testimonio que encuentra su sentido en un amor con una visión inmensamente profunda y sensible de la propia existencia.

 

En verdad, es incontable lo que las personas con diversidad funcional aportan a las familias, a la humanización de la sociedad y al corazón de la Iglesia. Ellos dan sentido al término Magisterio de la fragilidad que acunó el Papa cuando se refería a ese carisma que edifica y conforma el Cuerpo místico de Cristo: «Su presencia puede ayudar a transformar las realidades en las que vivimos, haciéndolas más humanas y acogedoras». Porque «sin vulnerabilidad, sin límites y sin obstáculos que superar, no habría verdadera humanidad».

 

Si la Iglesia es la Casa de todos, el corazón de cada uno de los hijos de Dios también ha de serlo. Por eso, hemos de vivir sin excluir, sin apartar, sin desviar la mirada ante el hermano. Porque no podríamos hacer un nosotros sin ellos, quienes conviven en la diversidad funcional y sus familias, los amigos predilectos del Señor. Y si ellos hacen más humano cualquier espacio que habitan, mucho más en la Iglesia, que es el templo espiritual donde Cristo mismo es «piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios» (1 P 2, 4-8).

 

Ellos son, sin duda alguna, parte de ese «edificio de Dios» que describe el apóstol Pablo; porque «el templo de Dios es santo», y «ese templo sois vosotros» (1 Co 3, 9.17).

 

Junto al entrañable recuerdo que viví hace unos días en el centro con el que comenzaba esta carta, mientras escribo estas líneas van pasando por mi memoria chicos y chicas en situaciones diversas que, junto a sus familias, han inundado de sentido, de fuerza y de admiración mi vocación; personas con alzhéimer, con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), con parálisis cerebral o con síndrome de Down que evocan la imagen bíblica de los árboles que crecen en la ribera del río, uno junto al otro, y producen frutos abundantes (cf. Ez 47, 12). Sois los protagonistas de las historias más admirables que llenan de bondad y esperanza a toda la humanidad.

 

Sus ojos no caerán y su fruto no faltará, dice el profeta Ezequiel. Y así, del mismo modo, cada uno de estos preferidos del Padre siempre permanecerán custodiados –como lo hace una madre– en el corazón de Dios. Y nosotros nos sentimos tan honrados y enriquecidos al tenerlos codo con codo y paso con paso en el camino de la vida.

 

No hay pretextos para la santidad más allá del amor, y la mirada bienaventurada de cada una de estas personas nos sitúa muy cerca de María, la Madre del Amor.

 

Nos encomendamos a Ella, junto a todos aquellos que están atravesando cualquier momento de dificultad, y le pedimos que sea ese vehículo apacible y entrañable de la ternura inenarrable del Salvador. María, la mujer acogedora y la sonrisa más bella de Dios, siempre será para los ojos vulnerables un motivo renovado de esperanza.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«El Corazón de Jesús, modelo de todo corazón humano»

por redaccion,

«El Corazón de Jesús, modelo de todo corazón humano»

 

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Queridos hermanos y hermanas:

 

«Son innumerables las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas», afirma el Papa Pío XII en su carta encíclica Haurietis aquas sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, festividad que celebramos el viernes pasado.

 

Cuenta la tradición que en el año 1675, el Señor Jesús le dijo a santa Margarita María de Alacoque que deseaba que la fiesta del Sagrado Corazón se celebrara el viernes después de la octava del Corpus Christi. En 1856, la fiesta del Sagrado Corazón tomó la condición de universal.

 

A menudo, cuando pienso en el Corazón de Jesús, siento que si conociéramos verdaderamente el amor que Dios nos tiene (cf. Jn 4, 10), quedaríamos completamente extasiados ante el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor, el Unigénito de Dios que nos estimula a devolverle amor por amor, sólo tiene un deseo: enseñarnos a amar como Él nos ama, también con un corazón profundamente humano. Y así hemos de entregarnos, participando de su Amor por y para todos, viendo a las personas como Él las ve, cuidándolas como Él las cuida, amándolas como Él las ama.

 

Esa implicación en la santidad de los demás, que nace a los pies de la Eucaristía para quedarse en el corazón del más necesitado, es lo que nos enseña el Sagrado Corazón de Cristo.

 

Esta «práctica religiosa dignísima de todo encomio», como el Papa León XIII llamaba a la fiesta que hoy conmemoramos, traspasa toda condición, sentido y planteamiento; porque bebe de la fuente que nace de la expresión más humana del Amor, porque rinde homenaje al Sagrado Corazón de Nuestro Señor, a través del cual se nos manifestó el amor eterno de Dios por todos.

 

El propio san Juan Pablo II, quien fuera un devoto incansable del Sagrado Corazón, llegó a confesar que esta advocación «recuerda el misterio del amor de Dios por el pueblo de todos los tiempos». Una oración que la Iglesia recoge en el Catecismo cuando afirma que «adora al Verbo encarnado y a su corazón» que, por amor a los hombres, «se dejó traspasar por nuestros pecados» (CCC 2669).

 

Quien guarda en su interior la palabra de Cristo y la derrama sin medida por doquier, descubre que el amor de Dios ha alcanzado en él la plenitud (cf. 1 Jn 2, 4), pues encuentra –en ese mandamiento– todos los demás.

 

Si hablamos de Dios, hablamos de amor. Y viceversa. No hay gesto de entrega, ni donación desinteresada que pasen desapercibidos para el Corazón de Cristo.

 

El Padre «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). Así, «en el Corazón traspasado del Crucificado podemos descubrir la medida infinita de su amor», señaló el Papa Francisco en su discurso del año pasado a los participantes en la Asamblea General de las Obras Misionales Pontificias, que «nos ama con amor eterno» y «nos llama a ser sus hijos y a participar de la alegría que tiene su fuente en Él». De esta manera, recordó cómo viene a buscarnos «cuando estamos perdidos» y cómo nos levanta «cuando caemos y nos hace renacer de la muerte».

 

El Señor nos muestra el corazón de Dios como el de un Padre que siempre espera nuestra vuelta a casa. Y en ese latido nace el Sagrado Corazón de Jesús, que sale a los cruces de los caminos, que abraza a sanos y a enfermos, a ricos y a pobres, a santos y a pecadores.

 

Hoy, con María, quien cuidó como nadie el corazón de su Hijo y sufrió en el suyo propio la Pasión, sentimos cómo la caridad de Dios ha sido derramada en nosotros por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cf. Rom 5, 5). Y le pedimos que haga de nuestra vida un eterno Magnificat, para que –con santa Teresita de Lisieux– podamos cada día proclamar: «¡Si no puedo ver el brillo de tu rostro o escuchar tu dulce voz, Dios mío, puedo vivir de tu gracia, puedo descansar en tu Sagrado Corazón!».

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos