Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios

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Estamos recorriendo el mes de mayo; mes que en la Iglesia y en el corazón de la religiosidad popular es siempre una llamada a renovar nuestra devoción y cariño a la Virgen María, nuestra Madre. Conozco por experiencia la gran devoción personal y comunitaria que le tenéis, expresada de muchos modos con sus diversas advocaciones, fiestas, procesiones y romerías y a lo largo de todo el año. Lo he podido palpar en mi casi completo recorrido de la visita pastoral. Siempre me invitáis a rezar ante la Virgen de «vuestra parroquia» y a visitar vuestras ermitas marianas. ¡Con cuánta delicadeza las cuidáis y conserváis! Espontáneamente salen de vuestros labios, además del Avemaría y la Salve, distintas oraciones que seguro aprendisteis desde pequeños, todas ellas preciosas y entrañables.

 

Esta devoción tiene en el mes de mayo un acento especial. Pero este año el mes de mayo tiene también su peculiaridad. Por las ya conocidas restricciones a las que nos sigue obligando la pandemia, no podemos tener, de momento, las manifestaciones externas, con las que hemos expresado otras veces el amor a nuestra Madre, tales como: el tradicional rezo del Rosario de la Aurora del pasado día 13, o la especial «oración a la Virgen» en las parroquias todos los días de este mes, u otros actos de devoción mariana… Pero tenemos la gran oportunidad de vivir el mes de mayo de otra manera, de un modo nuevo: desde vuestras casas, en familia, reavivando espiritualmente nuestro amor a la Virgen, descubriéndola en las páginas del Evangelio, para amarla más e imitarla mejor. Porque esta devoción a María, tan arraigada en el pueblo cristiano, tiene que estimularnos a vivir nuestra fe con los valores evangélicos que María expresó en su caminar como «discípula misionera» tras las huellas de su Hijo Jesús. Ella que es al mismo tiempo la mujer sencilla, abierta a los demás y solidaria con los que necesitan ayuda. Experta en el dolor y firme en la fe ante las dificultades del camino.

 

Tenemos un mensaje del Papa Francisco, una carta que ha dirigido recientemente a todos los fieles invitándonos a rezar en casa, individual o familiarmente, el Rosario. Nos propone expresamente que «redescubramos la belleza de rezar el Rosario en casa durante el mes de mayo». Y nos ofrece igualmente dos textos de oraciones a la Virgen para acogernos a Ella en la grave situación que afecta a la humanidad actualmente. En uno de estos textos el Papa glosa ampliamente esa bella oración que seguro que muchos de vosotros recordáis, porque vuestras madres os la enseñarían en la infancia: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios…» El texto es de un himno bizantino del año 250; es la primera vez que un escrito cristiano llama a la Virgen María «Madre de Dios» y supone una muestra entrañable del temprano amor por la Virgen Madre, y de su inmensa ternura para amar y proteger a los seres humanos. Los monjes místicos de aquella época sabían que en tiempos de turbulencia era bueno resguardarse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Partiendo de esta plegaria, el Papa le va confiando a María tantas necesidades, personas y situaciones que en estos momentos de sufrimiento vive el mundo entero. Os transmito su mensaje y os animo a unirnos a su oración.

 

«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios»… Yo quiero elevar hoy esta oración a nuestra Señora, pensando también en las personas mayores, con especial afecto y cercanía. Los últimos meses han sido y están siendo muy difíciles para todos y en particular para vosotros. En este largo confinamiento os recuerdo muchas veces y siento siempre gratitud y dolor. Gratitud por vuestras largas vidas entregadas al trabajo, a la familia y a la educación de los hijos, por haberles comunicado la fe que ahora les acompaña y sostiene, por vuestros silencios respetuosos ante los cambios generacionales; por la voluntad que tenéis de poder ayudar, también en la parroquia si os es posible…, porque contamos siempre con vuestra oración. Y siento, al mismo tiempo, el dolor de no saber muy bien qué está pasando en vuestras vidas, en vuestros hogares, con los cuidados familiares de unos, o con el aislamiento y soledad de otros; hay todavía mucho sufrimiento en Hospitales y Residencias; y en tantas familias que han perdido a alguno de sus mayores en las circunstancias que todos conocemos y lamentamos. Por todo ello, os pongo bajo el amparo de la Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, que está más cerca de sus hijos cuando más caminan entre luces y sombras, como Ella, dolorosa y de pie junto a la Cruz.

 

Deseo que las actuales circunstancias nos ayuden a sentir más íntima y más viva la presencia amorosa de la Virgen a nuestro lado. «María vivió siempre inmersa en el misterio de Dios hecho hombre, como su primera discípula, meditando cada cosa en su corazón a la luz del Espíritu Santo, para comprender y poner en práctica toda la voluntad de Dios» (Catequesis Papa Francisco, 2014). En los días de dificultad, de prueba, de oscuridad, pongamos los ojos en Ella como modelo de fe y confianza en Dios, que quiere siempre y solo nuestro bien. «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

Una Iglesia que acompaña y cuida

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Celebramos hoy el quinto domingo de Pascua. En medio de la extraña situación que nos envuelve mundialmente, la liturgia nos sigue ofreciendo el mensaje del Señor Resucitado con palabras de vida, de paz y de esperanza: «No se turbe vuestro corazón, dice Jesús en el Evangelio que leeremos hoy, creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). La crisis de la pandemia provocada por el coronavirus, en cierta manera nos ha hecho reinventarnos para afrontar de otro modo la vida de cada día. Esto se ha producido en el ámbito personal, porque el confinamiento ha cambiado nuestros hábitos y costumbres, pero también en el ámbito social e institucional. Son muchas las realidades que se han tenido que configurar de manera nueva para seguir ofreciendo a la sociedad lo mejor de sí mismas. La imaginación, las nuevas tecnologías y, sobre todo, el cariño y la profesionalidad han tenido mucho que ver en este nuevo panorama que vamos vislumbrando y al que nos tendremos que ir acostumbrando.

 

De la misma manera, la Iglesia ha tenido que afrontar esta etapa que vivimos. Y lo ha hecho con la ayuda del Espíritu y con la certeza de que Cristo nos acompaña con su presencia resucitada, especialmente en medio de las tormentas de la historia. Así nos lo ha asegurado Él mismo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Y eso es lo que celebramos en este tiempo de Pascua. En ese sentido, la Iglesia ha estado muy presente y viva durante estos días aportando su propia esencia y significado. Aunque algunos de los templos han permanecido cerrados, especialmente para el culto público, la Iglesia no ha estado cerrada ni parada en ningún momento. Su apoyo ha llegado a los ciudadanos de muy diversas formas poniéndose al servicio principalmente de los más necesitados. Desde mi punto de vista, quienes la acusan de haber estado al margen en este tiempo, lo hacen desde el desconocimiento o, peor todavía, desde la animadversión.

 

La Iglesia es la comunidad de los creyentes que creen en Jesucristo. La Buena Noticia de Jesús es el alma que alimenta e impulsa el caminar y la acción de los creyentes. La alegría del encuentro con el Resucitado transforma el corazón de cada cristiano y le impulsa a vivir desde la esperanza y la caridad en la construcción del Reino, el sueño de Dios para el mundo. Su experiencia se alimenta en la oración y los sacramentos, se fortalece en la comunidad y se expresa en las obras de misericordia. Desde esta identidad, ¿qué es lo que ha hecho la Iglesia durante esta pandemia? Precisamente esto: ofrecer el tesoro que lleva dentro y hacerlo desde el cuidado integral de las personas. Siendo, como os decía hace unas semanas, «hospital de campaña». Como lo hacía Jesús. La Iglesia se ha movilizado con todos sus recursos posibles para ofrecer atención humana, espiritual y material allí donde ha podido llegar, en silencio, con humildad y sencillez. Así lo he percibido a lo largo de estos días, al ser testigo de la multiplicidad de acciones que se han desarrollado en nuestras parroquias y comunidades para seguir anunciando la fe, ayudando a acrecentarla, a celebrarla y a vivirla en la dificultad.

 

Si algo tiene en común ese abanico multicolor de actividades realizadas es que, todas ellas, tratan de cuidar a las personas y construir comunidad. Y lo hacen teniendo en cuenta las diferentes dimensiones del ser humano. Es la propuesta de Jesús que hace nuevas todas las cosas. Sería injusto, por tanto, valorar únicamente aquellas acciones que tienen que ver con la promoción humana (las acciones de Cáritas, por ejemplo, que pueden ver los demás) y no estimar esas otras que hacen referencia a dimensiones esenciales del ser humano (sed de sentido, trascendencia, relación, amor, consuelo, compasión…). Nuestra Iglesia, experta en humanidad, ha querido acompañar y cuidar de las personas, de toda la persona. A todas, pero especialmente a las más vulnerables y necesitadas, tanto personal como institucionalmente, para cuidarlas en su dimensión humana, espiritual, material y social. De esta manera, la Luz de Jesús ha seguido brillando a través nuestro en medio de las tinieblas del dolor y del sufrimiento.

 

Pensando en nuestra diócesis sería difícil, desde luego, realizar un pormenorizado detalle de todas y cada una de las iniciativas que se han realizado para ser, de un modo peculiar, «Iglesia en salida»: programas de Cáritas, voluntariado, presencia en hospitales y cementerios, retransmisión de celebraciones por streaming, catequesis virtuales, gestos de solidaridad, centro de escucha, celebraciones familiares… Os invito a conocerlas; la Delegación de Medios ha realizado un excelente trabajo para difundirlas, divulgarlas y animarnos a secundarlas. Quiero agradecer de corazón tanta iniciativa pastoral como se ha evidenciado durante este tiempo; ciertamente son expresión de una Iglesia muy viva que sabe contagiar la vida del Señor Resucitado. Con la ayuda de Santa María, Madre de la Iglesia, sigamos atentos a los planes de Dios en el momento presente, para continuar promoviendo la esperanza, la atención fraterna y la cohesión social.

¡El Señor resucitó! ¡Aleluya!

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En este día de Pascua, cuando culminan los días «santos» en los que hemos vivido interiormente el misterio central de la fe cristiana, quiero que os llegue, en primer lugar, mi cercanía y saludo pascual, con el deseo de que la esperanza y la paz del Señor Resucitado, estén en vuestros corazones, en vuestras familias y en vuestra vida. Sí: hoy la Iglesia renueva para nosotros el anuncio más importante y más hermoso: ¡Jesús ha resucitado! Y esta gozosa verdad fortalece y renueva nuestra alegría, nuestra fe y nuestra esperanza.

 

Hemos celebrado la Semana Santa de un modo diferente, como nunca hubiéramos podido imaginar; pero sé que no ha sido una Semana Santa indiferente, pues todo ello nos ha permitido descubrir aún mejor dimensiones profundas de nuestra experiencia cristiana a las que tal vez otras veces no habíamos prestado atención.

 

Recuerdo de modo especial a los cofrades, que adquirían un protagonismo tan especial acompañando a Jesús en su pasión, muerte y resurrección; estos días sin duda habrán podido detenerse de modo personal en las motivaciones que los empujaban a manifestar su fe procesionando por las calles. Y seguro que esta dura experiencia dará nuevo dinamismo a su compromiso cristiano como cofrades. Lo mismo puedo decir de nuestra comunidad cristiana. Hemos seguido algunos actos litúrgicos a través de medios diversos, desde el obligado confinamiento y, a veces, con situaciones personales o familiares de dolor, con angustia y con lágrimas. Todos hemos podido vivir de modo real lo que significa participar en los sufrimientos de Cristo. Hemos hecho nuestras las palabras de san Pablo: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Estoy seguro de que esta experiencia nos ha hecho más sensibles y nos ha abierto a la comunión con los sufrimientos de los demás.

 

En este contexto celebramos hoy la Pascua y proclamamos gozosos, como ha hecho la Iglesia desde su origen: ¡El Señor resucitó! ¡Aleluya! A algunos les puede sorprender que esta exclamación pueda surgir en medio del abatimiento y del desconsuelo. Quien sienta esa extrañeza no ha comprendido lo que es la fe cristiana. Porque nació de esa sorpresa: tras el aparente fracaso del calvario, los discípulos abatidos pudieron dirigir su invocación al Resucitado. Eso fue para los primeros cristianos el manantial de su alegría y de su esperanza.

 

Aquellos discípulos también se encontraban recluidos por el miedo y la frustración. Y a través de la historia podemos hacer memoria de situaciones duras y terribles en las que los cristianos han celebrado la Pascua: encarcelados y a la espera del martirio, en periodos de persecución, en épocas de peste y hasta en campos de concentración. En todas esas ocasiones la Pascua ha sido celebrada como acontecimiento de salvación, como el paso de la oscuridad de la noche a la luminosidad del amanecer: porque la muerte no es el final del camino, porque siempre hay una luz que rasga las tinieblas, porque la bondad no es destruida por el mal, porque la Vida es más fuerte que la muerte. Por eso, en presencia del Resucitado, seguimos proclamando: ¡Aleluya! ¡Este es el día en que actuó el Señor!

 

Esta celebración de la Pascua ha de purificar también nuestro sentido de la alegría y de la esperanza. Tendemos a confundirlas con manifestaciones externas o con la seguridad de nuestro bienestar. Pero la Pascua nos orienta a encontrarlas en la transfiguración de cada uno de nosotros: cuando descubrimos el sabor de la Vida que procede de Dios, cuando comprendemos que nuestra auténtica esperanza no se encuentra en los bienes perecederos, cuando confiamos nuestros muertos y todas las víctimas de la pandemia al Amor eterno y misericordioso de Dios. La experiencia de la Pascua no se produce de modo automático. Supone un camino, junto a Jesús, y una conversión, como en el caso de aquellos primeros discípulos que proclamaron: ¡El Señor resucitó! ¡Aleluya!

 

Hoy le decimos también a la Virgen dolorosa: ¡Alégrate, María! Pidámosle que nos conceda una espiritualidad pascual, para que de nuestra debilidad siga brotando una fe firme en que Jesús está en medio de nosotros y una generosa comunión con los que sufren, la cual irá siempre acompañada por la alegría y la esperanza.

«Os pedimos que os reconciliéis con Dios»

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El pasado miércoles comenzábamos el camino cuaresmal hacia la Pascua. En la liturgia de la Palabra se nos decía: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2Cor 5,20). Al recibir la ceniza, signo y recuerdo de nuestro origen: «Dios formó al hombre con polvo de la tierra» (Gn 2,7), y de nuestro fin: «hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado» (Gn 3,19), se nos indicaba la andadura reconciliadora: «convertíos y creed en el Evangelio». Así, el tiempo de Cuaresma se repite todos los años en el Calendario litúrgico, pero cada año es nuevo para ti y para mí, como tiempo de gracia, de conversión, de oportunidad para prepararnos con el corazón renovado a vivir en la Pascua el misterio central de nuestra fe.

 

Nos disponemos a recorrer un camino de conversión. La Iglesia nos invita a volvernos hacia Dios, a poner nuestros ojos en su rostro, revelado en Jesucristo. Él deberá ser el motivo absoluto del itinerario cuaresmal. Y esto, situándonos en nuestra realidad concreta, personal, comunitaria y diocesana. Porque la Cuaresma la vivimos aquí y ahora; por lo que estos cuarenta días han de ayudarnos a revitalizar nuestra vida en cuanto bautizados, en Asamblea Diocesana y preparando el Jubileo con motivo del VIIIº Centenario de nuestra Catedral. El Santo Padre, en el Mensaje que nos brinda para la Cuaresma de este año, parte del texto de S. Pablo: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios». Luego desarrolla en su reflexión cuatro aspectos, que brevemente quiero comentar.

 

En primer lugar, el horizonte de nuestra conversión hemos de situarlo en el misterio pascual. La Cuaresma en sí misma no tendría sentido si no nos llevara a renacer, celebrando la pasión, muerte y resurrección del Señor. La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual: acontece en cada Eucaristía, pero de manera especial en el domingo, pascua semanal y día del Señor resucitado; y de modo solemne, en la gran fiesta anual de la Pascua, a la que la Cuaresma nos prepara. «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, dice el Papa, déjate salvar una y otra vez. Y, cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez».

 

Un segundo aspecto es la invitación, en este tiempo de gracia, a descubrir la urgencia de la conversión. Cuando hablamos de la conversión, nos referimos a un cambio de vida que deja atrás el egoísmo y el pecado para caminar en la dirección de Cristo e identificarnos con Él como «personas nuevas». En el bautismo fuimos incorporados a Cristo muerto y resucitado; y en la Cuaresma, tiempo de renovación bautismal, somos convocados para reavivar en nosotros el hecho de ser hijos de Dios. Experimentando la oferta de misericordia que Dios nos regala en cada momento, en la conversión nos urge la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. Pero «la experiencia de esta misericordia, nos recuerda el Papa, es posible sólo en un ‘cara a cara’ con el Señor crucificado y resucitado ‘que me amó y se entregó por mí’ (Gál 2,20). Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal».

 

En tercer lugar, el espacio de la Cuaresma, que se nos da como tiempo favorable para nuestra conversión, manifiesta una vez más la apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos. Toda la historia de la salvación se puede resumir en una historia amorosa de diálogo de Dios con la humanidad. Diálogo que el Espíritu nos ofrece de múltiples formas, pero especialmente por medio de la Palabra de Dios. Convertirse es hacer de esta Palabra la hoja de ruta en el día a día, durante toda la existencia, que se simboliza en la cuarentena cuaresmal.

 

Y, finalmente, la conversión nos pide compartir lo que tenemos con los demás. Compartir lo que tenemos y lo que somos, porque dar y darse es la mejor expresión de la limosna cristiana. «Poner el misterio pascual hacia el que caminamos en el centro de nuestra existencia, significa sentir compasión por las llagas de Cristo Crucificado presentes en quienes pasan necesidades y dificultades diversas», dice el Papa Francisco. Hagamos la limosna con un corazón humilde y misericordioso, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más humano y más justo.

 

Deseo que durante este tiempo de Cuaresma, bajo el amparo de la Virgen Santa María, escuchemos la llamada a convertirnos de corazón y nos dejemos reconciliar con Dios; fijos los ojos en Él y en su misericordia, para disponernos a celebrar con gozo la Pascua de Resurrección.

La justicia como tarea de la política

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El pasado jueves celebrábamos el Día Mundial de la Justicia Social. Es una de esas Jornadas o Días Mundiales que nos dan la oportunidad de reflexionar y sensibilizarnos sobre realidades de gran interés, que no deben sernos ajenas; también pretenden darnos a conocer problemas sin resolver, que precisan la puesta en marcha de medidas sociales y políticas concretas.

 

Precisamente en esa fecha, Cáritas Diocesana aprovechaba para presentar el Informe Foessa sobre Exclusión y Desarrollo en Castilla y León. Un informe altamente provocador y lleno de información, de análisis y de tareas políticas, eclesiales y sociales, en un ámbito territorial que nos es cercano y ciertamente nos afecta. Según este informe, en nuestra región existe un 15% de la población que se encuentra en situación de exclusión, es decir, con una acumulación seria de problemáticas diversas, en ámbitos tan variados como la vivienda, la salud, la participación, el consumo o el empleo. Ese cúmulo de dificultades impide a un número amplio de nuestros conciudadanos vivir en el ámbito de la normalidad, convirtiéndose así en sociedad marginada.

 

El informe también señala que la desigualdad social ha crecido mucho en los últimos años, como consecuencia de la nueva realidad en la que nos ha sumido la crisis económica. La diferencia entre la población totalmente integrada y aquella que se sitúa en los márgenes es cada vez mayor. Junto a ello, el estudio también nos alerta sobre los peligros de estar construyendo una sociedad cada vez más desvinculada, donde el compromiso y la responsabilidad de los unos con los otros se van desvaneciendo en aras de un marcado individualismo.

 

Cerrar la brecha de las desigualdades para lograr la justicia social, es precisamente este año el tema de la Jornada. Y es que la justicia social busca el equilibrio entre el bien individual y el bien común basado en los valores y en los derechos humanos fundamentales. La justicia social es así tarea de la política. Y cuando esto no se da, se sigue una desafección política creciente que las encuestas constantemente señalan. Cuando la democracia no consigue dar respuestas ni seguridad a los ciudadanos corre el peligro de convertirse en meramente formal y vaciarse de contenidos éticos. Del empobrecimiento se sigue esa desafección política al considerar que el poder y la autoridad están lejos de las necesidades reales de los ciudadanos y no resuelven con eficacia las problemáticas de las personas.

 

Precisamente en este ambiente descrito es donde tenemos que reivindicar el papel genuino y fundamental de la política. Benedicto XVI nos decía que «el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política». A ella corresponde, por tanto, construir ese orden justo que permita el desarrollo integral de todas las personas, posibilitando así la satisfacción de todas sus necesidades. La política se convierte así en un arte que, cimentado sobre el compromiso por la centralidad de la persona, permite crear las condiciones sociales donde los derechos básicos puedan estar garantizados y se edifique un futuro digno y justo. De esta manera se hace realidad el Bien Común que es el fin de la buena política.

 

Me parece urgente hoy, ante la situación social que vivimos, reivindicar la importancia de la política y la necesidad de buenos políticos que sean capaces de articular la competencia y la virtud. Dos características que la enseñanza social de la Iglesia siempre ha pedido a los que ejercen este servicio. Para los cristianos, además, la política se convierte en una manera genuina de vivir el valor fundamental de la caridad. Así lo expresa el Papa Francisco que proclama la necesidad de la buena política para la vida de la comunidad, y propone la caridad política como forma eminente del amor cristiano.