Acompañar en la soledad: El día del enfermo

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Hemos celebrado recientemente, el pasado día 11, la Jornada Mundial del Enfermo, con el lema elegido para este año Acompañar en la soledad. Hace unas semanas, al presentar el Documento Sembradores de esperanza, os hablaba de la necesidad de acompañar la fragilidad de las personas en momentos de especial gravedad en su vida. Hoy, con ocasión de la Campaña del Enfermo, quiero continuar esta reflexión, de un modo más amplio y concreto a la vez, sobre la importancia y la necesidad de acompañar al enfermo en su soledad.

 

La Campaña del Enfermo tiene en nuestro país dos momentos: El 11 de febrero, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, en el que se celebra el Día del Enfermo a nivel mundial; y la Pascua del Enfermo, que se celebra el 17 de mayo, con diversos actos en las parroquias para promover la sensibilización y el compromiso ante esta realidad.

 

El Mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Enfermo se centra en las palabras de Jesús que nos recuerda el evangelista san Mateo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Palabras que «expresan la solidaridad del Hijo del hombre, Jesucristo, ante una humanidad sufriente y afligida». Con este tema como marco, la Jornada en España nos invita a poner la mirada en quienes están cansados y agobiados por la enfermedad para llevarles el alivio de Cristo; y se pone el foco en una de las causas de ese cansancio que debe ser aliviada: la soledad, que tantas veces envuelve al enfermo aumentando su sufrimiento.

 

El Papa Francisco ha dicho que nuestro mundo está enfermo de soledad, y que la soledad es una de las principales causas de exclusión social. Los datos confirman que se trata de una verdadera epidemia a nivel general: en nuestro mundo occidental una de cada tres personas confiesan sentirse solas, y el número no deja de crecer; en nuestro país hay 4,7 millones de hogares unipersonales; dos millones de personas mayores de 65 años viven solas (de las cuales 850.000 con más de 80 años). A todos nos han impresionado las noticias de personas que mueren en soledad, abandonadas, cuya ausencia sólo es percibida con posterioridad. A ello hay que añadir a quienes se encuentran solos ingresados en hospitales, o familias que tengan algún miembro con problemas de movilidad.

 

Hay ciertamente una soledad sana, incluso necesaria, para la reflexión, para la oración; es una soledad que debe ser buscada y defendida en nuestra sociedad dominada por el ruido, por el exceso de información. Pero la soledad es negativa cuando se produce como consecuencia del olvido, del abandono, de la carencia de relaciones. A esa experiencia están especialmente expuestos los enfermos, cuando quedan clausurados en su dolor, en su impotencia, en su fragilidad. Ante esas personas los seguidores de Jesús debemos recordar que él se identificó con el preso, con el desnudo, con el enfermo, es decir, con los olvidados y abandonados. Tras sus huellas estamos llamados a ofrecer nuestra compañía y nuestra visita a los enfermos como expresión del don de nuestro tiempo, que es don de nosotros mismos. ¿Quién no tiene cerca un familiar, un amigo, un conocido o un desconocido a quien poder acompañar? «Estuve enfermo y me visitasteis», dice el Señor (Mt 25, 35).

 

Por eso la sociedad debe agradecer al personal sanitario la función que realizan en favor de todos; al estar junto a los enfermos son un signo de acompañamiento y servicio a las personas en su vida y en su dignidad, especialmente cuando viven su profesión. Y, en nombre de nuestra Iglesia diocesana, yo también debo manifestar nuestra gratitud a todos los que están comprometidos en la pastoral de la salud. Ellos aportan, de modo silencioso y callado, el alivio y el consuelo que el Señor ha prometido a quienes lo necesitan. De manera especial debo mencionar en esta fecha a la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes, cuya entrega y generosidad conozco muy de cerca y valoro de verdad.

 

Que la Virgen María, Salud de los enfermos y Madre de todo consuelo, siga suscitando en sus hijos generosidad, ternura y cercanía para los enfermos; y que a ellos les conceda confianza, fuerza, y esperanza en la enfermedad.

Quien más sufre el maltrato del planeta no eres tú

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Hoy se celebra la Jornada Nacional de Manos Unidas que, como sabéis, es la organización de la Iglesia Católica en España para la lucha contra el hambre que sufren los pueblos más olvidados del planeta. Con el lema de la campaña de este año «Quien más sufre del maltrato del planeta no eres tú», Manos Unidas denuncia que las poblaciones más vulnerables son las más afectadas por la crisis actual del medio ambiente.

 

La sensibilidad medioambiental es uno de los valores de nuestra época. En los últimos tiempos se ha ido despertando una mayor conciencia de esta problemática, propiciada, entre otras cosas, por el cambio climático. No obstante, todavía debemos profundizar en los cambios personales y estructurales que ello supone, porque la emergencia climática es uno de los grandes retos ante los que se sitúa esta generación.

 

Esta Campaña de Manos Unidas nos quiere ayudar a reflexionar sobre la relación que existe entre el deterioro medioambiental y sus consecuencias en las personas, especialmente en las más pobres y vulnerables. Es una perspectiva muy importante para los creyentes, pues la «opción por los pobres» ha de marcar nuestra manera de mirar la realidad y de acercarnos a ella.

 

El contexto actual es ciertamente paradójico: el deterioro medioambiental ha sido provocado principalmente por los países más desarrollados, que sostienen su modelo de desarrollo en la clave del crecimiento y del consumo, sin tener en cuenta las limitaciones propias del planeta. Sin embargo, las heridas provocadas por este modelo las sufren sobre todo los habitantes de los países más empobrecidos, que disponen de muchos menos medios para superar las consecuencias del descuido de esta casa común. Por eso, no extraña lo que dice el Papa cuando nos habla de que «hay una verdadera “deuda ecológica”, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias adversas en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países» (LS 51).

 

Ciertamente, a poco que abramos los ojos, nos damos cuenta de que son los pobres los que más sufren las consecuencias de la deforestación, la contaminación o el cambio climático… En estos fenómenos está la raíz de muchos procesos de migración, de movilidad humana que se visibiliza en los que hoy se llaman «refugiados o migrantes medioambientales». Además, si la crisis medioambiental la sufren especialmente los más pobres, también podemos afirmar con tristeza que esta misma crisis provoca cada vez más pobres y hambrientos en el mundo. Así lo afirman los datos de la FAO que cifran en 821 millones las personas que sufren hambre en el mundo, incrementándose este número en los últimos años por culpa de los conflictos armados y del cambio climático. Una cifra escandalosa que provoca nuestra preocupación y nuestro compromiso. Por eso, tenemos que ser conscientes que cuidar el planeta es combatir la pobreza.

 

Manos Unidas nos invita en esta Jornada a profundizar en esa necesaria «conversión ecológica», que conlleva aspectos tan plurales como nos recuerda el Papa Francisco: «una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad» (LS 111). Se trata, en definitiva, de interrogarnos sobre nuestros hábitos de consumo, de producción, de desarrollo, de solidaridad, de justicia, en el empeño por construir un planeta sostenible en el que todos podamos vivir con dignidad. Los cristianos, desde el reconocimiento de Dios como Padre de todos y de todos como hermanos, no podemos quedarnos indiferentes. Con nuestro compromiso y con nuestras acciones, por sencillas que sean, podemos ser «sal de la tierra» como nos recuerda el Evangelio que proclamamos en la Eucaristía de hoy.

 

Mi agradecimiento expresamente en esta Jornada a las personas que, desde Manos Unidas, nos ayudan en esta necesaria reflexión. Ojalá que, cada día, en lugar de sentirnos dueños y dominadores, nos sintamos más cuidadores e inquilinos de este planeta, que ha sido el hermoso regalo para todos de nuestro Padre Dios Creador.

El Domingo de la Palabra de Dios: la Asamblea Diocesana a la Escucha de la Palabra

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Celebramos hoy el «Domingo de la Palabra de Dios», instituido por el Papa Francisco, para que se celebre cada año en la Iglesia Universal, coincidiendo con el III domingo del Tiempo Ordinario. Su objetivo es «hacer crecer en el Pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura». Así lo indicó el Santo Padre con la Carta Apostólica «Aperuit illis», cuyo título se toma del pasaje de San Lucas que narra uno de los últimos gestos de Jesús con los discípulos antes de la Ascensión: «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45).

 

«Dedicar concretamente un domingo del Año Litúrgico a la Palabra de Dios, escribe el Papa, nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado, que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable». Y el hecho de que el «Domingo de la Palabra» sea el tercero del Tiempo Ordinario, en torno a la Semana de la Unidad de los Cristianos, no es una mera coincidencia temporal, sino que «expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica, a los que se ponen en actitud de escucha, el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad».

 

La Iglesia peregrina encuentra luz y estímulo en el diálogo constante con el Dios de la revelación, que la va iluminando en su caminar y le va señalando los caminos más adecuados para cumplir su misión. Nuestra Iglesia diocesana se encuentra en Asamblea precisamente para hacer real y actual ese diálogo con el Señor, para abrirnos a su Palabra y descubrir su gran valor en nuestra existencia cotidiana, para avanzar en el camino de la santidad y para afrontar con mayor convicción las urgencias de la misión.

 

Por eso ha parecido conveniente que este domingo, en todas las Eucaristías de nuestra diócesis, se haga presente este acontecimiento de la Asamblea en el que todos estamos implicados. Así, uniremos nuestra oración para pedir juntos al Espíritu Santo que nos ayude a entrar en un proceso de conversión, mediante la escucha siempre nueva de la Palabra que Dios nos dirige personal y comunitariamente. La Palabra escuchada cada día nos hace experimentar la alegría de creer, renueva en nosotros el encuentro con Jesús, y nos empuja a crecer como discípulos misioneros. Es esa «luz grande» de que nos habla el profeta Isaías en la liturgia de hoy, que disipa las tinieblas o las incertidumbres que a veces nos amenazan.

 

La Palabra, que se hizo carne entre nosotros, sigue resonando en el mensaje que nos dirige san Pablo: todos somos de Cristo, Jesús es el centro de nuestra vida, y por ello debemos vencer las incomprensiones o las divisiones a fin de sentirnos realmente unidos para evangelizar. Es Jesús el que nos invita a vivir en comunión, para que podamos actuar como Iglesia sinodal, que se pone en camino para anunciar la novedad y la belleza de la Palabra, del Evangelio, a quienes no han experimentado la alegría de la fe. Jesús mismo nos da ejemplo. Como narra el Evangelio de San Mateo, Jesús es el Enviado del Padre, la Palabra itinerante, que va recorriendo los caminos del mundo para invitar a la conversión y a la acogida del Reino de Dios. Jesús anuncia la Buena Noticia. Y hoy, como entonces, llama a discípulos para que le sigan y para enviarlos a prolongar su misión como servicio a todos los pueblos.

 

A lo largo de este mes han comenzado su trabajo de reflexión y de discernimiento los grupos que nos representan a todos en la Asamblea Diocesana. En esta primera etapa están profundizando precisamente en la alegría que brota de la fe, pues esa alegría ha de ser el manantial de nuestra felicidad, de nuestra santidad y de nuestro compromiso misionero. Desde la convicción personal y comunitaria seguiremos abriendo caminos nuevos o renovados para la evangelización. Personalmente quiero agradecer, de corazón, a quienes han asumido esta tarea y esta responsabilidad. Es un servicio que redundará en beneficio de todos nosotros. Por lo que también pido que acompañemos su esfuerzo con nuestro recuerdo, con nuestro interés y con nuestra oración.

 

Termino evocando el pasaje de Emaús cuando ardía el corazón de los discípulos al explicarles Jesús las Escrituras. Caminemos alegres con Jesús. Y que el «Domingo de la Palabra de Dios» no sea una vez al año, sino una invitación para todo el año, para escuchar y acoger la Palabra en la reflexión, en la oración y en la liturgia de cada día.

Sembradores de esperanza. Acompañar la fragilidad de la vida humana

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El pasado 1 de noviembre la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida, de la Conferencia Episcopal, publicó un documento titulado Sembradores de esperanza. Acoger, proteger y acompañar en la etapa final de esta vida. He dejado pasar unas semanas, con temas en torno al Adviento y las fiestas navideñas, para ofreceros una breve presentación de ese documento, que os hago hoy, a fin de que no caiga en el olvido. Trata cuestiones profundamente humanas, que en un momento u otro de la vida nos afecta a todos, por lo que debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad ante las personas que requieren nuestra presencia y nuestra atención.

 

La importancia, la universalidad y la actualidad del tema vienen confirmadas por el hecho de que en el mes de octubre se habían manifestado en el mismo sentido una Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida, y otra resolución de la Asociación Médica Mundial, con idénticos fines.

 

El Documento de los Obispos es amplio y trata detenidamente cuestiones como: la ética del cuidado de los enfermos; el debate social sobre la eutanasia, el suicidio asistido y la muerte digna; la medicina paliativa ante la enfermedad terminal; la cultura del respeto a la dignidad humana; la experiencia de fe y la propuesta cristiana. Como podéis suponer, en este breve espacio de tiempo no puedo intentar una presentación adecuada de cuestiones de tanta transcendencia y con tantas implicaciones. Pero deseo ofreceros, al menos, una reflexión general para todos y una invitación para los profesionales de la sanidad. Éstos deberían realizar una lectura atenta del documento para elaborar unos criterios morales y cristianos que les ayuden a tratar con dignidad a sus pacientes en momentos tan intensos y delicados.

 

El público en general, y de modo especial los creyentes, debemos ser conscientes de que en cuestiones como la eutanasia, el suicidio asistido, la medicina paliativa o el cuidado a los enfermos en situación terminal, lo que está en juego es el valor de la vida humana. Hay Medios de Comunicación Social que, como sabemos, vienen desplegando una activa campaña de propaganda a favor de lo que suelen denominar «muerte digna» o «dignidad de la muerte»; concepto que, según como se entienda, es el argumento que toma el movimiento pro-eutanasia. La estrategia es clara: intentan despertar las emociones, tocar la fibra sensible de la población, presentando casos límite, para suscitar la compasión y reivindicar como derecho fundamental una «muerte digna». Dentro de esa lógica engañosa la persona concreta corre el riesgo de ser considerada como una carga o como un objeto del que se puede prescindir. Como bien ha dicho el papa Francisco, «la eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza».

 

La Iglesia se muestra como maestra en humanidad, según lo viene confirmando la constancia y la generosidad con la que tantos de su hijos se consagran a la atención de quienes en esos momentos son tan débiles y vulnerables. Es un gesto de fidelidad al Evangelio, que proclama y defiende la dignidad de toda vida humana, especialmente cuando se muestra más frágil, en la enfermedad o en la agonía. Y ante tales situaciones la Iglesia evita dos extremos: la obstinación terapéutica, es decir, recurrir a tratamientos que se sabe que son insuficientes y que tan sólo prolongan penosamente la agonía; y la eutanasia, como solución rápida y fácil que relativiza la vida y la dignidad de las personas. Por eso también admite la validez de un «documento de voluntades anticipadas», conocido habitualmente como «testamento vital».

 

En conclusión: el documento «Sembradores de esperanza» nos invita a acompañar al enfermo, sobre todo en los momentos de mayor gravedad y soledad. Es tarea de todos cuidar, aliviar y consolar a quien se encuentra en un momento decisivo, aportando el testimonio de un amor y de una esperanza que van más allá de la muerte. El título del documento lo expresa con claridad; y ya en la introducción se nos dice que: «el Señor ha venido para que tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10, 10) y en Él hemos sido llamados a ser sembradores de esperanza, misioneros del Evangelio de la vida y promotores de la cultura de la vida y de la civilización del amor».

El Bautismo de Jesús y nuestro Bautismo

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Las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor, que hemos celebrado, nos dejan sin duda una experiencia viva de alegría cristiana, de encuentros felices de familia, y de esos deseos de ser mejores,  que sentimos que afloran cuando el Misterio de Dios en el Portal ilumina nuestra vida. La fiesta de hoy, con la que concluye litúrgicamente el tiempo navideño, nos acerca a las orillas del Jordán, para participar en un acontecimiento: el Bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista.

 

Se nos presenta a Jesús, en las aguas del río Jordán, en el centro de una revelación divina. Escribe san Lucas: «Cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”» (Lc 3, 21-22). De este modo Jesús es consagrado y manifestado por el Padre como el Mesías salvador y liberador. Esta «manifestación» del Señor sigue a la de Nochebuena en la humildad del pesebre y al encuentro con los Magos, que en el Niño adoran al Rey anunciado por las antiguas Escrituras.

 

En este pasaje, presente en los cuatro Evangelios, se narra el bautismo de Juan Bautista, un bautismo de conversión basado en el símbolo del agua; y el Bautismo de Jesús, un Bautismo «en el Espíritu Santo y fuego», en el que Jesús se siente inundado por el Espíritu; se reconoce a sí mismo como Hijo de Dios, el Hijo unigénito, objeto de la predilección del Padre; y se manifiesta como el «Cristo», esto es, ungido por el Espíritu Santo para llevar adelante la misión encomendada por el Padre. Y así comienza su vida pública. Jesús no vuelve ya a su trabajo en Nazaret. Su vida se centra ahora en la misión de anunciar con obras y palabras, el plan de Dios para la humanidad, y su gran amor por el ser humano, un amor que en la Pascua se hará exceso de ternura y misericordia.

 

El hecho de que Jesús se deje bautizar por Juan, cuando no necesita el perdón de los pecados, se irá desvelando poco a poco y se manifestará al final de su vida terrena, en su muerte y resurrección. En el momento bautismal Jesús comienza a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Después, en su muerte y resurrección, se «sumergió» en el amor del Padre y derramó el Espíritu Santo, para que los creyentes podamos renacer de aquel manantial inagotable de vida nueva y eterna.

 

En esta fiesta del Bautismo de Jesús, es bueno también que pensemos en nuestro Bautismo. Cada vez que la Iglesia celebra un Bautismo pretende desvelar el misterio de la vida. En primer lugar, de la vida humana, representada principalmente por los niños que van a ser bautizados, acompañados por sus familiares. Y luego, el misterio de la vida divina que Dios regala a esos pequeños mediante el «renacimiento por el agua y el Espíritu Santo». Por este sacramento, todos los bautizados hemos recibido una vida nueva, la vida de la gracia, que nos posibilita para vivir como hijo de Dios, y esto para siempre, para toda la eternidad, hasta tal punto, que todo en la vida cristiana vive del Bautismo y expresa su dimensión salvadora. Por él somos incorporados a la muerte y resurrección de Cristo, y somos hechos «Cristóforos», portadores de Cristo en nuestra vida. El Papa Francisco, en varias ocasiones, nos invita a que conozcamos la fecha de nuestro Bautismo, pues no es algo del pasado sino que hemos de recordarlo, celebrarlo y actualizarlo. «Festejar este día, nos dice, significa reafirmar nuestra adhesión a Jesús, con el compromiso de vivir como cristianos, miembros de la Iglesia y de una humanidad nueva, en la cual todos somos hermanos».

 

Actualizar el Bautismo es también recordar que estamos llamados a ser, como decimos muchas veces, «discípulos misioneros». «En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia, y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados» (EG 120).

 

Os invito y os animo a actualizar a menudo estos compromisos bautismales. Y ojalá tengan un especial eco entre todos nosotros en este momento de gracia que estamos viviendo con la celebración de la Asamblea Diocesana. Con ella queremos encontrar caminos que nos acerquen más a Cristo resucitado y medios que nos lleven a saber comunicar la alegría de la fe a nuestros conciudadanos. Mi deseo es que entre todos vayamos siendo una gran familia de bautizados donde todos somos iguales, con diversidad de carismas y ministerios, y todos nos sintamos necesarios en este momento importante de nuestra Iglesia diocesana y de nuestra historia.