Vigilia de «Espigas»
Quintanilla del Agua – 15 junio 2013
El evangelio que acabamos de escuchar es una especie de drama en tres actos y con tres protagonistas. El primer acto tiene como protagonista a una mujer; el segundo, a un fariseo de buena posición que ha invitado a comer a Jesús; el tercero, que es el más importante y representa el desenlace, es el mismo Jesús. Detengámonos un poco en cada una de estas escenas y personajes.
La primera es una escena muda. No hay palabras, sino gestos silenciosos. Una mujer pecadora –probablemente una prostituta, pues «pecadora» era el nombre con que se llamaba a una mujer que ejercía la prostitución-, sabedora de que Jesús está en casa del fariseo Simón, viene a su casa con un frasco de perfume. Se echa a los pies de Jesús, se poner a llorar a lágrima viva y, luego, se desmelena los cabellos y con ellos se pone a limpiar los pies de Jesús y a ungirlos con el perfume. No osa tocar la cabeza, sino que se arroja a los pies.
La segunda escena sigue siendo muda. Porque Simón no habla con palabras que se oigan. Con todo, en su interior sí habla. Habla consigo mismo. Y lo que se dice es esto: Jesús no puede ser un profeta, porque si lo fuera, sabría qué tipo de mujer es la que le está tocando: «una prostituta». Simón hace dos juicios muy graves y muy equivocados. Juzga mal a aquella mujer, porque la considera incapaz de arrepentirse de la vida que ha llevado hasta entonces y comenzar una nueva vida. Juzga mal a Jesús, porque no le considera como profeta, siendo así que es el mayor de todos los profetas.
En este momento comienza la tercera escena y Jesús entra en ella como el gran protagonista. Jesús comienza diciendo al fariseo: «Simón, tengo algo que decirte». Quiere dar al anfitrión que le ha invitado la posibilidad de convencerse que sí es un profeta. De hecho, ha leído lo que pensaba en su corazón. A la vez, quiere que todos los demás comensales comprendan lo que va a decirle a la mujer. Para ello recurre a la parábola de un prestamista que tiene dos deudores. Uno le debe un puñado de dinero; el otro, una gran cantidad. Él, guiado por su benevolencia, les perdona la deuda a los dos. «¿Quién de los dos estará más agradecido y le amará más?», pregunta a Simón. Simón contesta rectamente, diciendo: «El que más ha sido perdonado».
Luego añade, mientras mira a la mujer: «Por esto te digo: se le perdonan sus muchos pecados, porque ha amado mucho». Luego le dice a ella: «Te son perdonados todos tus pecados». Jesús no minimiza en nada la situación de aquella mujer. No dice que no ha pasado nada y que no tiene importancia lo que ha hecho. Al contrario, proclama abiertamente que le son perdonados «sus pecados» y que estos son «muchos».
Pero no se siente molesto por ello. No la rechaza ni la expulsa. No la condena ni la juzga. La deja actuar ante todos los invitados y acepta los signos de su amor. Finalmente, la perdona sus muchos pecados. Su actuación no tiene nada que ver con la del fariseo y la de otros muchos como él. El fariseo sólo ve una pecadora y una culpable.
Jesús, con su modo de proceder y con la parábola del prestamista nos da a conocer a un Dios que perdona todo, por muchos y graves que sean nuestros pecados. El comportamiento de Jesús está de acuerdo con lo que Dios hace y es, a la vez, un singo poderoso de la bondad de Dios. Dios no deja al pecador que rumie su pecado o que se desespere. No. Dios le perdona, le da la posibilidad de rehacer su vida, de emprender un modo nuevo de comportarse, de gozarse con el perdón que ha recibido.
Queridos hermanos. Nosotros también necesitamos que Jesucristo tenga misericordia con nosotros, porque pecamos con mucha frecuencia; a veces, incluso con pecados graves. Si nos acercamos a él, como la mujer de la parábola de hoy, encontraremos la misma respuesta: «Tus pecados quedan perdonados». Como nos ha recordado en varias ocasiones el Papa Francisco. Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. ¡No nos cansemos!, ¡no dejemos a un lado el sacramento de la Penitencia, que es donde Jesús sigue perdonando nuestros pecados. Dicen los entendidos, que antes había pocos psicólogos, porque había muchos confesores y muchos penitentes. La gente iba al sacramento y salía curada de sus heridas y con la ilusión de emprender una vida nueva. Hoy nos hemos privado de este gran sacramento de curación y de sanación. Y, como la conciencia nos recrimina, perdemos la alegría y hasta caemos en complejos de culpabilidad. Volvamos nuevamente a Jesucristo, que no nos condena sino que nos perdona y estimula.
Por otra parte, a veces es indispensable hacerlo. ¿Por qué? Porque no se puede comulgar sin confesión previa, cuando hemos ofendido gravemente al Señor. No basta con que nos apetezca o que sean muchos los que se acercan. La Iglesia exige que los que se sienten reos de culpas graves no se acerquen a la comunión sin haber recibido antes la absolución sacramental. Esta noche de Espigas es una buena oportunidad para pensar cómo son nuestras comuniones, en qué condiciones nos acercamos a recibir sacramentalmente al Señor. En los primeros siglos de la Iglesia, un diácono decía inmediatamente antes de la comunión: «Lo santo para los santos. Que se acerquen los que estén limpios».
Pidamos hoy al Señor que nos dé una conciencia recta y delicada para comulgar bien. Pidámosle también que no tengamos nunca vergüenza de acercarnos al sacramento del perdón y de no cansarnos de suplicar su perdón y su misericordia.