Verano, vacaciones y cultura del encuentro

Mensaje del arzobispo de Burgos, don Fidel Herráez Vegas, para el domingo 16 de julio de 2017.

vacaciones

 

Cuando llega el verano y nos vemos envueltos, casi sin darnos cuenta, en un ambiente vacacional, pienso que es una buena ocasión para recordar y comprender el sentido de la llamada «cultura del encuentro», a la que nos invita repetidamente el Papa Francisco y que él mismo intenta practicar de modos tan diversos. La Iglesia en general, y cada cristiano en particular, deben contribuir a crear esa cultura del encuentro, tan necesaria en un mundo cargado de incomprensiones y tensiones. Y «el verano, dice precisamente el Santo Padre en una de sus homilías, que da a muchas personas la oportunidad de descansar, es también un tiempo favorable para cuidar las relaciones humanas; estamos acostumbrados a una cultura de la indiferencia y tenemos que trabajar y pedir la gracia de realizar una cultura del encuentro».

 

Nuestra época ha sido caracterizada como «época de la movilidad». Hace un par de semanas os hablaba del tráfico y de los medios de transporte que en tan gran medida han cambiado nuestro estilo de vida. Gracias a ello son más frecuentes los viajes y los desplazamientos, que se multiplican durante las vacaciones. Millones de personas se ponen en movimiento para salir del entorno cotidiano, para descansar y disfrutar de unas semanas de ocio, para conocer nuevas tierras y nuevas costumbres, para ampliar y enriquecer la propia experiencia… Por eso el proyecto de vacaciones, por sencillo que sea, y ojalá pudieran tenerlo todos o los más posibles, se vive con ilusión y con alegres expectativas.

 

Pero es importante que no vivamos estos momentos de modo irresponsable o indiferente, sino con actitud humana y cristiana. En las playas, en las autopistas, en los hoteles, en las estaciones, en los aeropuertos, circulan un sin número de personas. Alguien ha designado a esos espacios «no lugares», porque la gente se encuentra de paso, en condiciones de anonimato y masificación; ciertamente no hay ocasión para el diálogo ni para la comunicación, pues cada uno (o cada grupo) va pensando solo en sus planes y objetivos.

 

Deberíamos tener la sensibilidad de contemplar como personas a quienes se encuentren con nosotros, a lo largo del verano; cada una de ellas –como nosotros mismos– llevan sus anhelos y sus sueños, también sus miedos y sus angustias. Por eso, nadie debe ser mirado como parte de una masa anónima sino como alguien que merece un profundo respeto. Y con la misma mirada debemos contemplar a quienes están trabajando para que los otros puedan disfrutar de su ocio y de su descanso.

 

Desde esa actitud fundamental son posibles muchos encuentros. Porque encontrarse es mucho más que cruzarse con el otro. Un gesto, una sonrisa, una palabra, acercan a las personas, y en ocasiones puede desembocar en una conversación, en un diálogo, en un apoyo, en una relación duradera, en una amistad. Es un trabajo de artesanía, como dice el Papa Francisco, que se realiza desde la sencillez y desde la humildad, desde lo concreto de las relaciones personales; pues éstas facilitan la aproximación y la cercanía y ayudan a superar distancias e incomprensiones.

 

El Papa se ha propuesto en su ministerio la promoción de una cultura del encuentro para tender puentes de diálogo y para buscar lo bueno que hay en otros que son distintos. Él ha intentado por esta vía desactivar situaciones de conflicto o focos de violencia poniendo en relación a las personas concretas. Y ese modo de actuar le ha convertido en un líder reconocido también por los no cristianos como artífice de la paz. Así, como le gusta repetir, se generan procesos y se consolidan actitudes que van transformando a las personas y las sociedades. Pues propiciar la cultura del encuentro significa, en su sentido más hondo, establecer caminos que van de la comunión eclesial a la fraternidad universal, al engranaje social, en el que la Iglesia puede aportar la unidad y la caridad que son señas de su propia identidad.

 

Nosotros también, desde la sencillez de nuestras posibilidades, tenemos ocasiones para colaborar en esa importante misión. Las vacaciones, tanto cuando viajamos como cuando entramos en relación con turistas y extranjeros en nuestra propia ciudad, nos permiten sin duda poner en obra la acogida y la hospitalidad, el acercamiento y la amabilidad, la proximidad y la convivencia. Así que os invito y os animo a hacer del tiempo de vacaciones:

 

  • un encuentro con Dios, que es quien pone la alegría y el descanso en nuestro camino;
  • un encuentro con nosotros mismos para renovar energías, proyectos y esperanzas;
  • y un encuentro con quienes tengamos alrededor, empezando por la propia familia, para disfrutar del verano haciendo también algo para que disfruten los demás.

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