«Pascua del Enfermo: donde ninguna lágrima se pierde para Dios»

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«Pascua del Enfermo: donde ninguna lágrima se pierde para Dios»

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Escucha el mensaje de Mons. Iceta

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, sexto domingo del tiempo pascual, celebramos la Pascua del Enfermo y revestimos nuestro corazón de misericordia para orar con y por aquellos que están atravesando el arduo camino de la enfermedad.

 

Este día, además, concluimos la Campaña del Enfermo que ha ido colmando de esperanza una delicada prueba que, tantas y tantas veces, se instala en el alma dolorida de esos hermanos nuestros, santos de andar por casa y de la puerta de al lado, que experimentan sentimientos de miedo, incertidumbre o desánimo.

 

Convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas (Jer 31, 13), reza el lema de esta jornada, que pone fin a la Campaña del Enfermo. Campaña que, como señalan en su mensaje los obispos de la Subcomisión Episcopal para la Acción Caritativa y Social, vivimos «en el contexto de la preparación del jubileo de 2025» y que se fundamenta en la oración y en la confianza como elementos claves que «nos abren a la esperanza que permite no sucumbir ante la tristeza y el sufrimiento».

 

Al mismo tiempo, los obispos destacan que «como Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí, así cada uno presentamos delante de Dios a los enfermos». Y si no vivimos nuestra fe desde esta certeza, ¿cómo podremos decir que somos el reflejo vivo de la mirada del Señor?

 

Los cristianos estamos llamados a amar al prójimo, a ese sentir samaritano que nunca pasa de moda, a vivir este mandamiento que el Señor pide a los discípulos y que tiene una concreción especial en los más débiles y necesitados. Y no podemos creer de otra manera: o somos samaritanos o no comprendemos el fundamento del seguimiento de Jesús muerto y resucitado, esperanza y vida de la humanidad sufriente.

 

Pero no basta únicamente con curar; hay que cuidar, acompañar, aliviar, estar dispuesto a salir al paso del que sufre y consolarle en sus momentos más difíciles. Sin tiempos que imposibiliten el amor donado, sin excusas de poco valor humano, sin barreras germinadas en arenas movedizas. Porque el amor verdadero no entra en consideraciones de si el hermano que sufre proviene de un lugar u otro, de una coincidencia de ideas o de formas similares de pensar; porque amor con amor se paga, y quien está al otro lado de la puerta pidiendo ayuda es, por encima de todo, mi hermano.

 

¿Acaso alguno de nosotros no tiene alguna herida en su cuerpo o en su espíritu? Y si nos encontramos en una situación de necesidad, incertidumbre o desesperación, ¿no querríamos encontrar una mano que calmase nuestro sufrir?

 

Al hilo de este sentir, recordamos las palabras que el Papa Benedicto XVI afirmó en un discurso a los participantes de la Conferencia Internacional del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud en noviembre de 2012, donde –haciendo alusión a los enfermos– elogió su «testimonio silencioso» como «signo eficaz e instrumento de evangelización» para sus cuidadores y familias. Teniendo la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios», manifestó que son «los hermanos de Cristo paciente» y, con Él salvan al mundo.

 

Reconozcamos el rostro de Cristo en quienes sufren y permitamos, como revela el Papa Francisco en Evangelii gaudium (n. 6), que la alegría de la fe se despierte «como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias». Hagámoslo y seamos fuente de fortaleza y esperanza que, en la debilidad, la zozobra y la enfermedad, ofrece en nombre de Cristo una mano amiga que trate con amor y paciencia.

 

Con María, que custodió en sus entrañas al Hijo de Dios, estamos llamados a vivir de modo cotidiano la caridad en el cuidado de los enfermos y los necesitados. Que Ella, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza, nos enseñe a ser sensibles ante todo sufrimiento y a servirles con corazón generoso.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«La Pascua de la familia»

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La Pascua de la familia

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Escucha el mensaje de Mons. Iceta

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Con la mirada puesta en la familia como célula básica y primordial de la vida social y eclesial, y consciente de la imperiosa necesidad de cuidarla, protegerla e impulsarla, he propuesto en nuestra archidiócesis la institución de la Pascua de la familia que se celebrará cada quinto domingo de Pascua.

 

En nuestra Iglesia burgalesa deseamos impulsar la pastoral familiar en todas y cada una de sus dimensiones y, para ello, la delegación para la pastoral familiar ha elaborado un plan que desarrollaremos durante los próximos tres cursos pastorales. Un proyecto con el deseo de poner la mirada en la realidad actual de la familia para reconocer sus actuales esperanzas y desafíos, interpretar su realidad actual a la luz del plan de Dios sobre la familia y elegir las acciones que secunden y lleven a cabo lo que Dios quiere para todas y cada una de las familias que conforman nuestra Iglesia diocesana.

 

Ahora que el matrimonio y la familia atraviesan incomprensiones, fragilidades y tribulaciones de diverso signo, qué importante es estar atentos y disponibles para dar respuesta a quienes necesitan luz, orientación, protección y apoyo.  Así, siendo conscientes de que los ámbitos sociocultural y pastoral anhelan una llamada a extender la propuesta cristiana del matrimonio y familia como respuesta profunda a los interrogantes más profundos de la persona y de la sociedad, desde nuestra Iglesia que peregrina en Burgos deseamos que la familia sea el núcleo y nudo gordiano que armoniza e integra los demás ámbitos pastorales: caridad, vocaciones, trabajo, infancia, juventud, educación, personas mayores…

 

Si la pastoral familiar es el núcleo donde convergen los diversos ámbitos pastorales, esta propuesta de Iglesia como familia de familias vislumbra en la Sagrada Familia de Nazaret el punto de partida de la tarea evangelizadora.

 

A la luz de esta mirada que desea reconocer, revelamos la necesidad de descubrir los caminos para que cada familia viva su propia vocación según el plan de Dios. Vivir hoy la fuerza del amor del sacramento del Matrimonio es hacer frente a ideologías de diverso signo que lo deforman y someten. Asimismo, la fidelidad matrimonial requiere de cuidado y acompañamiento para vivir con alegría y esperanza este precioso don.

 

Las familias cristianas buscan en la parroquia un hogar que las acoja, y solo si vivimos con el corazón dispuesto a servirlas, seremos el vivo reflejo del Señor. Esto requiere una escucha activa que atienda las demandas y necesidades que acechan el corazón de muchas familias con dificultades; pero, si nos fiamos de la Palabra, volveremos a ser testigos de que «no hay nada imposible para Dios» (Lc 1, 37).

 

En la familia se refleja la «imagen y semejanza» de la Santísima Trinidad, misterio de comunión del que brota todo amor verdadero (cf. Amoris laetitia, 71). Una realidad actual que es preciso interpretar a la luz de la Palabra de Dios para llegar a comprenderla en profundidad. Si la familia es el santuario de la vida y el lugar donde es engendrada y cuidada, debemos proteger y cuidad siempre tanto a la madre como al niño que se gesta en su seno como un don precioso que se concede a la humanidad. Una llamada, entre tantas otras, a vivir el amor conyugal y a ser signo del amor de Cristo y la Iglesia (cf. AL, 72) que impulsa la misión evangelizadora de la familia, testimoniando la misericordia de Dios.

 

Esta pastoral exige de una formación específica de sacerdotes, diáconos, miembros de la vida consagrada y laicos, especialmente familias, capaces de configurar la comunidad parroquial como una familia de familias. La pastoral familiar establece una alianza de toda la comunidad eclesial con las familias, con una intención clara: convertir a cada familia en realidad evangelizadora, apoyando y acompañando su vocación y misión.

 

El plan presentado por la delegación de pastoral familiar ha elegido un abanico de propuestas pastorales que comprenden, entre otras, la educación afectiva, el acompañamiento en el noviazgo y en la vida matrimonial y familiar, la formación de agentes pastorales en este campo, el cuidado de la fragilidad, la promoción de esta pastoral en comunidades parroquiales, instituciones educativas y movimientos eclesiales, la presencia de iniciativas familiares en el ámbito público, y la defensa de la vida dese su concepción hasta la muerte natural.

 

Pedimos a la Virgen María que cuide de nuestras familias y nos haga eternamente suyos; para que nunca dejemos de mirar con los ojos de la Sagrada Familia de Nazaret.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Conscientes de nuestra vocación y misión»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

La Iglesia celebra hoy, domingo del Buen Pastor, la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones y la Jornada de Vocaciones Nativas con el lema Hágase tu voluntad. Todos discípulos, todos misioneros.

 

Todos los días hemos de interrogarnos por el sentido de nuestra vocación, por la fuente que brota desde el Costado de Jesús hasta lo más íntimo de nuestro ser, por los frutos de la misión que Dios ha puesto en nuestras manos.

 

Esta jornada de oración nos invita a entrar en lo más profundo de nuestro ser y, al mismo tiempo, desean suscitar en nosotros una respuesta al seguimiento de Cristo, así como invitar a toda la comunidad cristiana a orar por las vocaciones y para su necesario acompañamiento y sostenimiento.

 

Hágase tu voluntad. Todos discípulos, todos misioneros. Este lema, que nace de la oración del Padrenuestro, recuerda a un Dios providente que –tal y como destaca la Delegación de Vocaciones de la Conferencia Episcopal– «busca nuestro bien» y, como María, nos alienta a «unirnos a ese plan, en escucha y obediencia, hasta decir ‘Hágase en mí según tu Palabra’». Asimismo, como discípulos y misioneros del Maestro, somos enviados por Él a vivir y anunciar el Evangelio, «siempre aprendiendo y siempre enviados».

 

Jesús es el pastor que viene a buscar al rebaño que el Padre le ha confiado. Y si el Señor es nuestro pastor y con Él nada nos falta (cf. Sal 22), ¿acaso no es esta la razón primera de nuestra esperanza? Él llevó nuestras debilidades y caídas en su propio cuerpo sobre el madero y nos sanó con sus heridas (cf. 1 Pe, 24-25) por una sola razón: para hacernos hijos predilectos. ¿Cómo? Cuidando de nosotros, defendiéndonos en los peligros, acompañándonos cuando más duele la prueba, entregándose hasta el último aliento y dando su propia vida para que vivamos con Él y para Él.

 

La mansedumbre del Señor, quien conoce a las ovejas por su nombre y cuida con ternura de cada una de ellas como si fuera la única, recuerda la necesidad de las vocaciones sacerdotales, de personas dispuestas a dejarlo todo para anunciar y celebrar el mensaje de gracia y salvación, ofrecer la vida de Jesús, predicar su palabra, acompañar al herido, consolar al triste, dar de comer al hambriento y ser llama de amor viva en el mundo: tanto es el amor del Buen Pastor por nosotros que, tras llegar a casa después de una dura jornada de trabajo, se da cuenta de que le falta una y sale a buscarla hasta encontrarla y volver a casa con ella sobre sus hombros (cf. Lc 15, 4-5).

 

Decía San Juan Pablo II que, «desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, el Sacramento de la Eucaristía ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza» (EdE 1). Si la Iglesia vive de la Eucaristía, toda la Iglesia está concernida en que este misterio pueda ser habitualmente celebrado en todas las partes del mundo. Por eso, la oración que el Señor nos invita a realizar para que «el dueño de la mies envíe operarios a su mies» (cfr. Mt 9, 38) incumbe a toda la Iglesia. Todos sus miembros, cada uno según su propio carisma, debemos colaborar en suscitar las vocaciones al ministerio ordenado para que este sacramento sea siempre celebrado; cuidar su crecimiento y formación; y después, ya ordenados, acompañar y sostener su vida y ministerio.

 

«Rezar no es pensar mucho, sino amar mucho», decía santa Teresa de Jesús. Y esta jornada de oración nos anima a amar mucho, tanto en las comunidades que tenemos más cerca como en los territorios de misión donde la llama de la vocación permanece encendida, pese a los diversos impedimentos que puedan aparecer bajo el barro de esas tierras.

 

Todos somos discípulos y misioneros y, por tanto, enviados a llevar el corazón del Buen Pastor allí donde Él desea que vivamos nuestra fe.

 

Hoy, con María, decimos que sí al plan de Dios, para que se haga en nosotros según su Palabra y para que, cuando más nos cueste creer, pongamos en la oración la razón de nuestra alegría: «Aférrate a María como las hojas de la hiedra se aferran al árbol; porque sin nuestra Señora no podemos permanecer» (Madre Teresa de Calcuta).

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Por un trabajo que construya dignidad»

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«Por un trabajo que construya dignidad»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, por cuarto año consecutivo, celebramos en nuestra Iglesia burgalesa la Pascua del Trabajo. Con el lema Por un trabajo que construya dignidad, nuestra archidiócesis está comprometida de manera muy especial con la defensa del trabajo digno, con una implicación que aúna diferentes realidades y sensibilidades y que pone el corazón de la persona en el centro.

 

Así, desde octubre del año pasado hasta junio de 2024, la archidiócesis ofrece formación con la única intención de ofrecer una visión clara y fidedigna sobre el trabajo digno según la Doctrina Social de la Iglesia, así como denunciar las situaciones que precarizan y deshumanizan el trabajo. En este sentido, parafraseando la expresión de Jesús de que “mi Padre hasta ahora trabaja y yo trabajo” (Jn 5, 17), la Delegación para la Pastoral del Trabajo recuerda que, en el principio, «el trabajo aparece como empeño divino: Dios es el primer Trabajador porque trabaja para crearnos, es decir, el ser humano es fruto del trabajo divino». Un sentir que rememora cómo Dios crea al ser humano con su trabajo y, por ello, está satisfecho y gozoso: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno» (Gen 1, 31).

 

Un Dios alfarero (cfr. Jr 18, 1-23) que ha creado al ser humano a imagen y semejanza suya (Gn 1,26-28). Y, como tal, el trabajo es realización de la imagen divina que Dios ha plasmado en nuestro ser, tanto para el ímpetu de la faena como para la belleza del descanso.

 

«Es necesario afirmar que el trabajo es una realidad esencial para la sociedad, para las familias y para las personas», expresó el Papa Francisco a los trabajadores de la Fábrica de Aceros Especiales de la ciudad italiana de Terni, en marzo de este año. Su principal valor «es el bien de la persona humana», ya que «la realiza como tal, con sus actitudes y sus capacidades intelectuales, creativas y manuales», continuó, para expresar que de esto se deriva que «el trabajo no tenga solo un fin económico y de beneficios», sino ante todo «un fin que atañe al ser humano y a su dignidad. ¡Y si no hay trabajo esa dignidad está herida!».

 

No podemos olvidar que el trabajo es una de las realidades más significativas donde acontece la vida de las personas. Y ahí debe estar la Iglesia, siendo refugio seguro, implicándose con el débil, curando las heridas –siempre inaceptables– de aquellas personas que han sido dañadas en su dignidad.

 

La Delegación de Pastoral del Trabajo reconoce que cualquier labor, hecha desde Dios, «sirve como alabanza para el Creador, es servicio y entrega a Dios», mientras que esa misma tarea, concebida sin Dios, «deriva en fatiga, sudor y servidumbre».

 

Si nosotros, que somos seguidores del Maestro (como lo fueron aquellos apóstoles que denunciaron las injusticias y las deslealtades al Reino de Dios), fuéramos complacientes con ese dolor injusto y no nos reveláramos ante el pensamiento de aquellos que ven sólo números y resultados donde realmente hay personas, vana sería nuestra fe.

 

Jesús aprendió de san José el oficio de carpintero. Una tarea que le hizo comprender la importancia de trabajar en la realización no sólo de uno mismo sino también de los demás. Porque el trabajo es imprescindible para el desarrollo integral del ser humano, para dar sentido a su vocación y completar así el plan de Dios; y no solo dignifica a la persona, sino que además la convierte en co-creadora con Él y con los demás.

 

Cuando olvidamos poner a la persona en el centro de las decisiones, es inevitable que la injusticia llame a la puerta para apagar la esperanza. Y la Iglesia ha de hacer llegar allí donde escasea el Amor, el vino y el pan del banquete, convertidos en Cuerpo y Sangre de Cristo, para alimentar al mundo con la Buena Noticia del Evangelio, que no es capaz de descansar hasta que el último de los hijos de Dios haya dejado atrás la amargura del sufrimiento.

 

Las manos de María atestiguan el trabajo que nunca descuidó, en favor de su Hijo y del Reino de Dios. Manos de madre y de esposa; manos colmadas de entrega y trabajo, de consuelo y cuidado; manos abiertas sin tregua y sin medida. Hoy nos aferramos a esas manos maternales que siempre estuvieron atravesadas por el amor y la ternura.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«La misericordia, camino de fraternidad y de paz»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con este pensamiento que el Señor le inspiró a santa María Faustina Kowalska y que escribió en su Diario, hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Una fiesta que desea hacer llegar al corazón de cada persona, tras la Pascua de Resurrección, un mensaje, un encargo, un mandamiento de amor: «Cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia» (Diario, 723).

 

Un canto a la misericordia, a la compasión desmedida, al perdón infinito. El Señor, a través de la mirada y el corazón de santa Faustina, desea conceder inimaginables gracias a quienes pongan su confianza por entero en sus manos.

 

«La misericordia es el camino de la salvación para cada uno de nosotros y para el mundo entero», reveló el Papa Francisco en 2022 a un grupo de peregrinos reunidos en el Santuario de la Divina Misericordia de Cracovia, donde hacía veinte años san Juan Pablo II había encomendado al mundo esta advocación. El Papa Wojtyla lo hizo con el «deseo ardiente» de que el mensaje de amor misericordioso de Dios, proclamado allí a través de santa Faustina, «llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza». Y lo manifestó con unas palabras que aún guardo con especial devoción: «Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir ‘la chispa que preparará al mundo para su última venida’».

 

Siguiendo los pasos de santa Faustina y de san Juan Pablo II, seamos apóstoles y testigos de la misericordia, vivamos este don como verdaderos hermanos y empapemos este mundo de misericordia. Pero no solo con nuestras palabras, sino ante todo, con nuestra manera de ser y de obrar, con nuestras actitudes y gestos, con nuestras tareas y obras.

 

Decía san Josemaría Escrivá que Jesucristo nos busca como buscó a los dos discípulos de Emaús, «saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó e hizo que tocara con sus dedos las llagas abiertas en las manos y en el costado» (Es Cristo que pasa, n. 75). Asimismo, «está siempre esperando que volvamos a Él», precisamente «porque conoce nuestra debilidad» (idem). Y ese es el camino para encontrarnos con Él y encarnar su mirada resucitada en la nuestra; desde la fragilidad, desde la pobreza personal, desde ese cuidado al prójimo que no conoce condiciones, ni muros, ni fronteras. Al fin y al cabo, la misericordia debe definir nuestra actitud ante cada persona y acontecimiento de nuestra vida.

 

Este Domingo de la Divina Misericordia nos invita a compartir a manos llenas el tesoro inagotable que cobija un corazón que se ha dejado cautivar por el Señor. Solo así podremos llegar a construir una sociedad profundamente humana, fraterna, justa y pacífica, que sea capaz de opacar el propio yo para iluminar la entraña de la tierra.

 

Seamos como Jesús, quien –en la Cruz– otorga su perdón y ora por quienes lo han crucificado (cf. Lc 23, 34.43).

 

Para abrazar por entero la misericordia y sus obras –tanto espirituales como corporales–, a veces, hemos de acariciar la aspereza de la cruz y caminar por las estaciones del vía crucis hasta llegar a la Resurrección. Así, «en la medida en que nos configuramos con Cristo que se entrega, somos transformados», decía san Bernardo. Por tanto, obrando siempre con santidad y justicia (cf. Mt 5, 20), venceremos la dureza del corazón ante la llamada de Dios.

 

Le pedimos a María, Madre de la Misericordia, que nos enseñe a confiar plenamente en Dios y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo por medio de nuestras palabras, acciones y oraciones. Porque no podemos olvidar que la fe sin obras, «por muy fuerte que sea», como dejó escrito santa Faustina, «es inútil» (Diario, 742).

 

Con mi felicitación pascual, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos