Reunidos en el nombre del Señor

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Nos vamos adentrando en el nuevo curso con la humilde confianza y la firme decisión de quien comienza «en el nombre del Señor», como os propongo en mi reciente Carta al Pueblo de Dios en Burgos. Las palabras del salmo 144, en la liturgia de hoy, «cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente» (v. 18), nos confirman en la fe de su presencia en medio de nosotros, y nos alientan para poner en marcha tareas, proyectos y actividades pastorales al servicio de nuestro compromiso evangelizador.

 

El Papa viene hablando en sus audiencias de los miércoles de la evangelización y de la presencia de la Iglesia en la sociedad, después de la pandemia y en el momento presente todavía tan amenazado e inseguro: Cómo ha de ser la evangelización en medio de esta realidad para echar raíces, estar presentes, discernir, y ofrecer signos de esperanza. Cómo seguir adelante para proponer desde el Evangelio, un nuevo estilo de vida personal, familiar y social que nos devuelva un mundo distinto, más acorde con los planes de Dios. Es verdad que vivimos atrapados en una pandemia a nivel mundial; pero puede ser un tiempo único para volver al Evangelio y aportar nuevos caminos para la salud de la humanidad. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Evangelii Gaudium, 11).

 

La pandemia ha puesto de relieve nuestra interdependencia; todos estamos vinculados, los unos con los otros, todos nos necesitamos. Si hemos aprendido algo de esta situación y queremos salir mejores, no podemos hacerlo solos, debemos hacerlo juntos. Por eso al decir «reunidos en el nombre del Señor» subrayo hoy la palabra «reunidos», presencialmente cuando se pueda, pero siempre unidos en comunión fraterna y eclesial, viviendo algo tan profundo como es la dimensión comunitaria de la vida cristiana. Quiero acentuar este punto, aunque sea brevemente. Ahora que, entre dificultades y cautelas, estamos intentando un progresivo retorno a la normalidad, es conveniente que vayamos volviendo también a la normalidad en la vivencia comunitaria de la fe. Que en la medida de lo posible, tan pronto como las circunstancias lo permitan y observando prudentemente las prescripciones sanitarias, vayamos ya participando presencialmente en la vida eclesial, en la Eucaristía y otras celebraciones litúrgicas,

 

Es algo que también nos está recordando el Papa estos días, tras aprobar una carta de la Congregación para el Culto Divino dirigida a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. El texto es una llamada a «Volver con alegría a la Eucaristía». En él se profundiza en el significado teológico de la dimensión comunitaria; se valora el servicio que los medios técnicos han ofrecido y ofrecen en circunstancias excepcionales o necesarias; pero «ninguna transmisión, se dice, es equiparable a la participación personal ni puede reemplazarla». También dice el Papa, en una homilía anterior, que: «esta familiaridad de los cristianos con el Señor es siempre comunitaria. Sí, es personal, pero en comunidad. Cuando se utilizan los medios técnicos, estamos todos comunicados, pero no juntos, solo espiritualmente juntos … También en el sacramento, en la Eucaristía, la gente que está conectada con nosotros solo tiene la comunión espiritual, y esta es la Iglesia en una situación difícil, que el Señor permite, pero el ideal de la Iglesia es estar siempre como pueblo y con los sacramentos» (17.04.2020).

 

Efectivamente las celebraciones litúrgicas piden, siempre que se pueda, la presencia, la reunión de la asamblea eclesial, la mediación de signos y símbolos, palabras, silencios, cantos y gestos. Se trata de elementos humanos visibles, indispensables para que podamos acercarnos como comunidad a celebrar la Pascua del Señor Resucitado. Por todo ello, respetando las normativas sanitarias y los posibles temores de algunas personas, os animo a retomar, dentro de lo posible, nuestros encuentros eclesiales. Os invito a experimentar la presencia del Señor cada vez que nos reunimos para la catequesis o los grupos de formación en sus diversos niveles; cada vez que somos convocados a celebrar la Eucaristía, los sacramentos y otros actos de piedad; cada vez que participamos en los grupos de la Asamblea, en nuestras actividades caritativas y sociales…

 

El Espíritu camina junto a nosotros y nos irá orientando en cada momento para comprender qué hemos de seguir haciendo; ese mismo Espíritu que habita en nuestros corazones y que es el alma de la Iglesia. Que Santa María, llena del Espíritu, nos ayude a seguir sintiendo la alegría de la fe al encontrarnos de diversas maneras como comunidad creyente, reunidos en el nombre del Señor.

Mirando hacia adelante, fijos los ojos en Jesús

por redaccion,

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Alguien ha escrito, y me gustaba al leerlo uno de estos días, que «la fe es como el pájaro que canta cuando el amanecer está todavía oscuro». El amanecer siempre trae esperanza, pero si aún está oscuro ha de alentarnos con fuerza especial la fe. Pienso que el Señor nos regala este nuevo curso para crecer en la fe, permanecer en la esperanza y, en las actuales circunstancias, desvivirnos en la caridad.

 

En continuidad con lo que os decía el domingo pasado, al referirme al comienzo del curso pastoral, es el momento de mirar hacia adelante. Ha finalizado el Plan Pastoral Diocesano, Discípulos Misioneros, planificado para los años 2016-2020. Ahora el Espíritu nos sostiene para afrontar con confianza y responsabilidad el presente; y nos empuja hacia el futuro porque Él mismo nos está esperando y nos va marcando el camino. Así actuó en el primer Pentecostés con la Iglesia naciente, y así seguirá actuando entre nosotros haciéndonos experimentar el amor que supera todos los miedos.

 

Para ello nos ha de ayudar de modo especial la Asamblea Diocesana, que tiene como temas inmediatos la responsabilidad de cada uno de los bautizados en la vida y misión de la Iglesia, y la calidad de nuestro testimonio y de nuestro compromiso en favor del Reino de Dios en medio de la sociedad. En este sentido la Asamblea nos permitirá recoger las orientaciones del reciente Congreso Nacional de Laicos. Igualmente, el Año Jubilar en la conmemoración del VIII Centenario de la Catedral debe alimentar nuestra conciencia diocesana, profundizar nuestra vida espiritual y consolidar nuestra presencia en la vida social.

 

No podemos ignorar que la situación creada por la pandemia con su rápida difusión, alterando la vida ordinaria y trastocando tantos aspectos sociales, religiosos, civiles, sanitarios y económicos, ha provocado en muchos miembros de nuestra Iglesia desconcierto e inseguridad ante algo a lo que no estábamos acostumbrados. Ha roto nuestras rutinas, a veces ha puesto a prueba la fe y ha cuestionado nuestras seguridades; y por ello ha suscitado en todos la necesidad de discernimiento y de opciones claras y conscientes. Muchos habéis salido fortalecidos de la dificultad y habéis reafirmado vuestro compromiso cristiano. Pero algunos han experimentado un debilitamiento en su vínculo eclesial o sienten dificultad de reincorporarse a la comunidad y a la vida ordinaria de la Iglesia. A todos deseo deciros que la Iglesia sigue siendo vuestro hogar y que, gracias a la presencia del Espíritu del Señor Resucitado y a la colaboración y buena voluntad de todos, seguirá convirtiéndose en hogar fraterno y abierto, tanto para los que se encuentran cansados y agobiados como para los que sienten un nuevo entusiasmo y dinamismo evangelizador. Quizás lo necesitamos más que nunca.

 

Comprendo la dificultad que cada uno de vosotros debe afrontar ahora para restablecer las tareas más inmediatas y urgentes en la parroquia, en el movimiento, en la asociación, en el colegio, en la catequesis, en el voluntariado… Me siento cercano a vosotros, valoro mucho este esfuerzo suplementario y novedoso y pido al Señor que os comunique su fuerza y su gracia. Pero, a la vez, os animo y os convoco para que no perdáis la mirada diocesana, para que os sintáis implicados en la Asamblea, en el Año Jubilar y en la Propuesta Pastoral para estos tiempos especiales. No son realidades distintas que se yuxtaponen unas a otras: es el mismo sujeto, la Iglesia en Burgos, la que está en Asamblea, la que celebra el Jubileo, la que está llamada a curar, cuidar y compartir. Nunca será una solución pastoral adecuada y duradera la que se logra de modo individualista, en el propio ámbito, trabajando de modo aislado, desentendiéndose de lo que nos afecta al conjunto. La revitalización y la solidez de nuestra Iglesia diocesana sólo es posible gracias a la aportación de todos, lo cual a su vez contribuirá a la solidez de las iniciativas particulares.

 

Comencemos así el nuevo curso, en el nombre del Señor, a la escucha del Espíritu, mirando hacia adelante y «caminando alegres con Jesús», como dice el lema de nuestra Asamblea. Fijos los ojos en Él para aprender a vivir y a mirar los acontecimientos y las personas con su misma mirada; para poner en los miedos, valentía; en las incertidumbres, discernimiento; en las recaídas, responsabilidad; en los egoísmos, servicio; para llevar a los lugares sufrientes y desesperanzados, en este tiempo crítico, la verdadera esperanza.

 

Pidamos a María, Virgen de la mirada fija en el Señor y presurosa para servirle en los demás, que nos ayude a vivir así el curso pastoral que ahora estrenamos: con la firmeza de su fe, la fuerza de su esperanza y la profundidad de su amor.

«En el nombre de nuestro Señor Jesús» (1Cor 5,4)

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Reanudamos nuestras breves comunicaciones semanales en este primer domingo de septiembre. El Señor nos sale al encuentro con las palabras del Evangelio propio de la Liturgia de hoy: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Sí, Él está con nosotros. Con esta certeza os animo a comenzar con fe, con alegría y con esperanza.

 

Después del paréntesis veraniego nos encontramos a las puertas de un nuevo curso, herido por las consecuencias de una enfermedad que aún sigue entre nosotros, lleno de incertidumbres que muchos estáis padeciendo, cargado de problemas laborales, económicos y sociales, y con muchas situaciones que dejan al descubierto nuestras vulnerabilidades. En este contexto, viviendo y compartiendo las luces y las sombras de esta realidad doliente, comenzamos un nuevo Curso Pastoral en nuestra Iglesia diocesana con la necesaria puesta en marcha de tareas, proyectos y actividades pastorales al servicio de nuestro compromiso evangelizador. Es un tiempo de prueba y de gracia. Y yo os invito, queridos hermanos, a situarnos ante este nuevo curso con la firme esperanza de quien comienza «en el nombre del Señor», atentos y a la escucha de su paso en tiempo de pandemia para saber qué quiere de nuestra comunidad diocesana y con la mirada hacia adelante, fijos los ojos en Jesús que camina con nosotros.

 

«Reunidos vosotros en el nombre de nuestro Señor Jesús…», dice el apóstol Pablo a una de sus comunidades (1 Cor 5, 4). ¡Cuántos signos hicieron los apóstoles, abriendo paso a la Iglesia naciente, en momentos también difíciles de incertidumbre, poniendo su confianza «en el nombre del Señor»! En esta etapa compleja siento que mi servicio como obispo vuestro adquiere todo su sentido para confirmar la fe del pueblo cristiano y para garantizar la comunión en la misión que tenemos como Iglesia en esta sociedad herida, dolorida y perpleja. Como nos recuerda el Papa Francisco, sé que «el obispo habrá de estar a veces delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados» (EG, 31). Pero siempre deberá estar atento para escuchar lo que el Espíritu Santo está diciendo a través del sentido de fe de los fieles cristianos.

 

Esta actitud es la que he deseado tener desde el inicio de mi servicio entre vosotros, lo ha sido en los duros momentos del confinamiento, y lo sigue siendo con más convicción en estos momentos de reemprender el camino de nuestra vida eclesial. En esta apertura de un nuevo Curso Pastoral, como os decía hace un par de meses, «pienso que la experiencia vivida nos debe llevar a construir un mundo distinto, porque el mañana no puede ni debe ser como el ayer» (Mensaje dominical, 5 de julio); por eso me gustaría soñar el futuro y avivar en vosotros la necesaria esperanza que nace de la fe y que se proyecta en la caridad, tan urgente hoy.

 

Ante todo, quiero agradeceros el protagonismo que muchos de vosotros habéis asumido para mantener viva la experiencia real de Iglesia en este tiempo de pandemia, en los duros momentos de confinamiento y a la hora del retorno a una cierta normalidad en la vida parroquial. De un modo especial expreso mi gratitud, en nombre de toda la diócesis, a quienes, a pesar de las dificultades, disteis continuidad a la Asamblea Diocesana, viéndola como una oportunidad para la escucha y el discernimiento comunitario, reflexionando de modo más directo sobre qué nos decía el Señor a su pueblo en estos momentos, y qué quería de nosotros; gracias, pues, a los distintos Consejos, a los Grupos de Asamblea y a los diversos movimientos y asociaciones.

 

Necesitamos seguir escuchando a Dios que pasa. Él nos habla en la difícil situación de una crisis mundial y en los pequeños acontecimientos de cada día. Pero Dios no es el huracán, ni el terremoto, ni el fuego, como nos recuerda la historia del profeta Elías (cfr. 1 Re 19,11-13). Dios es el susurro de la brisa suave que no se impone, sino que pide escuchar para discernir también en fraternidad, en comunión eclesial.

 

Comencemos así este curso, bajo el amparo de la Virgen Santa María. Que Ella nos acompañe y nos enseñe a caminar con fe y con esperanza «en el nombre del Señor».

Un curso pastoral distinto y un verano especial

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Para iniciar la reflexión de hoy, quiero tomar unas palabras de San Pablo en la 2ª Lectura de este último domingo del mes de julio: «Hermanos: sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28). Todo. El doloroso pasado reciente, el presente frágil todavía, el futuro inseguro… Todo. También el descanso estival que ahora nos llega, las pequeñas alegrías, las esperanzas que nos animan, la vida que se nos sigue regalando cada día con todas sus posibilidades… Todo en los planes de Dios sirve y servirá para nuestro bien. Es su Palabra. Y se cumple. Vamos a acogerla hoy y a guardarla en el corazón, para que ilumine y sostenga ahora y en todo momento nuestra vida.

 

Estamos finalizando un curso pastoral distinto y muy especial, porque los acontecimientos imprevistos han alterado profundamente el desarrollo normal de las actividades eclesiales. Precisamente mañana tendremos la celebración que hubiéramos deseado tener en su momento, para acompañar a cada persona y a cada familia con el consuelo de la fe cristiana y la cercanía de la Iglesia diocesana. Lo hacemos ahora con el funeral por todas las víctimas del Covid-19. Una celebración sentida e intensa para llevar ante el Señor en la Eucaristía, con un mismo abrazo, a quienes han fallecido, a quienes lloran su ausencia y a la comunidad cristiana que los acompaña como hermanos.

 

Al finalizar este curso se acumulan en mi corazón sentimientos profundos y diversos, que he ido manifestando en varios mensajes dominicales a lo largo de los últimos meses. No voy a insistir en ello, porque todos hemos sido testigos del sufrimiento que ha afectado a la mayor parte de nuestra población; y seguimos compartiendo la preocupación y la angustia de quienes ven en peligro su futuro profesional o laboral. En este ambiente, y con la ayuda de Dios, la diócesis ha recreado y actualizado este curso su actividad pastoral.

 

La Iglesia salió de los templos, precisamente cuando tuvieron que estar encerrados, para ir a donde había necesidad, para ser ese hospital de campaña que en algún momento comentamos. Se ha hecho cercana a través de los sacerdotes que han actuado como capellanes en el cementerio o en los hospitales, a través de los voluntarios que han prestado su servicio en tantos campos de la vida social, a través de quienes han mantenido, en la medida de lo posible, la vida y la presencia de las parroquias potenciando la familia como pequeña «Iglesia doméstica»… Gracias a muchos de vosotros el curso pastoral, con un estilo nuevo de hacer y de estar, ha sido una realidad experimentable. Debo expresar mi profunda gratitud igualmente a tantas personas que han contribuido activa y generosamente a preparar los templos para el retorno de las celebraciones litúrgicas. Habéis hecho posible el gozo del saludo y de la oración comunitaria, el reencuentro en torno a los sacramentos. Se ha evidenciado la entereza y la energía, alimentadas por la esperanza que brota de la fe. Ha sido una actividad pastoral participada que ciertamente servirá para dar profundidad y solidez en nuestra diócesis a la vivencia eclesial.

 

Ahora, ya ha comenzado el verano que, sin duda, es también un verano especial. Parece que nos cuesta decir con el gozo de años pasados «feliz descanso» o «felices vacaciones». Y, sin embargo, no puedo dejar de desearos felicidad, descanso, esperanza y tranquilidad. Todos lo necesitamos. En este periodo vacacional cambia el ritmo de vida para muchos de vosotros. Os deseo que lo aprovechéis para el descanso, que disfrutéis todo lo posible, con la prudencia requerida, de las reuniones familiares, de la vuelta a las raíces en los pueblos, del encuentro con amigos y conocidos. Pienso que es un verano especial, porque es una oportunidad para volver a tomar conciencia de muchas cosas que sentíamos y deseábamos cuando estábamos en confinamiento; un tiempo oportuno para «repasar» esas lecciones que entonces queríamos aprender: la necesidad de relativizar y poner orden en la vida de cada día para dar importancia a lo que es esencial; dejar que muchas cosas materiales por las cuales nos inquietamos den paso a los valores del espíritu; que las relaciones humanas y las personas con las que convivimos recuperen su importancia y su verdadero rostro; que pensemos en la necesidad que tenemos unos de otros, en la alegría de compartir, en los cuidados de los mayores y de los que están solos; que la naturaleza nos descubra su belleza y el daño que al dañarla nos hacemos a nosotros mismos; que dejemos que Dios entre en nuestra vida y contemos cada día con Él… Sí, será un verano especial si nos damos un tiempo para que estas lecciones calen en nuestro interior y nos vayan cambiando la vida,

 

Os animo a que participéis, en lo posible, en las celebraciones litúrgicas, allá donde estéis. Acercaos también a la Virgen, presente en tantas ermitas y santuarios que surcan nuestra geografía diocesana. Bajo su protección os dejo y os deseo de corazón ¡feliz descanso, feliz verano!

«Una mirada especial a los mayores»

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«Una mirada especial a los mayores». Así se encabeza la nota de los Obispos de la Conferencia Episcopal, sobre la Jornada por los afectados de la Covid-19 que tendrá lugar el próximo día 26. La Iglesia celebra este día la festividad de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen, y será un día dedicado de forma especial a los mayores, puesto que son los patronos de los abuelos. Este matrimonio santo no aparece citado directamente en los Evangelios; sin embargo, desde muy pronto el pueblo cristiano, tanto en oriente como en occidente, quiso festejar a los padres de la Virgen María. Será a partir de la Edad Media cuando esta tradición se fue extendiendo y ha llegado hasta nosotros, también en las representaciones artísticas y religiosas y en la dedicación de parroquias y ermitas, como muy bien conocéis. Es de agradecer que instituciones eclesiales y civiles lleven años resaltando este día como la fiesta específica de los abuelos, invitándonos a la celebración religiosa, familiar y social. En el marco de la Jornada a la que he aludido y en la festividad propia del día 26, quiero referirme hoy brevemente a los abuelos en la familia y a los mayores en la sociedad.

 

Una mirada especial a los abuelos. No es casual que la liturgia de la Palabra para esta festividad nos regale la parábola del Sembrador, que os comentaba el domingo pasado, para subrayar cómo en la mayoría de nuestros abuelos la semilla de la fe «cayó en tierra buena y dio fruto» (Mt 13,8), y gracias a ellos muchos de nosotros fuimos iniciados en la fe, porque fueron los sembradores de la semilla que recibieron. Los abuelos son también hoy, en la familia y en la comunidad cristiana, ejemplo y orientación para niños y jóvenes, colaborando en la pastoral evangelizadora de la Iglesia y ofreciendo el testimonio y la transmisión de valores esenciales para las futuras generaciones.

 

Benedicto XVI, en la celebración de la fiesta de San Joaquín y Santa Ana, resaltaba la importancia del rol educativo de los abuelos, que en la familia, decía, «son depositarios y con frecuencia testimonio de los valores fundamentales de la vida» (26.07.2009). Y el Papa Francisco, en la Audiencia a los participantes en el Congreso Internacional «La riqueza de los años», dice: «Hoy en día, en las sociedades secularizadas de muchos países, las generaciones actuales de padres no tienen, en su mayoría, la formación cristiana y la fe viva que los abuelos pueden transmitir a sus nietos. Son el eslabón indispensable para educar a los niños y los jóvenes en la fe» (31.01.2020). Reconozcamos, pues, que los abuelos son fundamentales para la familia y para la sociedad, no sólo por su irremplazable ayuda en todas las ocasiones sino porque, en la estructura familiar son historia viva que nos enseña a vivir. Con ocasión de la fiesta de los abuelos les felicitamos y nos felicitamos por el regalo de contar con ellos, si están entre nosotros o por la huella imborrable que dejan en nuestras vidas cuando ya no están.

 

Y una mirada especial de ánimo y esperanza para los mayores, en nuestra sociedad. Ya me he referido a ellos otras veces con motivo de la pandemia, porque los más afectados han sido los mayores. Han enfermado y han fallecido en gran número, en circunstancias especialmente dolorosas, y son los que más han sufrido la soledad, la confinación, y la distancia de sus seres queridos. Por eso nuestra mirada ahora, después del reciente pasado, ha de ser hacia adelante, pensando en el futuro. Tal como se dice en el comunicado de los Obispos: «Todo esto nos debe llevar a pensar, como Iglesia y como sociedad, que una emergencia como la del Covid-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad». Hemos de cambiar nuestra forma de pensar y de actuar con nuestros mayores. Desde el exquisito respeto a su dignidad y desde la valoración de sus aportaciones a la estabilidad familiar y al bien común de la sociedad, hemos de ofrecerles una atención y unos cuidados ricos en humanidad. No deberíamos olvidar las palabras del Papa Francisco en las que afirmaba que una sociedad que abandona a sus mayores y prescinde de su sabiduría, es una sociedad enferma y sin futuro, porque le falta la memoria. Los ancianos no son sólo el pasado, sino también el presente y el mañana de la Iglesia (Participantes Congreso citado «La riqueza de los años», 31.01.2020).

 

La Iglesia, en la Eucaristía de la Jornada del día 26, recordará a todos los afectados por la pandemia y en particular a las personas mayores, señalando su importancia en el ámbito familiar y social. Nosotros tendremos esa celebración especial el lunes, 27 de julio, a las 19:30 horas, en la Catedral. Agradezco que en nuestras comunidades parroquiales, congregaciones religiosas, movimientos y asociaciones estemos viviendo con una sensibilidad especial esta realidad. Que San Joaquín y Santa Ana intercedan por nuestros mayores y por todos nosotros.