Misa Crismal

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Catedral – 27 marzo 2013

1. Este es un día muy especial. Nos encontramos los sacerdotes de todo el presbiterio diocesano, concelebrando esta solemne liturgia de la Misa Crismal, en la que agradecemos el don de nuestro sacerdocio y renovamos con gozo nuestros compromisos sacerdotales. En ella consagramos también los Óleos con los que ungiremos a los nuevos bautizados, a los que reciben el don del Espíritu Santo en la Confirmación, y a los enfermos, llevándoles el consuelo y la fortaleza de Cristo y ayudándoles a convertir sus dolores en instrumento de redención.

Por otra parte, es una oportunidad especial para manifestaros mi gratitud por vuestra ayuda, callada y sencilla pero valiosísima. Sin ella, no podría cumplir las obligaciones de Pastor de esta querida diócesis. Gracias, muchísimas gracias, y que Dios os siga haciendo instrumentos de comunión y de fraternidad.

2. Este año querría reflexionar con vosotros sobre unas palabras de los compromisos sacerdotales. Son éstas: –»¿Queréis ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, por medio de la sagrada Eucaristía y de las demás acciones litúrgicas?». Estas palabras remiten a la Plegaria de ordenación sacerdotal. Allí se explicita e incluye expresamente el ministerio de la reconciliación. Se ha querido subrayar así la centralidad que tienen la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia en el ejercicio del ministerio sacerdotal.

3. Todos conocemos la crisis profunda que atraviesa este sacramento desde hace varias décadas. Es una crisis tanto más preocupante, cuanto que apunta a otra mucho más grave: la minusvaloración del pecado e incluso la pérdida de sensibilidad ante el mismo. No podemos aceptar esta situación, sino que ha de ser motivo de una renovada audacia en proponer de nuevo el sentido y la práctica de este sacramento. Entre otros motivos, porque es esencial para la vida cristiana, supuesta nuestra debilidad. Y porque es parte importante de la nueva evangelización, como repitió el Papa Benedicto XVI.

En el clima de Jueves Santo –al que de suyo pertenece la liturgia que estamos celebrando– sintamos la gracia del sacerdocio como una superabundancia de misericordia y redescubramos nuestra vocación como lo que realmente es: un «misterio de misericordia». Misericordia es, en efecto, la gratuidad con la que Dios nos ha elegido; misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aunque sepamos que somos pecadores; y misericordia es el perdón que él siempre concede y nunca rechaza, como no rechazó el de Pedro después de haber renegado de él, ni el de Pablo, después de haberle perseguido con saña. Misterio grande, hermanos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus ministros de entre los pecadores y convertirnos, como a Pablo y Pedro, en ministros de la reconciliación.

La experiencia de estos dos apóstoles nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios y entregarle, con sincero arrepentimiento, nuestras debilidades, reavivar la gracia que recibimos con la imposición de manos y volver a nuestro camino de santidad. Es hermoso poder confesar nuestros pecados y sentir el bálsamo del perdón. Sólo quien tiene la experiencia del amor del Padre, como lo describe la parábola del hijo pródigo –»se echó al cuello y le besó efusivamente»–, puede trasmitir a los demás el mismo calor, cuando ejerce como ministro del perdón. Hermanos sacerdotes: recurramos asiduamente al sacramento de la reconciliación y recuperemos fuerzas para enfrentarnos a la gravísima crisis que sufre este sacramento.

El pasado domingo, decía el Papa Francisco en la homilía de la Misa de Ramos: «No debemos creer al Maligno, que nos dice: No puedes hacer nada contra la violencia, la corrupción, la injusticia, contra tus pecados. Jamás hemos de acostumbrarnos al mal. Con Cristo, podemos transformarnos a nosotros y el mundo. Debemos llevar la victoria de la cruz de Cristo a todos y por doquier».

Lo que nos inspira confianza para afrontar decididamente la recuperación de este Sacramento es la fuerza de Cristo, la capacidad de cambiar los corazones que tiene el misterio de la Cruz, y el amor de Dios Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para salvarlo. En definitiva, no ponemos en nosotros mismos la capacidad de cambiar y convertir a los pecadores, sino reconocemos que es el poder y la fuerza de Dios.

Pero nosotros hemos de poner de nuestra parte lo poco que somos y poseemos. Porque Cristo quiere contar con ello, como quiso contar con los cinco panes y dos peces a la hora de realizar el prodigioso milagro. Eso poco es «nuestra disponibilidad», nuestra generosidad para administrar el sacramento del perdón. No tengáis miedo a meteros en el confesonario y estar allí un tiempo generoso en espera de los pecadores. La experiencia confirma que esas horas nunca terminan siendo vacías y vanas.

Y, junto a esa disponibilidad, la capacidad de acogida, de escucha, de diálogo, de paciencia y de amor. Sin olvidar la lógica de comunión que caracteriza este sacramento. El pecado mismo no se comprende del todo si se lo considera exclusivamente como algo privado, olvidando que afecta a todo el Cuerpo Místico, a toda la comunidad; y que hace disminuir su nivel de santidad. Con mayor razón, la oferta del perdón expresa un misterio de solidaridad sobrenatural, cuya lógica profunda se basa en la unión íntima que existe entre Cristo-Cabeza y sus miembros.

Por eso, os invito a que ayudéis al pueblo a redescubrir este aspecto del sacramento, incluso con liturgias penitenciales y con la práctica de la segunda forma prevista en el ritual: confesión y absolución individual en un marco comunitario. Esto nos ayudará también a reforzar nuestros lazos de fraternidad, pues tendremos que ayudarnos unos a otros en este tipo de celebraciones penitenciales.

Queridos hermanos: permitidme que concluya con unas bellísimas y esperanzadoras palabras del Papa Francisco, también en la misa de Ramos. Decía él: «No seáis nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo». Y daba este argumento: «Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo, sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar a este mundo nuestro».

Que Santa María la Mayor nos bendiga. Que Ella –refugio de pecadores, y madre y abogada de la divina gracia– traiga a los cristianos alejados, a los pies de quienes somos ministros de su Hijo en el ministerio de la reconciliación; para que así les devolvamos la alegría y el gozo que trae consigo volver a la casa paterna, a la casa de los hijos de Dios. Amén.

Canto de amor a la Semana Santa

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Cope – 24 marzo 2013

La Pasión y Resurrección son el momento culminante de toda la historia de Jesús de Nazaret. Toda su vida se encamina hacia el Calvario y a la mañana gloriosa de Resurrección. Los acontecimientos a través de los cuales se desarrolló este misterio se realizaron en la ciudad de Jerusalén y sus alrededores, en tiempo del emperador Tiberio, bajo el poder de Poncio Pilato, gobernador de Judea, siendo Caifás sumo sacerdote. Estas coordenadas espacio-temporales nunca más se han vuelto a juntar en la historia. A pesar de ser de tanta inhumanidad los hechos que se agolpan sobre Jesucristo en las últimas horas de su vida, los cuatro evangelistas han sido muy sobrios y discretos, dejando que sea el Espíritu Santo el que hable a través del texto. Estaban convencidos, por la fe en el Resucitado, de que una sola gota de sangre del Redentor hubiera sido suficiente para salvar al mundo y de que las llagas del Redentor son expresión de su fidelidad suprema al designio del Padre, y manifestación del amor a su voluntad soberana y santísima.

Desde la historia narrada por los evangelistas hasta nuestros días, el magno misterio de la Pasión y Resurrección de Jesucristo no ha cesado de asombrar a los hombres. Y lo han plasmado en formas muy variadas y expresivas. Se ha formado así una gigantesca y armónica coral integrada por predicadores y catequistas, escultores y pintores, miniaturistas monásticos y constructores de las grandes catedrales y retablos, poetas, literatos, músicos, orfebres, bordadores y un largo etcétera.

Dentro de este coro inmenso, los grandes autores de la tierra castellana ocupan un lugar destacado por su inmensa belleza, fuerza expresiva y sobrecogedora piedad. Baste recordar los Ecce Homo de Juan de Juni o los Cristos yacentes de Berruguete. El pueblo cristiano les impulsó a plasmar en piedra y madera el dolor, la compasión, la misericordia y, sobre todo, el inmenso amor que Dios nos ha mostrado en su Pasión. Ese mismo pueblo fue capaz de crear en torno a esas obras artísticas una variada y rica gama de actos piadosos: triduos, novenas, vía crucis, sermones de las siete palabras, procesiones y representaciones vivientes de la Pasión.

Nosotros hemos heredado ese inmenso tesoro de arte y de fe y hemos de apreciarlo, conservarlo, enriquecerlo, transmitirlo a las nuevas generaciones y, muy especialmente, vivirlo desde una fe consciente y renovada. Esta fe será capaz de llegar al corazón de tantas personas que no han conocido nunca a Jesucristo o que se han alejado de Él.

Yo os invito a todos los cristianos de Burgos y, de modo muy especial a los Cofrades de las diversas Cofradías y Hermandades, a participar en las celebraciones litúrgicas y actos de piedad popular de estos días. De modo que, entre todos, seamos capaces de convertir nuestras calles y plazas en un inmenso espacio en el que todos y cada uno podamos encontrarnos personalmente con Dios.

El misterio de Jesús de Nazaret, y, más en concreto, el de su Pasión y Resurrección, ha sido, y continuará siendo el rompeolas de la historia humana. Para los que creemos en Él, no ha existido ni existirá un acontecimiento con más repercusión a lo largo de los siglos. Al disponernos a revivirlo en la Semana Santa, contemplaremos a Cristo Crucificado y Resucitado con ojos de fe, sabedores de que Él también nos mira con inefable amor y compasión.

Domingo de Ramos

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Plaza de Santa maría – 24 marzo 2013

Con la celebración de hoy hemos entrado en la Semana Grande de nuestra redención. Hemos comenzado acompañando a Jesucristo, que hacía su entrada en Jerusalén como Mesías, como Redentor que venía a cumplir la misión que su Padre le había encomendado, de dar la vida por nosotros. Como los niños hebreos, hemos cantado llenos de alegría y entusiasmo: «¡Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, hosanna en lo alto del cielo!». Desde hoy se multiplicarán las celebraciones litúrgicas y populares para seguir acompañando a Jesucristo; primero, en la humillación de su Pasión y Muerte, y, después, en el triunfo de su Resurrección gloriosa. Yo os invito a participar en esas celebraciones con amor y fervor.

Pero no podemos engañarnos. Si al final de la Semana Santa no nos hemos encontrado con Jesucristo en el sacramento de la Reconciliación y en la reconciliación con los hermanos, la Semana Santa habrá sido –en el mejor de los supuestos– vistosa y sentimental, pero no habrá sido la Semana que Jesucristo espera de nosotros. Si al comenzar la Semana Santa estamos alejados de él, porque hace mucho que no nos confesamos o porque llevamos una vida desarreglada; y, al final de la misma, no hemos confesado nuestros pecados y recibido la absolución, la Semana Santa no ha sido realmente tal para nosotros. Más aún, corremos el riesgo de convertir nuestro ‘hosanna’ de hoy, en un ‘crucifícalo’, en la tarde del Viernes Santo.

Acercaos, pues, hermanos, al sacramento de la confesión. Cuanto más lejos estéis de Dios de la práctica religiosa, tanto más razón para que este año os reconciliéis con Dios y con los hermanos. El Papa Francisco nos lo ha dicho con amor y claridad al poco de ser elegido Vicario de Jesucristo. Él nos ha dicho que «Jesucristo no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón». Y ha añadido: «No nos cansemos de pedir perdón».

En los últimos años se ha ido difundiendo la idea de que no existe el bien y el mal, la verdad y la mentira, la gracia y el pecado. Más aún, se ha insistido machaconamente, que no existe el pecado, sobre todo el pecado grave; y, por tanto, que ya no hay que confesarse. Todos sabemos que esto no es verdad. A poca sinceridad que tengamos, hemos de reconocer que somos soberbios, que amamos desmesuradamente el dinero y la comodidad, que la lujuria nos vence, que justificamos lo injustificable, que tratamos mal al prójimo, que damos escándalo a los niños, que nos olvidamos mucho de Dios; y tantas cosas más. Reconozcamos esta realidad y pongamos remedio. El remedio es reconocerlo y pedirle perdón en la confesión.

La Pasión y Muerte de Jesucristo, que hemos proclamado hace unos momentos, no fue una Pasión y Muerte causada por la malicia de los dirigentes judíos, la cobardía de Pilatos y la superficialidad de un pueblo que se dejó manipular por sus autoridades. Ellos, ciertamente, tuvieron su parte de responsabilidad. Pero todos somos responsables, todos hemos llevado a la muerte a Jesucristo. Han sido nuestros pecados y los pecados de todos los hombres y mujeres del mundo los que han llevado a Jesucristo a entregar su vida para destruirlos y abrirnos las puertas del Paraíso. Los grandes protagonistas de la Pasión y Muerte del Señor fueron, por una parte, los pecados de los hombres; y, por otra, su inmenso amor. Al fin, fue más grande, muchísimo más grande que nuestra ingratitud y maldad, su amor por nosotros.

A lo largo de la Cuaresma hemos escuchado la voz maternal de nuestra madre la Iglesia que nos recordaba con insistencia y amor: «Han llegado los días de penitencia; expiemos nuestros pecados y salvaremos nuestras almas». Y esto otro: «Este es el tiempo favorable, este es el tiempo de salvación». No desoigamos esta voz de tan buena madre, que únicamente busca nuestro bien. No digamos ‘ya lo haré’, ‘ya me confesaré más tarde’. Recordemos lo que cantaba el poeta castellano: «¡Cuántas veces el Ángel me decía //: alma, asómate ahora a la ventana //, verás con cuanto amor llamar porfía! // Y cuántas, hermosura soberana, // mañana le abriremos respondía, // para lo mismo responder mañana».

Inicio del pontificado del papa Francisco

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Catedral – 19 marzo 2013

Hace un mes, nos reuníamos en la parroquia de san Lesmes para agradecer al Señor el inmenso regalo del Pontificado de Benedicto XVI. A la vez, queríamos acompañar a ese gran Pontífice en el momento en que dejaba el timón de la barca de Pedro en las manos del Espíritu Santo, para que eligiera otra persona con fuerzas físicas suficientes, para pilotarla en este momento de turbulencia en el mundo y en la Iglesia.

Hoy volvemos a reunirnos en la Iglesia-Madre, la Catedral, para agradecer al Espíritu Santo –junto con el Padre y el Hijo– un nuevo regalo: la elección del Papa Francisco como Pastor Supremo de su Iglesia y como Cabeza y fundamento visible de unidad. Gratias tibi, Deus, gratias tibi. Muchas gracias, muchísimas gracias, Señor, por el nuevo Vicario de Jesucristo en la Tierra.

Todos sabemos que la revelación concluyó con la muerte del último apóstol; es decir, las intervenciones –digamos ‘oficiales’– de Dios con los hombres. Pero esto no quiere decir que Dios se haya ausentado de la vida de los hombres y haya abandonado las riendas de la historia. No. Dios sigue realizando su obra de salvación y nos sigue hablando a través de personas y acontecimientos. A nosotros nos corresponde saber interpretarlos lo más claramente posible y actuar en consecuencia. Por ello, hoy tenemos que preguntarnos, a la luz de la Palabra de Dios, qué mensaje nos está enviando el Señor con la elección del nuevo Pontífice.

El cardenal Bergoglio no entraba en las quinielas de los llamados vaticanistas, ni en los cálculos que se hacían desde todas las tribunas televisivas y radiofónicas. Se podría decir que tampoco entraba en los cálculos de los fieles. Yo estaba en la Plaza de san Pedro en el crítico instante de salir la «fumata bianca», junto a una periodista alemana que era protestante y otras personas. Dialogábamos mientras llegaba el esperado «habemus Papam», sobre quién sería el nuevo Pontífice. Ninguno pensábamos en el arzobispo de Buenos Aires. Sin embargo, ha sido él el elegido por el Espíritu Santo.

Con ello, el Espíritu nos ha recordado que la historia la escribimos no sólo los hombres sino principalmente Dios. Él elige en cada momento el instrumento que considera más adecuado y le dota de todas las gracias que necesita para llevar adelante su misión. Lo hizo con Pedro y los demás apóstoles, y lo hace con cada uno de nosotros. ¡Ojalá que la presencia del Papa Francisco –que los medios de comunicación nos irán transmitiendo de modo permanente y en tiempo real–, sirva para recordarnos que detrás del fundamento y principio visible de la Iglesia está el verdadero fundamento y principio, aunque sea invisible: Jesucristo! Como recoge la escena de la Capilla de la Sucesión Apostólica, de la Conferencia Episcopal Española, Jesucristo es el que va al frente de la barca de los apóstoles y el que empuja los peces para que ellos puedan tener suceso en la faena de la pesca.

Junto a esta actitud de fe, de visión sobrenatural, la elección de un nuevo Papa ha de servir para que imitemos la actitud del Papa Benedicto XVI, y le manifestamos nuestra incondicional obediencia y reverencia. «Quien a vosotros recibe, a Mí me recibe; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Estas palabras valen de modo especial para el que es Princeps pastorum, para que el que tiene la misión de guiar a los demás pastores y a los fieles por el camino que conduce hacia el encuentro definitivo con Dios, en la Patria del Cielo. Hagamos hoy el firme propósito de conocer su Magisterio, asumirlo con el corazón y con la cabeza, tratar de encarnarlo en nuestra vida y difundirlo con integridad y fidelidad.

A nadie se oculta que el Papa Francisco tiene ante sí grandes retos. Pienso en la renovación del clero y del pueblo, en la nueva evangelización, en la unión de los cristianos, en el diálogo interreligioso, en la defensa de la vida de los no nacidos y de los enfermos terminales, en la justa distribución de la riqueza, en la expansión de la fe en el continente asiático, especialmente en China, en la paz y en los injustos desequilibrios entre los países ricos y los países pobres, en la promoción de la mujer. ¡Demasiados problemas y demasiado grandes para que él solo pueda resolverlos!

Dios le encomienda a él esa tarea. Él tiene la responsabilidad primera y suprema. Pero todos estamos implicados, porque todos somos Iglesia. Todos formamos una comunión y todos, por tanto, somos corresponsables y hemos de comprometernos. Esta ha sido una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II. La Iglesia no se identifica con la jerarquía ni se define a partir de la jerarquía. Lo decisivo es el Bautismo, que nos introduce en el Pueblo de Dios y en el Cuerpo Místico de Cristo. Luego vendrá la diversidad de ministerios: el Papa y los Obispos, los fieles laicos –hombres y mujeres– y los religiosos. Cada uno tenemos una función específica, que los demás han de reconocer, respetar, potenciar y acoger como un don propio. Nadie puede dejar de hacer lo que a él le corresponde.

Por eso, el nuevo Pontífice ha de contar con todos y cada uno de nosotros para realizar su tarea de presidir en la caridad. Todos y cada uno hemos de ser leales a la doctrina de Jesucristo, y fieles a nuestra vocación específica. Los sacerdotes, fieles a nuestro ministerio sagrado; los religiosos, fieles al carisma de su congregación o instituto; los laicos, fieles a su vocación de casados –que es la vocación de la mayoría de los cristianos– o fieles a su celibato y virginidad, si tienen la vocación de entrega apostólica en medio del mundo.

Hoy, queridos hermanos, es la fiesta de san José, Patrono de la Iglesia y de todos los papás. Esta mañana, el Papa ha celebrado la Misa del comienzo de su Pontificado y le ha propuesto como modelo a seguir. San José, nos ha dicho, llevó una vida de silencio, sencilla y sin hacer ruido. Pero con una total fidelidad a su vocación de custodio de la Virgen y de Jesús. Toda su vida no fue otra cosa que hacer lo que Dios le iba indicando en cada momento y situación; y hacerlo con bondad y espíritu de servicio. Nos ha recordado que san José fue grande porque convirtió su vida en un acto de servicio. Mirándole a él, entendemos mejor que «el verdadero poder es el servicio, el servicio a todos, especialmente a los más débiles y necesitados: los niños, los enfermos, los ancianos. Más aún, nos ha concretado que esos «pobres y pequeños» no son algo abstracto, sino personas concretas y cercanas a nosotros: los padres han de cuidar a sus hijos cuando son pequeños, los hijos han de cuidar a los padres cuando son mayores, los amigos han de cuidar a los amigos enfermos, todos hemos de cuidar a todos los necesitados que pasan junto a nosotros en el camino de la vida.

Antes de concluir quiero felicitar con todo cariño a los papás, aunque ya esté concluyendo el Día del Padre. ¡Que Dios os bendiga y proteja en vuestra irreemplazable misión de transmitir la fe a vuestros hijos! Quiero también recordarnos a todos: a vosotros y a mí, que el mayor regalo que podemos hacer hoy y en adelante al Papa es cumplir lo que nos ha pedido: «rezad por mí». Nos lo pidió en el momento de aparecer en el balcón de san Pedro; se lo pidió a los cardenales; se lo pidió a los fieles de la iglesia de santa Ana, donde celebró la misa; y nos lo ha pedido a todos en el momento de asumir oficialmente la Cátedra de Pedro. Recemos por el Papa, recemos mucho por su persona, por sus intenciones y por su ministerio. Hagamos de la Iglesia una iglesia que espera al Espíritu en un clima intenso y continuado de oración, bien unidos a la Madre de Jesús. Que sea realidad aquello de «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam»: vayamos todos a Cristo de la mano de María y de Pedro. Amén.

Apertura del encuentro de Villagarcía

por administrador,

18 marzo 2013

De nuevo volvemos a encontrarnos en Villagarcía, que se ha convertido en cita obligada del peregrinaje pastoral de nuestras diócesis. Siguiendo el símil de los peregrinos de Santiago, a estas alturas de nuestro caminar, traemos la mochila bastante cargada. Los dos últimos paquetes que hemos metido en ella podrían llevar estos nombres: la Iniciación Cristiana y el Ejercicio de la caridad. Uno y otro son fruto de los tres años que hemos dedicado a cada uno de esos importantísimos temas en la vida de la Iglesia, en general, y de las nuestras, en particular.

Somos conscientes de que no hemos agotado estos temas y que no son asuntos que, una vez abordados, hay que olvidarse de ellos. Al contrario, la urgencia creciente de la nueva evangelización hace que cada día tengan más protagonismo los diversos itinerarios de Iniciación cristiana que ya hemos ido implantando en nuestra diócesis. La experiencia, en efecto, nos dice que está creciendo el número de los adultos y de los niños en edad escolar que no han recibido el Bautismo y comienzan a llamar a las puertas de nuestras parroquias para que les llevemos hasta el encuentro con Cristo mediante la fe, la conversión, y los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Sabemos también que el número de jóvenes y menos jóvenes que no están confirmados y no han hecho la primera comunión es muy numeroso. Sobre todo, es muy amplio el número de los que, habiendo recibido los sacramentos de la Iniciación y practicado la fe, se han ido alejando cada vez más de la práctica cristiana y hasta de la fe.

Todos estos colectivos forman parte de la viña a la que Dios nos llama para colaborar en su afán de salvar a todos los hombres. Baste pensar que el Papa ha creado con carácter estable el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización y que ese es el tema que ha tratado el último Sínodo Ordinario de los obispos y será, sin duda, el tema sobre el que versará la anunciada exhortación postsinodal de Benedicto XVI.

Por ello, uno de los ejes de la presente Jornada es el de la Iniciación cristiana, aunque ahora contemplada desde la dimensión catequética.

Con el tema de la caridad sucede algo parecido. Como ha recordado el Vaticano II y el Magisterio posterior, especialmente el de Benedicto XVI, la caridad es uno de los tres ministerios esenciales de la vida de la Iglesia. De modo que, así como la Iglesia no puede existir sin el anuncio de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos, tampoco podría hacerlo sin el ministerio de la caridad. Eso explica que ya desde la era apostólica, la Iglesia haya salido siempre al encuentro de las necesidades de los hombres para darles una respuesta adecuada, según sus posibilidades. Han variado las formas, pero el objetivo ha sido siempre el mismo: remediar las necesidades materiales y espirituales tanto de sus propios hijos como de quienes llamaban a sus puertas pidiendo ayuda.

La agudeza de la crisis que estamos padeciendo en España está demostrando hasta qué punto esto es verdad. Y me refiero no sólo a la caridad cuantificable en recursos humanos y espirituales que se imparten a través de las Cáritas Parroquiales y Diocesanas, sino a esa otra caridad no cuantificable, que no sale en los periódicos ni en las encuestas sociológicas, sino que pasa completamente inadvertida, pero que es impresionante. Me refiero a la ayuda que las familias cristianas están aportando a sus miembros que se encuentran en paro, que sufren enfermedad permanente, que están padeciendo las heridas que infligen las separaciones, los divorcios y los abortos, y tantas, y tantas realidades dolorosas.

A toda esta problemática hemos dedicado también otros tres años. Como decía a propósito de la Iniciación, el tema de la Caridad lejos de pasar a un segundo plano en nuestra acción pastoral, debe estar cada vez más presente. Nuestra Jornada también se hace eco de ella, aunque sea de modo menos directo.

Hay una cuestión que no tiene menos importancia ni es menos urgente de ser abordada. Me refiero al de la ignorancia religiosa de nuestras comunidades. Los obispos y, más todavía, los sacerdotes, tenemos la experiencia de que esa costra se ha hecho mucho más espesa en los últimos años y que en este momento es alarmante. De hecho, Benedicto XVI ha hablado de «emergencia educativa». Si un día nuestro pueblo pudo recibir el nombre de «teólogo», porque era capaz de acoger, comprender y disfrutar los Autos Sacramentales de nuestros grandes autores, hoy ese pueblo, especialmente las generaciones más jóvenes, tiene una ignorancia casi completa de las verdades más fundamentales; con el agravante de que los modernos medios de comunicación, especialmente la televisión, no sólo no han ayudado a paliar esta deficiencia, sino que están sembrando el alma de nuestras gentes de ideas contrarias a la fe cristiana. Como sabemos, esta situación no es sólo de nuestra tierra o de España, sino algo muy extendido en todo el mundo, especialmente en el Occidental.

Todos los obispos y sacerdotes estamos preocupados por este tema, tan extremadamente grave. De hecho, fue esta preocupación la que llevó a los obispos que tomaron parte en el Sínodo Extraordinario de 1985, a pedir al Papa un Catecismo básico para toda la Iglesia, en el cual se incorporasen las doctrinas que se encontraban en los Catecismos de San Pío V, Ripalda y San Pío X, y entre ellas, las del Vaticano II. Ese Catecismo tenía que asumir también los nuevos modos de expresión que respondiesen mejor a las sensibilidades de nuestro tiempo.

El gran Papa, el Beato Juan Pablo II, dio cumplida respuesta en un tiempo récord. Pues, a los siete años de la petición de los obispos, promulgó el Catecismo de la Iglesia Católica. Dada la responsabilidad eclesial y competencia teológica del entonces Cardenal Ratzinger, a él le encargó el Papa la tarea. Él fue quien –ayudado por tantas personas cualificadas– sacó adelante el proyecto y puso a nuestra disposición un Catecismo acorde, en la materia y en el lenguaje, a las necesidades de nuestro tiempo. Como he dicho antes, en él se recoge la doctrina del Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia, especialmente la de los últimos Pontífices.

El Papa actual, además de dirigir los trabajos del Catecismo y colaborar en el Vaticano II como teólogo del Cardenal Frings, después del Concilio ha estudiado a fondo los contenidos y la hermenéutica del Vaticano II. Nada más lógico que, al convocar el Año de la Fe para conmemorar los cincuenta años del comienzo de aquel magno acontecimiento eclesial, haya querido vincular a él la difusión y estudio del Catecismo de la Iglesia Católica. Como ha repetido en muchas ocasiones, la fe y la caridad van inseparablemente unidas y una y otra necesitan el firme apoyo de la doctrina. Sin este apoyo, la fe degeneraría en pietismo o en puro subjetivismo y sus frutos de vida cristiana serían escasos y superficiales.

Los obispos y sacerdotes de esta región del Duero hemos hecho nuestra la propuesta del Papa, tanto en lo que respecta a la celebración del Año de la Fe como al estudio y difusión del Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende bien que hayamos querido dedicar a él estas jornadas anuales de Villagarcía.

Las Jornadas girarán en torno a tres grandes núcleos. El primero expondrá la oportunidad del Catecismo de la Iglesia Católica en el momento histórico que nos toca vivir. El segundo contemplará la íntima relación que existe entre el Catecismo y la Iniciación Cristiana. El tercero, se centrará en los posibles usos pastorales del Catecismo hoy.

La metodología será la que suele ser habitual en nuestras reuniones pastorales, sectoriales o de conjunto: exposición de los temas, reflexión en grupos y puesta en común.

Sólo me resta recordarnos todos: obispos, presbíteros y agentes de pastoral que las Jornadas no son una iniciativa nuestra sino que el Espíritu está detrás de ellas. Os invito a que no olvidemos frecuentar su trato y pedirle su luz y su fuerza: luz para ver con claridad y fuerza para tomar las decisiones que sean necesarias. Acudamos también a la intercesión de Santa María, como Estrella de la Nueva Evangelización. De este modo, cuando volvamos a nuestras diócesis, nuestra mochila de peregrinación pastoral llevará un apetitoso paquete para compartirlo con los demás sacerdotes y agentes de Pastoral. Muchas gracias.