La fraternidad, fundamento y camino para la paz

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Cope – 29 diciembre 2013

Todos los hombres somos hermanos. Todas las naciones de la tierra formamos una unidad y compartimos un destino común. Pese a la diversidad de etnias, sociedades y culturas, cada día se percibe con más claridad que existe una semilla que nos impulsa a formar una comunidad de hermanos que se acogen mutuamente y se preocupan los unos de los otros.

Sin embargo, con frecuencia los hechos contradicen y desmienten esta vocación de fraternidad. Ahí están para testificarlo todas las guerras armadas y esas otras guerras, menos visibles, pero no menos crueles que se libran en el campo económico y financiero y que destruyen vidas, familias y empresas: la explotación laboral, el blanqueo ilícito de dinero, la prostitución, la trata de personas, la esclavitud, el trato inhumano de los emigrantes, la exclusión del no nacido y del anciano, la destrucción de alimentos mientras millones pasan hambre.

Esta dramática situación lleva a preguntarse a muchos si alguna vez lograremos un mundo en el que reine de verdad la fraternidad entre las personas y las sociedades y si algún día seremos capaces de vencer el odio, el egoísmo y la indiferencia. Algunos piensan que este ideal es inalcanzable y se contentan con aspirar a una convivencia regida por la tolerancia mutua y el pacto. De ahí que reclamen y privilegien como único camino para la paz, las leyes nacionales e internacionales.

Quienes tenemos fe en el Dios que nos presenta la Biblia y nos reveló Jesucristo, creemos que esas leyes y tratados son, ciertamente, importantes y hasta necesarios. Pero insuficientes, pues ellos no son el verdadero fundamento de la fraternidad. El fundamento verdadero de la fraternidad entre todos los hombres y mujeres es la paternidad de Dios. Dios es Padre de todos y no un Padre genérico y abstracto, sino un Padre que tiene un amor extraordinariamente concreto y puntual por cada ser humano. Si ese amor es acogido, se convierte en el agente más asombroso para transformar las relaciones de los unos con los otros y abre a los hombres a una verdadera y eficaz solidaridad y reciprocidad.

De esa paternidad universal fluye no sólo la fraternidad universal sino el imperativo y el instrumento adecuado para alcanzarla. Porque lleva necesariamente a una conversión continua de los corazones, que permite reconocer en el otro un hermano, no un extraño, ni adversario, ni enemigo. De esa conversión nace el auténtico espíritu de fraternidad que vence el egoísmo personal y colectivo que es, en el fondo, el manantial de todos los conflictos. Baste pensar que detrás de las actuales crisis económicas y financieras, de la corrupción capilar de las sociedades actuales, de todas las explotaciones siempre se encuentra un corazón egoísta, que mira a su propio provecho sin preocuparse de los demás. Más aún, que no duda en eliminarlos cuando les considera obstáculos que se interponen a sus pretensiones.

Por otra parte, a nadie se le oculta que todos estos desórdenes generan injusticias, desigualdades profundas, envidias y odio entre las personas y las clases. En otras palabras, conflictos armados o no, pero conflictos. Construir un mundo sobre esta realidad es tanto como situarlo sobre un potente y peligrosísimo polvorín que, más pronto o más tarde, explotará y producirá consecuencias devastadoras. En cambio, fundamentar la convivencia humana sobre la paternidad de Dios y la fraternidad entre sus hijos –todos los hombres y mujeres del mundo– es la mejor garantía para construir una sociedad en paz y prosperidad. Paz y prosperidad que todos anhelamos y que Dios es el más interesado en que las vivamos. La «Jornada Mundial de la paz» es una buena oportunidad para pensar y vivir que la fraternidad es el fundamento y el camino para la paz.

Solemnidad de la Natividad del Señor

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Catedral – 25 diciembre 2013

1. Acabamos de escuchar unas palabras sobrecogedoras: «Y el Verbo se hizo carne, y acampó entre nosotros». En ellas se encierra la verdad central de todo el tiempo de Navidad. El Hijo de Dios, un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo pero persona distinta del uno y del otro, se ha hecho hombre verdadero. Se ha hecho «carne», es decir, se ha hecho uno de nosotros, con todas nuestras debilidades y limitaciones, menos el pecado. No es que sea «como si» fuera hombre, pero que en realidad no lo es, sino que se ha hecho hombre de verdad.

Ciertamente, él es el Creador del Cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible, todo fue creado por él y para él, es el centro de la creación, él es anterior a todo, en él reside la plenitud de la divinidad. Pero se ha hecho hombre. Por eso, estuvo nueve meses en el vientre de María, nació como hemos nacido todos: pequeño, desvalido y necesitado de todo, fue creciendo en edad y en sabiduría, sufrió con los desprecios y se alegró cuando la gente le acogía, se cansó cuando trabajaba, necesitaba comer, dormir y descansar, morir de verdad y resucitar. Todo esto es tan opuesto a nuestra concepción humana de lo divino, tan contrastante, tan inesperado, que fue la primera verdad que negaron los herejes. No negaron que Jesús fuera verdadero Dios sino que fuera verdadero hombre. La Iglesia reaccionó de inmediato, condenando esa posición y confesó que Jesús es verdadero hombre.

2. El Credo que profesamos todos los días festivos –hoy también lo haremos– nos da la clave para entender por qué es tan importante confesar que Jesucristo es verdadero hombre. «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo y se encarnó y se hizo hombre». Esta es la razón última por la que el Verbo se hizo hombre: porque ha venido a salvarnos, a redimirnos, a devolvernos la condición de hijos de Dios que perdimos con el pecado de nuestros primeros padres, cuando desobedecieron en el Paraíso. Si un hombre verdadero se había revelado contra Dios, un hombre verdadero tendría que reconciliarle con él. Por eso, de la verdad de la Encarnación depende la verdad de la Redención. Hemos sido realmente redimidos, porque Jesucristo se hizo verdadero hombre y murió por nosotros.

3. Efectivamente, así ha ocurrido: el Verbo Encarnado nos ha salvado y nos ha redimido y nos ha hecho hijos de Dios. Quienes le acogen como salvador y redentor, nos dice hoy san Juan, reciben la capacidad de nacer de nuevo, «no de carne y sangre ni de amor humano, sino de Dios». Es decir, pueden convertirse en verdaderos hijos de Dios. Esto es lo que se ha realizado con todos nosotros el día en que recibimos el Bautismo. Ese día, nacimos por segunda vez en virtud del agua y del Espíritu Santo, y nos convertimos en verdaderos hijos de Dios. Fuimos hechos «hijos en el Hijo», como profesa la fe de la Iglesia. Esta verdad tendría que llenar de gozo y alegría toda nuestra vida. ¡¡Somos hijos de Dios!! Y lo seremos siempre. Aunque queramos, no podemos dejar de serlo. Sucede lo mismo que en la generación humana: podremos ser malos hijos, renegar de nuestros padres, decir que no queremos que nos tengan como hijos suyos. Pero lo que no podremos nunca es dejar de ser sus hijos. No somos, pues, extraños, ni enemigos, ni indiferentes respecto a Dios. Somos sus hijos. Por eso, él siempre busca nuestro bien, siempre nos ayuda, siempre está dispuesto a perdonarnos, siempre cuida de nosotros, siempre nos mira bien, incluso aunque nos portemos mal con él.

4. Por gracia, no por nuestros méritos, nosotros ya somos hijos de Dios. A pesar de nuestras debilidades y limitaciones, a pesar de todos los pesares, hemos creído en Jesucristo, hemos aceptado su Persona y hemos sido introducidos en la familia de Dios. Con altibajos y pasos inciertos, seguimos conectados a la fe y a la práctica religiosa. Nuestra presencia aquí es la mejor prueba. Otros muchos no tienen tanta suerte. Unos, porque todavía no han tenido la oportunidad de conocer a Jesucristo; otros, porque le acogieron, pero luego se apartaron de él. Tantas veces no por mala voluntad, sino porque se escandalizaron ante el dolor, sobre todo, ante el dolor de los inocentes y las injusticias; o ante el mal ejemplo de algunos sacerdotes y obispos. Otras veces, se fueron enfriando poco a poco, hasta dejar de practicar y, más tarde, incluso de creer. Seguramente que todos tenemos familiares, amigos, colegas y conocidos que se encuentran en esta situación.

Nosotros no podemos quedarnos indiferentes ante ellos. Hemos de reaccionar. No para condenarlos, sino para reaccionar en positivo. En primer lugar, hemos de pedir al Señor, especialmente durante estos días, que les devuelva la alegría de la fe, la alegría de volver a la casa de Dios, la alegría de volver a la práctica religiosa.

Pero hemos de ir más lejos. Tenemos que perder el miedo a hablar con ellos de estas cosas. Dios no puede ser el gran ausente de nuestras conversaciones. Por desastrosa que pueda ser una situación, por irreversible que nos parezca un determinado estado de cosas, por alejadas de Dios que puedan estar, Dios siempre puede cambiar aquellas vidas. De hecho, todos los días se están acercando a Dios personas que se encontraban enfrentadas con él o alejadas de él desde hacía muchos años. Y todos tienen la misma experiencia: han reencontrado la alegría verdadera, esa alegría que sólo Dios puede dar.

Ésta es la Iglesia que está reclamando el Papa. Una iglesia en la que todos y cada uno de los bautizados sea un misionero, un apóstol, alguien que anuncie con su testimonio y con su palabra la Buena Nueva del Evangelio.

¡El día en que hagamos esto, ese día cambiará el mundo!

Pidamos al Señor, que enseguida convertirá este altar en un nuevo portal de Belén, donde él se hará presente, que nos comunique su amor hacia todos los hombres, especialmente a los que están más alejados y necesitados de Él.

Misa de Nochebuena

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Catedral – 25 diciembre 2013

También José y María, que eran de la familia de David, subieron a Belén». Todos los poderosos de la tierra han soñado siempre con tener un censo lo más completo posible para cobrar los más impuestos posibles. El emperador Augusto no se libró de esta tentación y ordenó que todos los ciudadanos del Imperio se empadronasen en el lugar donde tenían sus bienes. José y María suben a la montaña de Judea, más concretamente a Belén, a cumplir con este requisito.

María se encuentra en avanzado estado de gestación y próxima a dar a luz. Entre Nazaret y Belén hay unos 140 km que hay que recorrer a pie por pésimos caminos, quizás ayudados por un animal doméstico: un burro o una mula. No protestan ante este edicto. Tampoco desobedecen. No se quejan a Dios de que no les libre de esta situación. Al contrario, obedecen y van a Belén. Saben ver allí la mano de Dios. Dios, en efecto, escribe derecho con líneas torcidas y es el que mueve los hilos de la historia. Con esta orden egoísta de un soberbio emperador, Dios iba a realizar lo que había prometido por el profeta Miqueas: «Y tú Belén, tierra de Judá, no serás la más pequeña de las ciudades de Israel, porque de ti nacerá el Salvador». Esta sería, precisamente, la profecía que los sacerdotes recordaron a Herodes para que pudiera informar a los Magos, que preguntaban dónde había nacido el Rey de Israel.

«Dio a luz a su hijo y lo reclinó en un pesebre». El acontecimiento más importante de todos los tiempos ha sido el Nacimiento de Dios en la tierra. No hay nada que se le pueda comparar ni de lejos. Así lo han percibido incluso los que no son cristianos, que han dividido la historia en dos mitades: antes de la venida de Cristo y después de su venida. Sin embargo, este acontecimiento es descrito con enorme sencillez, sin aparato alguno: en tres o cuatro líneas y con palabras tan sencillas y ordinarias como estas: «Y mientras se encontraban allí, le llegó a María el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio en la posada».

José y María habían llamado a muchas puertas en Belén. Pero todas estaban cerradas. No es que sus parientes y amigos no quisieran darles acogida, pues los orientales eran muy hospitalarios. Es que materialmente no había sitio en sus casas, porque estaban llenas de gente que había venido a lo mismo que José y María. Además, María no podía dar a luz en una casa en esas condiciones. Por eso, optaron por salir a las afueras y buscar un refugio frente al frío y las inclemencias. Y se refugiaron en un establo donde se guardaban los animales. Allí José, al menos, podía hacer lumbre y dar un poco de calor a María. Es lógico que colocara al Niño en el sitio mejor: un pesebre. Allí estaría libre de las humedades y podría preservarle mejor del frío del suelo. Pero, ¿verdad que todo esto impresiona? ¿Verdad que nos desconcierta que el Salvador del mundo nazca en un lugar tan inhóspito, tan solitario, tan diferente al que hemos tenido, incluso los que no somos ricos? Jesús dirá un día: «Las zorras tienen sus madrigueras y los pájaros sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza». Dios ha iniciado su camino en la tierra en un establo y en pesebre.

¡Cuántas lecciones que aprender: de humildad, de anonadamiento, de sencillez, de pobreza verdadera! ¡Cómo contrasta todo esto con nuestro afán de sobresalir, con nuestro interés en llamar la atención, con nuestra vida burguesa!

Sigamos el relato. Dice el texto sagrado que había unos pastores que estaban pasando la noche al raso velando sus rebaños y que, de pronto, se les presentó un ángel, la gloria del Señor los envolvió y se llenaron de temor. Pero el ángel les dijo: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor». No era solo una buena noticia ni una noticia alegre: era una gran noticia, más aún, la gran noticia que había esperado durante siglos el pueblo de Dios. LA NOTICIA DE QUE HABÍA NACIDO EL SALVADOR. Antes, muchos se habían presentado diciendo: «Yo soy la persona que necesitáis. Yo os conseguiré el paraíso. A vosotros os basta escucharme». Hoy tampoco escasean este tipo de salvadores. Pero solo hay un Salvador: el que habían anunciado los profetas y había esperado la gente piadosa y buena de Israel.

Esta gran noticia –este notición– no se comunica al emperador Augusto, ni al Sumo sacerdote de Jerusalén, ni al Senado del pueblo de Israel, ni a los sabios escribas que enseñaban las escrituras a la gente. ¡Se comunica a unos pastores; gente iletrada e incluso poco observante de la ley; pero gente abierta a lo que Dios quiera comunicarles. Por eso, cuando les comunica que ha nacido el Salvador y que le encontrarán en un pesebre, no se ponen a discutir que eso no puede ser, que el Mesías no puede haber nacido en un establo. Aceptan el mensaje y se ponen en camino con prontitud. Y, efectivamente, cuando llegan encuentran las cosas tal y como les habían dicho.

Ellos se llenan de alegría. Y les falta tiempo para venir a Belén y comunicar a los vecinos la gran noticia. Siempre ocurre igual: cuando una persona encuentra personalmente a Jesucristo se llena de alegría. Más aún, la alegría es tan grande, que no le cabe en el pecho y siente la necesidad de comunicársela a los demás. ¡¡Esta es la Iglesia con la que sueña el Papa Francisco y esta es la Iglesia que el mundo necesita: cristianos que se llenen de alegría y santo orgullo de ser discípulos de Jesús, y lo digan a todos los que caen en su radio de acción: familiares, amigos, conocidos!!

¿Tenemos nosotros el alma sencilla y apostólica de esos pastores o nos dedicamos a discutir, a darle vueltas, a buscar justificaciones para no poner en práctica de verdad el Evangelio?

Pero esta Noche no puede ser más que una Noche de alegría, de gozo y de paz. Porque los ángeles nos han comunicado a todos este maravilloso mensaje: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». Los ángeles no comunican la paz a los hombres de buena voluntad, sino la paz a los hombres que ama el Señor. La noticia no es que los hombres amemos a Dios, que tengamos buena voluntad. Lo verdaderamente importante es que, por encima de nuestra buena o mala voluntad, Dios nos ama, Dios nos acoge, Dios se acerca a nosotros para salvarnos. ¿Cómo no vamos a saltar de alegría y cómo no vamos a llenarnos de paz?

Como Pastor de la diócesis me alegra trasmitiros estos sentimientos, desearos unas Navidades llenas de alegría y paz, y pediros que llevéis este mensaje a vuestras familias, especialmente a los que estén enfermos o impedidos y no puedan salir estos días. FELIZ NAVIDAD

Belén misionero en Santo Domingo de Silos – Burgos por la familia Fernández Cruces

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El portal de Belén de la familia Fernández Cruces, está ambientado en Santo Domingo de Silos, en el cual se recrean distintos rincones como el lavadero, la fuente grande, el arco San Juan, la muralla, así como las edificaciones más representativas del mismo, realizadas todas ellas a escala y con materiales tradicionales, piedra, madera y barro.
Es un Belén Misionero y Solidario, que se une a la campaña de Obras Misionales Pontificias de España “Por una Navidad Misionera y Solidaria”, que pretende recaudar fondos para los proyectos que los misioneros españoles llevan a cabo con los niños más desfavorecidos del Tercer Mundo. Desde hace varios años, las aportaciones que voluntariamente hacen los visitantes están ayudando a que muchos niños en el mundo sean un poco más felices.

Navidad, fiesta de la alegría

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Cope – 22 diciembre 2013

Hace unos días, el Papa Francisco concedió una entrevista al diario turinés La Stampa. Dada la proximidad de la Navidad, el periodista le preguntó: «¿Qué significa para usted la Navidad?» El Papa contestó: «Es el encuentro con Jesús. Dios siempre ha buscado a su pueblo, lo ha guiado, lo ha custodiado, ha prometido que estará siempre cerca de él». Aquí está la clave para comprender y vivir la Navidad según el espíritu cristiano. Por eso, el Papa volvió a repetir en la audiencia del pasado miércoles: «Dios está con nosotros y confía todavía en nosotros. Dios viene a habitar con los hombres, elige la tierra como morada».

En esta audiencia sacó una conclusión que puede sonar a desconcertante: «La tierra ya no es un valle de lágrimas, sino el lugar donde Dios ha puesto su tienda, el lugar de la solidaridad de Dios con el hombre». Dios ha tomado partido por nosotros y lo ha hecho de modo radical, pues lo ha hecho de una vez para siempre. Esta presencia y toma de partido no elimina nuestra libertad ni nuestra responsabilidad. Esto explica que en la tierra sigan existiendo injusticias, hambre, guerras, conflictos. Pero que siga siendo posible la alegría. No, ciertamente, una alegría mundana sino la verdadera alegría, la que es capaz de convivir con el sufrimiento y el dolor. Sucede como con el parto de una mujer. No sólo hay dolor sino alegría, la inmensa alegría de traer un hijo al mundo.

Quizás nos parezca que esta alegría no es verdadera ni íntima sino superficial y sentimental. El periodista de La Stampa se hacía eco de esta dificultad en estos términos: «A menudo se presenta la Navidad como una fábula de ensueño. Pero Dios nace en un mundo en el que también hay mucho sufrimiento y miseria». El Papa no se va por la tangente, sino que prefiere hablar de lo que fue la primera Navidad. «Lo que leemos en los Evangelios es un anuncio de alegría. Los evangelistas describen una alegría. No hacen consideraciones sobre el mundo injusto, sobre cómo es posible que Dios naciera en un mundo así. Todo esto es fruto de nuestra contemplación: los pobres, el niño que nace en la precariedad. La Navidad no fue una denuncia de la injusticia social, de la pobreza, sino un anuncio de alegría… La Navidad es alegría, alegría religiosa, alegría de Dios, interior, de luz, de paz».

¿No nos estará invitando el Papa a revisar si nuestra insistencia en hablar sobre la crisis económica, social y política se debe a que no sabemos bien qué es la alegría verdadera y dónde hay que ir a encontrarla? Quizás sí. Porque su respuesta concluía con estas palabras: «Cuando se está en una situación humana que no te permite comprender esta alegría, se vive la fiesta con alegría mundana. Pero entre la alegría profunda y la alegría mundana hay mucha diferencia». Podrían confirmarlo quienes, por ejemplo, nadan en la abundancia económica o están en la cresta de la ola de la popularidad pero son profundamente desgraciados, porque no tienen paz en su casa o su corazón está comido por la envidia o la soberbia engreída y es incapaz de encontrar algo que realmente le satisfaga.

Por eso, quizás nos venga bien volver en estas Navidades al nacimiento de Jesús y verlo como realmente fue: expresión de la confianza de Dios con el hombre, manifestación del amor de Dios hacia nosotros. Es posible que así entendamos la hondura de las palabras de santa Teresa de Jesús: «Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta». Lo decía una persona que vivía profundamente pobre y, a la vez, poseía una alegría contagiosa.

¡FELIZ Y CRISTIANA NAVIDAD para todos los burgaleses, especialmente para los lectores de esta columna!