«No estamos aquí para cuidar piedras, las piedras no dan la felicidad»

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La madre Juana es la abadesa de la comunidad.

La madre Juana es la abadesa de la comunidad.

 

Resulta cuando menos sorprendente pensar que un moderno edificio de ladrillo blanco situado en un humilde barrio burgalés pueda albergar siglos de historia. Pero es así. En el monasterio de San Felices reside la pequeña comunidad de Madres Cistercienses Calatravas, que en 2019 están celebrando los 800 años de su fundación. Es decir, que son «más antiguas que la Catedral de Burgos». «Cuando tú naciste, yo ya andaba», bromea la actual abadesa, Juana Tajadura, en alusión a la seo.

 

Hasta recalar en el barrio de San Cristóbal muchos han sido los avatares de las Calatravas, cuyo primitivo convento, el primero de la orden en la diócesis de Burgos, se ubicó en Barrio de San Felices. Trescientos cincuenta años después, Felipe II decidió que las religiosas se trasladasen a la capital, a la Plaza de Vega, donde ocuparon un espacio tan extenso que su huerta casi lindaba con la de las Clarisas. Llegada la II República, se las obligó a abandonar el monasterio para propiciar el desarrollo urbanístico de la ciudad, de manera que casi «se fueron con lo puesto» e incluso tuvieron que compartir convento con las Doroteas. Paradójicamente, fue la mejor época para la comunidad, reflexiona Madre Juana. «En plena Guerra Civil y conviviendo las dos comunidades, cada una con su carisma, unas viviendo como agustinas y otras como cistercienses. Pero había gente muy preparada, intelectual y espiritualmente, serían unas 25». En aquel convento de la calle Fernán González fue precisamente en el que ingresó ella a los 14 años, sin ningún motivo concreto que la llevase a entrar en ese y no en otro. Tenía muy claro que quería ser monja, como lo eran muchas mujeres de su familia y solo sabía que en Las Huelgas no quería ingresar. Así que su padre le pidió a un sacerdote que buscase a su hija un convento «donde no pasase hambre», relata divertida la religiosa. Hoy está convencida de que este era su sitio.

 

A madre Juana no le pesa la nostalgia al hablar de otros tiempos de la Orden, cuando sus posesiones eran muchas, y al mirar a su alrededor en el discreto convento que ahora ocupan dice: «No estamos aquí para cuidar piedras. Las piedras no dan la felicidad, aunque exteriormente parece que es así. Este, por una parte, es un lugar muy tranquilo, no hay ruido, vemos hasta la Sierra de la Demanda y los amaneceres son preciosos. Y los atardeceres, ese cielo rojo, que parece que hay un incendio detrás de los árboles… Está una feliz aquí».

 

Tampoco le arredran las estrecheces económicas. La comunidad, hoy formada por siete religiosas, la más joven con 50 años y el resto de bastante edad, vive prácticamente de las pensiones de las mayores («entre todas nos arreglamos porque vivimos austeramente, ya ves, un hábito nos dura 25 o 30 años, no pasa de moda…», comenta divertida. A sus ajustados ingresos se suma la ayuda que supone su pequeño obrador, en el que elaboran pastas, pero no todos los días. «A nuestras edades ya es muy trabajoso. Nos han propuesto comercializarlas fuera, incluso nos lo ofreció El Corte Inglés, pero eran muy exigentes, estaba cronometrado y si nos dedicáramos a eso no podríamos hacer la oración, que es lo más importante para nosotras», recuerda.

 

En ningún momento pierde Madre Juana el norte: «Queremos ser las que ponen a los hombres de hoy en presencia de Dios para que reciban su misericordia. Estamos cumpliendo una misión dentro de la Iglesia, porque otros no pueden, no tienen tiempo, no saben o no quieren, pero hay que alabar a Dios, que al final es lo único que importa en este mundo». En sus oraciones nunca faltan las necesidades de los vecinos de San Cristóbal, en el que se sienten plenamente integradas: «Queremos mucho a la gente del barrio y ellos a nosotras. Nos exponen sus necesidades, o te cuentan sus calamidades. A quienes más conocemos es a los que tienen más problemas. Cuando nos levantamos a las 5:20 para los maitines, si nos cuesta, pensamos en tantas mujeres que se tienen que levantar a trabajar, a preparar el bocadillo a los niños, al marido… Y todo eso lo ponemos ahí, en las manos del Señor… Eso lo valoran y lo agradecen mucho los vecinos».

Una experiencia misionera en Zambia como preparación al sacerdocio

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El pasado 1 de julio, Víctor López Pelarda, seminarista de la diócesis de Burgos, y Fernando Remón Higuera, seminarista de la diócesis de Santander, partieron del aeropuerto de Madrid con rumbo a Zambia para participar allí de una experiencia misionera que se prolongará hasta el próximo 8 de agosto. Durante algo más de un mes, estos jóvenes seminaristas están compartiendo vida con el sacerdote burgalés Jorge López Martínez, misionero del IEME que trabaja desde hace siete años en el país africano. Su trabajo pastoral se realiza en la localidad de Mufumbwe, desde donde atiende a otras veinte comunidades del entorno.

 

Según relatan los seminaristas que participan en la misión, a nivel humanitario el contraste ha sido grande. «La realidad de la parroquia es totalmente diferente a la española», asegura Fernando. «En muchos poblados no hay ni electricidad ni agua tratada, y en ningún lado red de saneamiento o recogida de basura». El sistema asistencial de salud, la calidad de la enseñanza y las viviendas tan precarias en muchos de los casos, son otros aspectos que también han causado impacto en los seminaristas, que durante estos días visitan aldeas y poblados y conocen a fondo la realidad del país.

 

No obstante, la experiencia de estos casi cuarenta días no se ha quedado ahí. A Víctor, por ejemplo, le ha «sorprendido» la «excelente acogida de la gente». Y es que, a pesar de las carencias por las que atraviesa gran parte de la población, «en todas las casas a las que hemos ido nos han recibido con lo mejor de lo poco que tienen y siempre con una sonrisa». También están disfrutando de la calidad de los coros de los diferentes poblados –generalmente a cuatro voces–, su vivencia cristiana de comunidad y la vistosidad en la celebración de la eucaristía.

 

Para los dos seminaristas está siendo su primera estancia en el continente africano y una experiencia inolvidable a nivel humano y pastoral.

La Iglesia en Burgos se suma al duelo de Villagonzalo Pedernales

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Foto: Burgosconecta.es.

Foto: Burgosconecta.es.

 

Cerca de doscientas personas se han dado cita este mediodía en la plaza Mayor de Villagonzalo Pedernales en un minuto de silencio convocado por el ayuntamiento de dicha localidad en recuerdo de Pepi, la mujer asesinada ayer por su marido. Entre los presentes se encontraban también el arzobispo, don Fidel Herráez Vegas, y el párroco del municipio, Marcelino Mozo, en un gesto de cercanía ante el dolor por el que atraviesa el pueblo, así como amigos y familiares de la víctima, entre los que también se encuentra su hijo, herido grave y convaleciente en el Hospital Universitario de Burgos.

 

Junto al arzobispo y al párroco, en el acto han participado la regidora de la localidad, Purificación Ortega; la consejera de Familia e Igualdad de Oportunidades de la Junta de Castilla y León, Isabel Blanco; el delegado territorial de la Junta en Burgos, Baudilio Fernández Mardomingo, y subdelegado del Gobierno, Pedro de la Fuente, así como otras autoridades civiles y militares y numerosos vecinos de la localidad.

 

María Josefa Santos -Pepi, como la conocían sus amigos y vecinos-, de 55 años de edad, murió ayer de un disparo cometido por su marido, quien también disparó a su hijo, que se encuentra convaleciente en el Hospital Universitario de Burgos, grave pero fuera de peligro. El autor autor del tiroteo se quitó más tarde la vida y así se los encontró la otra hija de la pareja cuando acudió a su vivienda. La policía continúa indagando las razones del suceso, en lo que pudiera ser el segundo caso de violencia machista en la provincia de Burgos en apenas un mes. Otras fuentes, no obstante, apuntan a un posible brote psicótico del homicida. La investigación continúa abierta.

Imagen del mes: Pantocrator – Rey Eternal

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Pantocrator

 

Se considera que esta pieza, que representa al Pantocrator – Rey Eternal, corresponde a la clave del anterior cimborrio, que se derrumbó en la noche del 4 de marzo de 1539. Sus características permiten clasificarla como obra del primer cuarto del siglo XIII. Representa este relieve la imagen de Cristo, según el modelo siríaco, coronado y con barba, en el interior de la mandorla, bendiciendo con su mano derecha y sosteniendo con la izquierda un libro abierto con ambas páginas en blanco. Detrás de su cabeza el nimbo crucífero nos recuerda que el Crucificado es el Resucitado.

 

Su majestuosa figura surge y domina con sobria solemnidad prácticamente el espacio total de la mandorla, almendra mística (amýgdala en greco-latín). El Pantocrator se halla sedente y en disposición frontal. En la expresión de su rostro se percibe el eco enigmático de la «sonrisa ática», sonrisa misteriosa, ensimismada, indescifrable, siempre asociada a la sabiduría. La barba era un atributo viril que generalmente indicaba fuerza, sabiduría, valor y energía. En la antigüedad era signo de prestigio, que exigía grandes cuidados, Lv 19,27. En la parte central e inferior de su barba se dibuja un corazón.

 

El cuerpo no presenta una relación proporcional adecuada a la realidad. La túnica que viste tiene una bella cenefa que evoca la pedrería y el manto se cruza sobre sus rodillas bajo el brazo derecho. Los pliegues de ambas prendas son de indiscutible elegancia. La mandorla está rodeada de hojas trepadas que arrancan de la misma y se proyectan produciendo acusados contrastes.

 

El antiguo cimborrio

 

No hay datos de cómo y cuando empezó a construirse este cimborrio, aunque sí se sabe que el proyecto y la dirección inicial fueron del maestro Juan de Colonia y que finalizaría la obra su hijo Simón. Realmente no sabemos con seguridad cómo era este cimborrio, por tanto cualquier afirmación no pasaría de ser una mera suposición. No obstante puede ser bastante cierta la idea de que hubo una gran semejanza entre este primer gran cimborrio y el actual.

 

Quizás el tratarse de una obra innovadora sobre todo en lo estructural fue lo que motivó que se realizase sobre unos planteamientos no excesivamente estables, pues todavía no estaban totalmente definidos los sistemas de construcción de esta nueva arquitectura de la segunda mitad del siglo XV.

 

Casi no se había terminado esta maravillosa obra cuando fue imprescindible hacer arreglos que acabarían por convertirse en una continuada serie de reparaciones durante la última década del siglo XV. En 1495 aparecieron las primeras grietas, por lo que hubo que reparar la estructura y quitar unos capiteles que estaban a punto de caer. El cimborrio se convirtió en un continuo problema que ocasionaba reparaciones muy frecuentes y cuantiosos gastos de mantenimiento hasta que finalmente en la noche del 4 de marzo de 1539 se derrumbó. Este desastre fue probablemente el más importante sufrido por la Catedral de Burgos a lo largo de toda su historia. Algunas fuentes antiguas señalan que la caída estuvo precedida por un gran huracán.

 

Una vieja tradición recogida por Melchor Prieto señala que el derrumbe fue anunciado momentos antes de producirse por Santo Tomás de Villanueva, prior del convento de San Agustín de Burgos. El santo predijo en un sermón su hundimiento, hecho que tuvo lugar, según el relato de Prieto, a las tres de la tarde del 4 de marzo. Parece que en la hora no acertó. Realmente no era muy difícil predecir el hundimiento de un cimborrio que necesitaba ser apuntalado y reforzado de continuo.

 

Ante tan lamentable situación las obras de desescombro progresaron rápidamente. El 6 de octubre llegó la confirmación pontificia de las indulgencias concedidas. Los capitulares hicieron públicas las gracias espirituales que lograrían quienes trabajasen en las tareas de desescombro. Probablemente con toda esta ofensiva de gracias espirituales los canónigos estaban intentando reactivar el proceso, que quizás había entrado en decadencia. A finales de 1539 ya se habían terminado las tareas de evacuación de los cascotes.

 

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