Catedral – 8 diciembre 2013
El 28 de agosto de 1963, Martin Luther Kung pronunció un discurso memorable desde las escalinatas del Monumento a Lincoln, durante la marcha –en «Washington– por el trabajo y la libertad. En ese discurso pronunció unas palabras que hoy ya son históricas: «Yo tengo un sueño». El sueño de que nuestros hijos y nuestras esposas vean un país en el que los chicos blancos y negros convivan sin ningún tipo de prejuicio. Hay que terminar con la situación actual en la que los negros no podemos ir a los hoteles ni podemos votar.
Al terminar su discurso despidió a los participantes en la marcha, diciéndoles que volvieran tranquilos a sus lugares, que siguiesen luchando, pero sin violencia, y que tuviesen la absoluta confianza de que el cambio iba a llegar. Poco después una bala asesina acabó con la vida de Luther Kung. Pero no pudo matar su sueño. Y hoy, los negros americanos no sólo pueden ir a los hoteles y votar, sino que el Presidente de los Estados Unidos es de su raza.
Dios también tuvo un sueño en su eternidad: el sueño de crear un mundo maravilloso y dárselo a los hombres para que lo disfrutaran. Los hombres no sólo serían seres racionales y libres sino que les elevaría a la categoría de hijos suyos. Y creó el mundo que conocemos y creó también al hombre. Pero un día el demonio, enemigo acérrimo suyo y de su obra, destruyó el sueño: engañó al hombre para que quisiera hacerse Dios y le desobedeciera. En ese mismo instante, el hombre perdió su condición de hijo y amigo de Dios y quedó sometido al imperio del demonio.
Sin embargo, ocurrió como en el caso de Luther Kung, sólo que corregido y aumentado. Inmediatamente después del pecado del hombre, Dios le sale al encuentro y le asegura que su sueño se realizará: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la tuya y ella te aplastará la cabeza cuando tú quieras herirla en el talón». Esa mujer era la Inmaculada. Dios derrotó en ella al demonio de tal manera, que no le permitió que la poseyese ni una milésima de segundo. En el mismo instante en que fue concebida por sus padres –como lo hemos sido todos–, la santificó, la hizo exclusivamente suya, la hizo toda santa y toda llena de gracia.
Con Ella, el sueño eterno de Dios volvió a ponerse en marcha. Y, de tal modo, que nada ni nadie volvería a interrumpirlo. María sería concebida sin pecado original porque sería la Madre de su Hijo Unigénito. De hecho, el sueño de Dios, además de la creación del mundo y la elevación del hombre a la condición de hijo suyo, incluía también que su Hijo Eterno, el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hiciera hombre sin dejar de ser Dios, para que el hombre, sin dejar de ser hombre, se hiciera Dios, quedara divinizado.
Por eso, cuando llegó la plenitud de los tiempos, es decir, cuando llegó el momento en el que Dios realizaría la salvación de modo perfecto y universal, envió a su ángel Gabriel a revelar a María tanto su condición de Inmaculada –llena de gracia– como la razón de ese singularísimo privilegio: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, será grande, se llamará hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, y su reino no tendrá fin». Y cuando María dijo «sí», «hágase» lo que Dios quiere, el Verbo se hizo hombre y comenzó la restauración del género humano: ¡¡la realización definitiva y plena del sueño eterno de Dios!! Dios había triunfado de su enemigo.
La Inmaculada nos llena de confianza y esperanza. Nosotros no somos como Ella, porque estamos manchados desde el seno de nuestra madre. «Pecador me concibió mi madre», canta el salmista. El Bautismo nos limpió de esa mancha y nos hizo verdaderos hijos de Dios. Pero hemos manchado muchas veces el vestido blanco que nos pusieron inmediatamente después de bautizarnos, y hemos apagado con frecuencia el cirio encendido que entregaron a nuestros padres y padrinos para que nos ayudaran a conservar su luz hasta la muerte. No obstante, Dios ha seguido realizando en nosotros su plan salvador, mediante el sacramento de la Penitencia, la comunión sacramental de su Cuerpo y un incontable número de gracias. Más aún, como somos sus hijos, Dios no se cansa de limpiarnos, de perdonarnos, de ayudarnos a volvernos inmaculados una y otra vez.
Una última consideración. El Bautismo, además de hacernos hijos de Dios, nos hacemos miembros de la Iglesia. Todos los bautizados somos Iglesia; más aún, somos la Iglesia, unidos a nuestra Cabeza, Cristo. Por eso, no puede extrañarnos que –si a nivel personal nos manchamos con tanta frecuencia– el rostro que entre todos damos a la Iglesia sea un rostro sucio, manchado. Es verdad que los santos de todos los tiempos, también los de ahora, ponen una nota de santidad que deja traslucir el rostro hermoso de la Iglesia; pero tantas veces los pecados de quienes no somos santos, afea el rostro de la Esposa de Cristo.
No perdamos la esperanza. Llegará también un día en el que el rostro de la Iglesia aparecerá limpísimo, hermosísimo. La Inmaculada es la mejor prueba de esa realidad. Porque Ella es parte de la Iglesia, su miembro más eminente. Por eso, lo que en Ella «ya» ha tenido lugar, «un día» tendrá lugar en la Iglesia.
Ahora bien, esta realidad no puede ser una invitación a la indolencia y a la irresponsabilidad. Al contrario, como buenos hijos de tan excelente Madre, hemos de pedir a Dios nuestra conversión y la de todos nuestros hermanos. El Papa Francisco nos está urgiendo a esta conversión desde el comienzo de su Pontificado. Ahora lo ha hecho con una fuerza especial en la Exhortación «La alegría del Evangelio», donde esta conversión es más que un ruego: ¡¡es un mandato!!
Oigamos su voz con docilidad, pues es la voz del mismo Jesucristo, de quien el Papa es Vicario en la tierra. Ahora que estamos esperando nuevamente la venida del Salvador, purifiquemos nuestra alma con una buena confesión y con un verdadero cambio de vida. No pongamos obstáculos para que el sueño de Dios se realice ahora en la Iglesia, para que Ella sea en verdad luz que ilumine el camino que recorren las naciones y los pueblos; y, de este modo, vaya preparando la venida definitiva del reino de Jesucristo.