Clausura del Año de la Fe en Aranda

por administrador,

Ermita de Ntra. Sra. de las Viñas – 16 noviembre 2013

Clausuramos hoy en Aranda el Año de la Fe. Y lo hacemos con una Eucaristía. Porque queremos dar gracias a Dios por tantos y tantos beneficios que nos ha dispensando desde que comenzamos a recorrerlo, el once de octubre de 2012, hasta hoy. Y también porque queremos prometer al Señor que, como fruto de este Año de la fe, queremos alimentarla, celebrarla mejor y, sobre todo, trasmitirla más y mejor.

En primer lugar, queremos que nuestra fe sea mejor alimentada. La fe no es algo que se adquiere de una vez para siempre, como ocurre con el carné de conducir o el título que nos dan al finalizar los estudios de la universidad. No. La fe es algo vivo, en continuo desarrollo, algo que puede robustecerse o languidecer y hasta morir. Por eso, como una realidad viva, necesita alimentarse y, además, alimentarse cada día. El alimento de la fe es, sobre todo, la Palabra de Dios y los sacramentos.

En la lectura de la carta a los Romanos se afirma que «la fe proviene de la predicación y la predicación por la Palabra de Cristo». Si no hay Palabra de Dios no puede haber predicación, es decir: anuncio de la salvación obrada por Cristo muerto y resucitado; y si no hay este anuncio no podemos conocerla ni adherirnos a ella. Es decir, sin Palabra de Dios no puede existir la fe. Por tanto, cuanto más nos alimentemos de la Palabra de Dios, más fe podremos tener; cuanto mejor conozcamos la Palabra, más ilustrada será nuestra fe; cuanto más penetremos en la Palabra de Dios, tanto más penetrará la fe en nosotros y en nuestro vida. Es preciso, por tanto, alimentarnos continuamente con la Palabra de Dios.

¿Dónde encontramos ese alimento? Hay dos lugares que están al alcance de todos: la lectura diaria del Evangelio y la lectura creyente de la Biblia en algún grupo de oración una vez a la semana. El Evangelio no fue escrito para los profesores de Sagrada Escritura y para los que hacen estudios para ser sacerdotes. Los Evangelios nacieron en el pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios. Cada uno de los cuatro evangelistas escribió su evangelio para los fieles de una comunidad concreta. Por ejemplo, san Marcos para los fieles de la Iglesia de Roma y san Mateo para los fieles de una comunidad de Siria, probablemente Antioquía, donde había judíos y paganos. Y los fieles lo escuchaban domingo tras domingo en las celebraciones eucarísticas y trataban de aprenderlo de memoria. Ha sido una desgracia muy grande que con el paso de los siglos, los fieles no lo entendieran y dejaran de leerlo. El Concilio Vaticano II urgió la lectura de la Biblia y los Papas posteriores, especialmente Juan Pablo II y Benedicto XVI han insistido mucho en este sentido.

Pienso que sería un fruto muy hermoso y muy provechoso de este Año de la fe, hacer el propósito de adquirir –si no lo tenemos– los Santos Evangelios y leerlos unos minutos cada día. Así mismo, crear grupos de oración para conocer la Biblia.

El segundo propósito al clausurar el Año de la fe es celebrar esa fe cada día mejor. Porque la fe de los cristianos no es un sistema de ideas ni un conjunto de verdades teóricas. Es la profesión de los hechos y palabras que Dios nos ha ido manifestando a lo largo de la historia de la salvación, tal y como se encuentran en el Antiguo y Nuevo Testamento, y que culminaron en la muerte y resurrección de Jesucristo. Esas realidades las hacemos presentes en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Por eso, si no participamos en los sacramentos y en la eucaristía, nuestra fe queda completamente empobrecida; más aún, corre el riesgo de perderse.

En este sentido, quiero recordar unas palabras del Beato Juan Pablo II al comienzo del nuevo milenio. Decía este santo Pontífice: «Después del Concilio Vaticano II la comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de celebrar los sacramentos, especialmente la Eucaristía. Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor Resucitado». Y añadía con tono solemne: «No sabemos qué acontecimientos nos reservará el milenio que estamos comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en la manos de Cristo… y que, precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación lo que constituye el eje central de la historia. Por tanto quisiera insistir para que la participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de ver no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente» (NMI 35-36).

Yo os animo a mejorar vuestra participación en la Eucaristía del domingo. Ante todo, no faltando nunca, ni siquiera cuando estáis de viaje y fuera de casa. Además, llegando con puntualidad, y diciendo alto, claro y con devoción todo lo que os corresponde: las respuestas, el gloria, el credo, etc. Sería un buen propósito aspirar a la mejor participación, que es la comunión sacramental, recibida en gracia santificante y en ayunas desde una hora antes. ¡¡Como mejoraría nuestra fe, si cada domingo participamos así en la Santa Misa!!

El tercer propósito al clausurar el Año de la fe es transmitirla más y mejor. Es, quizás, el reto más importante para cada uno y para nuestras parroquias. Necesitamos ser más conscientes de que necesitamos trasmitir la fe a los hijos con convicción y constancia. Los padres han recibido de Dios la misión de trasmitir la vida y educarla en la fe. Ellos son los primeros y principales trasmisores de la fe a sus hijos. La parroquia ayuda y el Colegio también. Pero el papel de los padres es insustituible. Nadie puede suplirlos y si ellos no trasmiten la fe a sus hijos esa laguna no la colmará nadie y el hijo será el gran perjudicado.

Por eso, yo os animo a que sigáis asistiendo a las reuniones que los sacerdotes organizan en las parroquias para ayudaros a realizar el despertar religioso con vuestros hijos, cuando todavía son muy pequeños. Y también en todo lo que ellos proponen para preparar el Bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación. Lo que hicieron nuestros padres con nosotros, eso mismo hemos de hacerlo nosotros con los hijos y nietos. Nosotros seremos también beneficiados. Porque la fe se fortalece cuanto se comunica.

Demos, pues, gracias a Dios por todo lo que él nos ha dado a lo largo del Año de la fe y hagamos el firme propósito de llevar a la práctica las tres propuestas que os he hecho: alimentar la fe con la lectura diaria del Evangelio, celebrar nuestra fe con la participación más consciente en la Eucaristía de cada domingo y trasmitir la fe a los hijos y nietos, tanto con nuestro ejemplo como con nuestra palabra, y aprovechando los medios que nos proporciona nuestra parroquia.

Se lo ponemos en manos de la Virgen de las Viñas para que Ella nos ayude en este empeño.

La Iglesia con todos, al servicio de todos

por administrador,

Cope – 10 noviembre 2013

Cuando el Señor instituyó la Iglesia, quiso que su labor evangelizadora se perpetuase en el tiempo, para que su salvación llegara a todos los hombres, en especial a los que son sus preferidos, los pobres. Para realizar esta misión, muchas personas marchan a países lejanos a anunciar el Evangelio y encarnarse hasta donde les es posible, con una generosidad sin límites. Otras –las más– no tienen ese carisma, pero están también llamados a realizar la misma misión en el lugar donde Dios les ha colocado. Es el caso de todos nosotros, los que formamos la Iglesia que vive en Burgos.

Al contemplar la realidad en que viven muchos hermanos nuestros afectados por la crisis económica que perdura en el tiempo: falta de trabajo, precariedad en el empleo, dificultades para hacer frente a las necesidades más elementales de la vida, etc. queremos tenerlos cada vez más presentes de modo afectivo y efectivo, Y queremos hacerlo no de cualquier manera sino como nos enseñó el Maestro: estando con todos y al servicio de todos. El Día de la Iglesia Diocesana, que celebramos el 17 de este mes de noviembre, es una gran llamada que el Señor nos hace a todos para que le ayudemos a ayudar a los demás, especialmente a los más pobres.

Tengo la certeza de que nuestra Iglesia de Burgos quiere estar al lado de toda persona que siente necesidad, sea de la condición social que sea, edad, confesión religiosa… Más aún, está haciendo un gran esfuerzo y en actitud de servicio y entrega, es decir atendiendo todas sus necesidades y hasta el final.

No siempre somos capaces de cumplirlo en su totalidad. ¡Hay tanto que hacer! ¡Necesitamos tantos recursos! De ahí que todos seamos necesarios e importantes. Sobre todo, si no limitamos la ayuda a lo exclusivamente económico. No cabe duda que ésta es importante. Pero hay otras necesidades no menos importantes y que reclaman nuestra ayuda. Pienso, por ejemplo, en los sufrimientos de tantas parejas desestructuradas o en peligro de romperse, en tantos niños a los que es preciso despertarles a la fe, en tantos padres que sufren el abandono y la soledad de sus hijos, en tantas personas sin ninguna esperanza y en otras que no conocen a Jesucristo.

Con motivo de esta Jornada tan nuestra, quiero hacer una llamada a todos los diocesanos para que todos acojamos a Jesús, prolongado en su Iglesia, para que todos nos comprometamos un poco más con su proyecto que la Iglesia nos hace cercano, para que todos seamos capaces de llevar a los demás a Quien la Iglesia nos da.

Comparte lo que eres y lo que tienes, ayuda a nuestra Iglesia de Burgos y tu aportación dará el ciento por uno en frutos. Tu donativo personal o familiar es muy necesario para lograr entre todos que nuestra Iglesia pueda estar siempre con los que más lo necesitan.

Celebrar el Día de la Iglesia Diocesana el próximo domingo, 17 de noviembre, es lo mismo que hacernos cercanos y a la vez echar una mano a los que más nos necesitan. Nuestro compromiso no puede esperar.

Por eso con el afecto de pastor pido a cada uno de los diocesanos: Ayuda a la Iglesia, ganamos todos. Para todos, mi agradecimiento sincero y mi bendición.

Eucaristía por obispos y sacerdotes difuntos

por administrador,

Catedral – 4 noviembre 2013

El sábado pasado por la tarde celebrábamos en esta Capilla una misa por todos los fieles de la diócesis que han fallecido a lo largo de este año. Y es lógico, porque –como cristianos– profesamos la creencia en la inmortalidad del alma, en la resurrección de Cristo y en nuestra resurrección al final de los tiempos. Además, los renacidos en Cristo por el Bautismo, formamos un solo Cuerpo y rige entre nosotros una íntima comunión. Gracias a ella, hay comunicación de bienes entre sus miembros.

Nada más lógico, por tanto, que vengamos a ofrecer el mejor de todos los sufragios: el sacrificio sacramental de Cristo por aquellos con los que hemos profesado-celebrado-vivido la misma fe en la misma Iglesia. Si los que están unidos por los vínculos de la sangre se acuerdan de sus antepasados durante estos días, con más motivo hemos de hacerlo quienes estamos unidos con los lazos de una misma fe y un mismo Bautismo, y tenemos por Padre al que es fuente y origen de toda paternidad.

Todas estas mismas razones avalan que ahora estemos aquí para ofrecer también el sacrificio redentor de Cristo, por nuestros hermanos sacerdotes de la diócesis que han fallecido desde el 2 de noviembre del año pasado. Ha sido un año en el que bastantes hermanos han llegado a la meta de su peregrinación. En pocos días, lo han hecho tres, uno de los cuales está ahora de cuerpo presente en la casa sacerdotal. Nuestra presencia aquí es reclamada, además, por el hecho de formar parte de un mismo presbiterio diocesano.

Como enseñaba ya san Ignacio de Antioquía y ha recordado el concilio Vaticano II, todos los presbíteros de una diócesis forman un único presbiterio, cuya cabeza es el obispo. El desarrollo histórico de las cosas hizo que esta verdad pasara luego a un segundo plano y perdiera fuerza persuasiva y operativa durante bastantes siglos. Hoy, gracias a Dios, ha sido recuperada y es repetida con insistente regularidad por el Magisterio reciente y actual de la Iglesia. Demos gracias a Dios, porque ahora somos más conscientes de que todos nosotros formamos un sólo cuerpo presbiteral y que entre todos hacemos posible que Jesucristo anuncie su evangelio, celebre sus sacramentos y pastoree a esta grey que llamamos «diócesis de Burgos». Un solo cuerpo en el que cada miembro ejerce una función propia: las parroquias, las capellanías, la facultad, el seminario, la catedral, las tareas de la administración. Y en el que cada uno tiene su propia sensibilidad y su propio carisma.

Formamos una rica unidad y, a la vez, una no menos rica variedad. Gracias a la comunión, la unidad no se convierte en uniformidad ni la variedad en anarquía. El Papa Francisco decía recientemente a unos obispos que acababa de ordenar, refiriéndose al Colegio Episcopal: «La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Unidos en las diferencias: éste es el camino de Jesús». Con la debida proporción es plenamente aplicable al presbiterio: «Unidos en las diferencias: éste es el camino de Jesús». Así es como haremos que la Iglesia en general y la nuestra en particular sea lo que el Beato Juan Pablo II nos proponía para el tercer milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: este en el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas de este mundo».

Este hombre de Dios nos trazaba, además, el camino que debíamos seguir para lograr este objetivo. «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión…» que es, entre otras cosas, «capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un ‘don para mí’, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido». Y añadía: «No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos de comunión. Se convertirían en medio sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento» (NMI, 43). Todo esto está exigiendo que demos cada vez más espacio al cultivo de la comunión. La misa que ahora estamos celebrando por los sacerdotes de la diócesis que nos han precedido en el signo de fe y duermen ya en el Señor, es uno de esos modos –el mejor, por tratarse de la Eucaristía– para cultivar y ampliar los espacios de nuestra comunión presbiteral.

Os invito a que no sea éste el único sufragio que ofrezcamos por nuestros hermanos sacerdotes. Todos los bautizados, pastores y fieles, somos santos y, a la vez, pecadores. A lo largo de una vida son muchas las faltas de fidelidad que todos cometemos, tanto en la predicación de la Palabra de Dios como en la celebración de los diversos sacramentos y en el cuidado de las almas. Tenemos buena voluntad, pero nos tira hacia abajo el egoísmo, la pereza, la falta de caridad en los juicios y las conversaciones, la falta de pobreza, y todo el capítulo de las omisiones. Ayudémonos con nuestras oraciones, sacrificios y demás sufragios. Apoyémonos en las palabras que nos ha dicho Jesús y hemos recordado en el Evangelio: «Este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria».

Que Santa María, Madre especialísima de los sacerdotes, interceda por ellos y nosotros ante su Hijo y hermano nuestro, Jesucristo, que en unos momentos se hará presente entre nosotros.

In Memoriam Carmelo Vega Ortega

por administrador,

Hay noticias que, aunque esperadas, siempre te localizan desprevenido. Así me sucedió esta mañana cuando, al salir de celebrar la Eucaristía en un pueblo, me encuentro con varias llamadas, todas ellas me hacían sospechar lo confirmado posteriormente: Carmelo ha muerto.

Un hombre de bien, un sacerdote sencillo, servicial, ha pasado a la historia. Carmelo, sin hacerse notar, trabajando, siempre en el silencio y el anonimato, allí donde se le enviaba, sin, jamás, aspirar a la notoriedad ni a los “puestos de honor”, si es que entre cristianos se puede hablar así, nos deja un tipo de cura envidiable. Para muchos, será aquél que, sin más pretensiones, nos introdujo y nos contagió el gusto por la música clásica. A él se lo debemos, nunca se lo agradeceremos suficientemente.

Los pueblos y parroquias de la ciudad donde ha estado le recuerdan como el sacerdote que quería a la gente, que les escuchaba y procuraba estar disponible para servir. En definitiva un cura que era eso, un cura, sin más, que intentaba acercar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios.

Herido de muerte hace meses, ésta le sorprendió esta mañana, sorpresa que no es tal para quien toda la vida ha sido un prepararse para este encuentro con Aquél por quien apostó hace años. Aquél de quién habrá escuchado: “Carmelo …has sido fiel… pasa al banquete de tu Señor”.

¡Descansa en paz Carmelo!.

Jesús Yusta Sainz

Roma, capital de la familia

por administrador,

Cope – 3 noviembre 2013

La semana pasada han tenido lugar en Roma dos importantes acontecimientos eclesiales. El primero fue la reunión de la Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, de la que formo parte, y en cuyas sesiones pude participar muy de cerca. El segundo fue la Peregrinación Mundial de la Familia, con motivo del Año de la Fe, a punto ya de clausurarse. También pude participar, tanto en la celebración festiva del sábado por la tarde en la Plaza de San Pedro, como en la misa que el Papa celebró allí el domingo siguiente por la mañana, ante una muchedumbre que llenaba toda la Plaza y la Via Conciliazione, y en la que tuve la suerte de poder concelebrar en unión con otros muchos obispos. Roma ha sido, por tanto, una especie de capital mundial de la familia.

Como es fácil de imaginar, es difícil resumir en unas líneas la crónica de ambos acontecimientos. Puesto a elegir, me quedo con el discurso que el Papa Francisco nos dirigió al final de las sesiones de la Plenaria. «Se podría decir que la familia es el motor del mundo y de la historia», dijo el Papa apenas al inicio. Efectivamente, la familia es una comunidad –la primera comunidad– de personas donde se aprende a amar y se trasmite y cuida la vida. Está hecha de rostros, de personas que aman, dialogan, se sacrifican unas por otras y se preocupan de la vida, especialmente de la más frágil. La familia es también el ámbito en el que se aprende el arte de la comunicación interpersonal, se toma conciencia de la propia dignidad, se trasmite y aprende la fe. Por eso, «hemos de defender los derechos de esta comunidad y habéis hecho muy bien –nos decía a nosotros– en prestar una atención especial a la «Carta de los Derechos de la Familia, que se presentó hace ahora treinta años».

También estuvo especialmente cercano al día a día del Matrimonio. «Hay problemas en el Matrimonio, dijo; pues hay diversos puntos de vista, celotipias y se riñe. Pero hay que decir a los jóvenes esposos que no terminen el día sin hacer las paces. En ese momento, el sacramento del matrimonio viene renovado». También fueron muy sentidas las palabras en las que el Papa invitaba a los esposos a «jugar con los hijos», a «perder el tiempo con los hijos». Y otro tanto ocurrió cuando habló de los ancianos, de los abuelos. «Niños y ancianos representan los dos polos de la vida. Una sociedad que abandona a los niños y que margina a los ancianos corta sus raíces y cierra su futuro».

Del discurso en la celebración vespertina en la Plaza de san Pedro, con decenas de miles de familias, me impresionaron especialmente –quizás porque es lo que yo más he estudiado– las palabras en las que glosó la entrega mutua que hacen el esposo y la esposa en el momento de contraer matrimonio. Fueron palabras muy verdaderas y emotivas. «Los esposos en aquel momento no saben lo que ocurrirá, desconocen las alegrías y penas que les aguardan. Parten como Abrahán, se ponen juntos en camino. Partir y caminar juntos, agarrados de la mano y confiándose a la gran mano del Señor». Y se dicen: «Prometo serte fiel siempre, en la alegría y el dolor, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida». ¡Esto es el matrimonio! «Caminar juntos de la mano, siempre y para toda la vida. Sin hacer caso de la cultura de lo provisional, que nos corta la vida en pedazos».

Pero este es un ideal que supera las fuerzas de los esposos, si no cuentan con la ayuda de Dios. Los matrimonios cristianos no pueden ser ingenuos ni desconocer los problemas y peligros de la vida. No obstante, esto no puede ser óbice para asumir la propia responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia. Para esto se requiere la gracia del sacramento, entendido no como una ceremonia bonita y una fiesta hermosa, sino como una fuente de la que mana la gracia para caminar juntos durante toda la vida.