A los 50 años de una gran encíclica

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Cope – 5 mayo 2013

A principios de la década de los sesenta del siglo pasado, la situación del mundo era muy preocupante. Después de las dos guerras mundiales, se habían consolidado sistemas totalitarios y demoledores, el mundo estaba dividido en dos bloques, acababa de levantarse el muro de Berlín, la crisis de los misiles en Cuba había colocado al mundo al borde de una guerra nuclear, Juan XXIII tenía un cáncer muy avanzado y la Iglesia padecía «la mayor persecución que la Historia haya conocido jamás» (Juan Pablo II). La paz parecía imposible. Sin embargo, Juan XXIII veía rayos de luz en el horizonte. Eso explica que, a pesar de ser consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, en diciembre de 1962 mandó redactar el borrador de una encíclica cuyo argumento era la paz, en la que aparecieran no sólo argumentos sino también una llamada al corazón que todo el mundo comprendiera.

El 11 de abril siguiente, Jueves Santo y dos meses antes de su muerte, firmaba la Pacem in terris (Paz en la tierra), sobre la paz entre todos los pueblos; paz que ha de estar fundada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Era la primera encíclica que iba dirigida no sólo a los católicos sino a todos los hombres de buena voluntad, fuesen cuales fuesen sus ideas, su etnia y su religión.

El protagonista de esta encíclica son los derechos humanos, los cuales, a partir de este momento, se convertirían en el protagonista habitual de las encíclicas sociales. El hombre está dotado de unos derechos que pertenecen a su naturaleza y que no son el simple resultado de un consenso entre sectores políticos. Todos los hombres y mujeres del mundo pertenecemos a la misma familia humana y, en consecuencia, hemos de aspirar y hacer posible vivir en paz, en justicia y con esperanza en el futuro.

La encíclica hacía también una fuerte llamada al diálogo y al encuentro entre personas de otras religiones y con los no creyentes. Juan XXIII había ido por delante. No en vano fue el primer Pontífice que recibió a un Primado anglicano y había sorprendido al mundo invitando al concilio Vaticano II a Delegados de otras confesiones cristianas y había mantenido relaciones con personalidades agnósticas.

Juan XXIII partía de un gran supuesto: hay que distinguir claramente entre «el error» y el «hombre que yerra». El hombre, aunque yerre, no queda despojado de su dignidad ni de la ayuda de la divina Providencia en la búsqueda del camino de la verdad. Este mensaje, como diría Benedicto XVI, en 2012, a la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, «puede resonar entre las personas de todas las creencias y de los que no tienen ninguna, ya que su verdad es accesible a todos».

La encíclica fue recibida con enorme entusiasmo. Hasta el punto de que, por primera y última vez, el New York Times la publicó íntegramente. Incluso fue traducida al ruso y elogiada en el diario soviético Pravda. Como era previsible, también surgieron nuevos riesgos, con ofertas trampa de diálogo a la Iglesia en los países comunistas, cuya finalidad última no era el diálogo sino el sometimiento. Con todo, el tiempo ha demostrado que el gran escollo es el rechazo de la ley natural por parte de gran parte del mundo laico. Ahí están los supuestos derechos al aborto y la redefinición del matrimonio, o la ideología de género.

Han pasado cincuenta años desde la publicación de esta gran encíclica, pero su doctrina y su espíritu no han perdido actualidad. Es preciso recuperar que el hombre es poseedor de unos derechos que le corresponden por ser persona creada a imagen de Dios y, por ello, el sujeto, el fundamento y el fin de las relaciones civiles, políticas, internacionales y mundiales. Sobre este fundamento, no sobre las ideologías de diverso tipo, se puede y es preciso construir la paz. La lectura o relectura de este gran texto de Juan XXIII puede refrescar nuestras ideas y allanar el camino a recorrer.

125 aniversario de la Adoración Nocturna

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Catedral – 4 mayo 2013

1. La ausencia física de Jesús en medio de los suyos fue siempre un problema para los cristianos, sobre todo para los apóstoles y los primeros discípulos tan marcados por la experiencia vital del Maestro.

Muchas eran las preguntas que podían hacerse: ¿Cómo continuar su obra? ¿Cómo escuchar su palabra? ¿Cómo hacer frente a los problemas y dificultades que seguramente se suscitarían con el correr del tiempo? ¿Cómo interpretar correctamente sus palabras y darles el sentido exacto? ¿Y cómo organizar una comunidad que apenas estaba esbozada al morir su fundador?

Y el evangelista Juan, preocupado por esta comunidad cristiana que debe ser la prolongación de Cristo en el tiempo y en el espacio, nos da una respuesta: es el don del Espíritu Santo el que completará la obra de Jesús. Juan y Lucas son los dos evangelistas que subrayan constantemente la obra del Espíritu en la comunidad cristiana. Acercándonos ya inmediatamente a la celebración de la Ascensión del Señor y a Pentecostés, no nos extrañemos de que la liturgia incline hoy nuestra mirada hacia el Espíritu Santo que debe jugar un papel tan importante en la dinámica de la comunidad cristiana. Como sucede en estos domingos, mientras el Evangelio de Juan nos presenta el postulado teórico de la cuestión, el libro de los Hechos nos da la visión pragmática desde ciertas situaciones concretas.

Jesús se va al Padre y siente la preocupación de los apóstoles por esa ausencia que puede ser también una ruptura. Por eso les dice: «Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito [o Abogado], el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es el espíritu de la verdad, el que enseñará todo y recordará lo enseñado por Jesús. Este enseñar y recordar todo tiene un valor muy especial: el Espíritu no agrega palabras a las de Cristo, sino que las recuerda, es decir, las vuelve a la superficie, las hace actuales de tal modo que cada comunidad cristiana tenga en ellas el criterio para resolver sus problemas y conflictos.

Recordar las palabras de Jesús es mucho más que acordarse con la memoria, como hacen los niños en la escuela; es hacer presente aquí y ahora el mensaje de Cristo que se dirige al hombre concreto de hoy que tiene preocupaciones propias y peculiares. A Jesús no lo podemos recordar como un simple personaje del pasado, ni sus palabras se han quedado petrificadas en las páginas del Nuevo Testamento. Cristo Resucitado está viviente en la comunidad y sus palabras tienen valor si son algo vivo para cada circunstancia. Por lo tanto, recordarlo es hacer que nuestra vida, nuestra conducta, nuestra vida comunitaria, nuestra relación con el mundo, etc., estén orientados por el Espíritu de Cristo y de su evangelio.

La comunidad cristiana debe estar en permanente alerta y en constante escucha del Espíritu, con un corazón abierto y disponible para que toda la palabra de Jesús sea reflexionada y vivida. Pero si la comunidad eclesial se cierra al Espíritu y se instala en una posición cómoda y fija, para no tener que ver tantas cosas nuevas como nos obligan a rehacer nuestros esquemas mentales, entonces sí que la decadencia de la Iglesia es inevitable y ella deja de ser fermento de verdad en el mundo. Y alguien preguntará: ¿Y cómo se manifiesta el Espíritu cuando una seria crisis se hace sentir en la Iglesia? El texto de los Hechos nos da una respuesta sugestiva…

2. La primera lectura de hoy se refiere a lo que tradicionalmente es conocido como «el Concilio de Jerusalén», acaecido aproximadamente hacia el año 49, unos veinte años después de la muerte de Jesús. La Iglesia se enfrenta por entonces con su primera gran crisis interna, una crisis que está a punto de provocar la ruptura. El motivo ya lo conocemos: Pablo y Bernabé, durante su primer viaje misionero por el Asia Menor, habían bautizado a los paganos que querían abrazar la fe, sin obligarlos al rito de la circuncisión y a otras prácticas propias de los judíos. Aquello fue una novedad tan sonada, que eminentes cristianos judaizantes, sobre todo los venidos del fariseísmo, e incluso el influyente pariente de Jesús, Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, reaccionaron con todas sus energías. Como dice Lucas: «Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé», por lo que se decidió hacer en última instancia una consulta a Jerusalén con todos los notables de la Iglesia, entre ellos Pedro, Santiago y Juan, como recuerda el mismo Pablo en la Carta a los gálatas (2,9).

Así tuvo lugar aquella memorable reunión. El Concilio llegó a una conclusión común, expresada, según Lucas, en una carta que se redactó y que se envió a la Iglesia de Antioquía.

No nos interesa ahora meternos de lleno en el conflicto surgido en la Iglesia, sino en la forma como se resolvió, subrayando cierto detalle fundamental de la famosa carta en cuestión: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros»… He aquí la forma concreta de resolver las cuestiones internas y de recordar las palabras de Jesús cuando la memoria del Espíritu nos falla. A partir de entonces, cuando las crisis arreciaban muy fuerte, fueron los Concilios Ecuménicos el modo como los cristianos intentaron entenderse ante cuestiones tan fundamentales como la misma divinidad de Jesucristo en los concilios de Nicea (325) y Efeso (5,31). El último gran Concilio, el Vaticano II, fue entre otras cosas una gran manifestación del Espíritu en una Iglesia que tiene que hacer frente a nuevos y grandes desafíos.

«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» es la concreción de lo dicho por Jesús en el texto de Juan; es la incorporación oficial del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, no como un miembro más, sino como el aliento de vida nueva, como la fuente de la auténtica verdad, como el defensor contra los peligros de naufragio.

3. La Adoración Nocturna de Burgos, al celebrar hoy el 125 aniversario de su fundación, quiere dar gracias rendidas al Paráclito por el cúmulo inmenso de gracias que ha derramado sobre tantos adoradores, sobre sus familias, sobre sus parroquias y sobre toda nuestra diócesis.

A la vez, quiere pedir a ese mismo Espíritu Paráclito luces abundantes para abrirse a los nuevos problemas que hoy tiene planteada la Iglesia y ella misma; consciente de que con su luz y su fuerza será capaz de hacer frente a todas las dificultades y ampliar su radio de acción a nuevos miembros, especialmente entre los jóvenes.

Historia, significado y devoción del mes de mayo

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Cope – 28 abril 2013

Ocurrió en Roma una hermosa noche de mayo de finales del siglo XVIII. Un niño pobre reunió a sus compañeros y los condujo a una estatua de la Virgen María, a cuyos pies ardía una lámpara. Delante de la imagen, aquellas voces frescas cantaron la Letanía de Nuestra Señora. El pequeño grupo volvió a reunirse al día siguiente, pero acompañado de más niños. Las siguientes veces fueron las mamás las que se unieron. Pronto se formaron nuevos grupos y la devoción se popularizó enseguida. Muchas almas piadosas vieron en esta devoción una ocasión solemne y pública para reparar el desorden en la conducta que la llegada de la primavera propicia y acrecienta y decidieron apoyarla con empeño. Así fue fundado el Mes de María.

El primer año de su pontificado escribió el Beato Juan Pablo II: «El mes de mayo nos estimula a pensar y a hablar de modo particular de Ella. En efecto, este es su mes. El periodo del año litúrgico (la Resurrección) y el mes de mayo llaman e invitan a nuestros corazones a abrirse de manera singular a María». Muchas generaciones de cristianos lo han hecho así y no se arrepienten. Porque, si este mes es el momento en el que desde las iglesias y hogares cristianos suben al cielo oraciones más confiadas a la Santísima Virgen, también es el mes en el que «desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la Divina Misericordia» (Pablo VI). No puede ser de otro modo, porque «Dios quiere que no tengamos nada que no pase por manos de María» (san Bernardo).

La devoción a María no es algo de lo que se puede prescindir. ¡Es una necesidad! Porque María ha sido asociada indisolublemente por Dios a la obra de la salvación realizada por su Hijo. María dio al Hijo de Dios «el instrumento» con el que pudo realizar la salvación; instrumento que no era otro que el de su santísima Humanidad. Dios, que tenía que hacerse hombre para salvar al hombre, no se hubiera hecho tal sin la cooperación, libre y responsable, de María.

Los cristianos tienen una santa intuición para comprender que han de estar cerca de María y que el mes de mayo es una oportunidad de oro para honrarla, meditarla e implorarla. Hay muchos modos de hacerlo. Uno muy sencillo es ofrecer flores a la Virgen. La gente regala flores a las personas que ama. Esa muestra de cariño, puede convertirse –y de hecho se convierte en tantas ocasiones– en una altísima oración.

Mayo ofrece también la oportunidad de reflexionar y meditar en los grandes momentos de la Virgen María y en sus dogmas principales. Los misterios principales de María son: la Anunciación –momento cumbre de la historia–, la Visitación a su prima Santa Isabel, el Nacimiento de Jesús, la búsqueda del Niño perdido y hallado en el Templo de Jerusalén, las bodas de Caná y al pie de la Cruz. Los grandes dogmas marianos son: su Maternidad divina, su Inmaculada Concepción, su perpetua Virginidad y su Asunción a los cielos.

El mes de Mayo es un espacio de tiempo suficientemente amplio para darle vueltas a las principales virtudes de la Virgen María y tratar de llevarlas a nuestra vida. María fue una mujer que vivió siempre cerca de Dios. Una mujer humilde, piadosa, trabajadora, olvidada de sí misma para darse a los demás, servicial, entregada al cuidado de su esposo san José. Supo aceptar siempre con docilidad lo que Dios le pedía, aunque no lo entendiera. Consagró su vida: sus proyectos, sus afanes, su tiempo a Jesús. Y todo ello, dentro de un esquema de vida sumamente sencillo.

Cuando hagamos una romería a la ermita de nuestro pueblo o comarca, cuando llevemos un ramo de flores a una imagen de María, cuando recemos el Santo Rosario o la Salve, cuando trabajemos, cuando tengamos que prestar un servicio o cambiar un proyecto nuestro por otro de Dios…, hagámoslo con y por María.

Misa de acción de gracias por la beatificación del venerable Cristóbal de Santa Catalina

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Salesas de los Infantes – 25 abril 2013

El pasado 7 de abril, Octava de Pascua y Domingo de la Misericordia, fue beatificado en Córdoba el Venerable Cristóbal Fernández Valladolid. Hoy venimos a dar gracias a Dios por la elevación a los altares de este gran sacerdote español, Fundador de la Congregación de Hermanos y Hermanas Hospitalarias de Jesús Nazareno. Queremos unirnos a las religiosas que regentan nuestra casa sacerdotal desde hace años y son hijas suyas; y acompañarles en esta efemérides tan gozosa, para manifestarles el profundo agradecimiento que les profesamos por su dedicación y entrega a todos los residentes, especialmente a los enfermos. Que el nuevo Beato les siga bendiciendo, hermanas, y a nosotros nos conceda la suerte de seguir beneficiándonos de sus cuidados y solicitud amorosa.

El Beato Cristóbal nació en la ciudad de Mérida, Badajoz, el 25 de julio de 1638. Era el segundo hijo de una familia de seis hermanos, pobre y humilde, pero profundamente cristiana. Al ver su gran corazón y piedad, el Director del Hospital de san Juan de Dios le propone ser sacerdote e ingresa en el Seminario de Badajoz. El 10 de marzo de 1663 recibe la ordenación sacerdotal y comienza su ministerio en Mérida. Pronto fue destinado como ayudante del capellán de uno de los Tercios españoles en guerra con Portugal. Enferma gravemente y tiene que volver a la casa paterna. Reflexiona en su interior y piensa que Dios le llama a la vida eremítica y decide incorporarse a la que existía en la sierra de Córdoba. Cuando llega al Eremitorio se dirige al Hermano Mayor en estos términos: «Soy un pecador, que viene buscando quien le enseñe a hallar a Dios por el camino de la penitencia. Te pido que me recibas como hijo y me enseñes como Padre, que yo prometo ser obediente a tus mandatos». En 1670 profesa en la Orden Tercera de San Francisco de Asís y toma el sobrenombre de «Santa Catalina».

Como hacían los demás ermitaños, se ve obligado a bajar a la ciudad en ocasiones para resolver algunos asuntos. Allí conoce la situación real de aquella Córdoba de finales del siglo XVII, corrompida, llena de escándalos y donde los ricos y poderosos se desentienden de la suerte de los más pobres y miserables. El humilde eremita oye la voz de Dios en el grito de los pobres y decide consagrar su vida futura al cuidado del prójimo necesitado y dolorido. Deja la vida eremítica y funda la Congregación de Hermanos y Hermanas Hospitalarios de Jesús Nazareno, estableciendo un hospital en Córdoba. Es un hospitalito de seis camas, propiedad de la Cofradía de Jesús Nazareno. Poco a poco se le va añadiendo gente de Córdoba; y algunos hombres y mujeres deciden entregar su vida a la causa. Son los primeros Hermanos y Hermanas Hospitalarios. En adelante, toda su vida estará dedicada a esta Hospitalidad al servicio de los más pobres. Surgen las dificultades desde dentro y desde fuera. Pero él se fía de Dios y Dios le saca adelante. Él tiene que salir a pedir limosna por las calles de Córdoba e incluso por las de Sevilla, Cádiz y otras ciudades.

En 1690 se declara el cólera, que infecta a la ciudad. El Padre Cristóbal cuida de los afectados por la enfermedad, dentro y fuera del Hospital. Al fin, él mismo contrae el contagio y el 24 de julio de 1690 descansa en la paz del Señor.

La Hospitalidad fundada por él continúa hasta hoy a través de la Congregación de las Hermanas Hospitalarias de Jesús Nazareno Franciscanas y se encuentra presente en varios países de Europa y América. La rama masculina, en cambio, dejó de existir –por diversas causas– a finales del siglo XIX.

La Iglesia no se ha olvidado de este hijo, pobre, humilde y entregado en cuerpo y alma a la causa de los pobres y enfermos; el contrario, ha reconocido la heroicidad de sus virtudes y un milagro obrado por su intercesión; finalmente, le ha elevado a los altares, como Beato. Demos gracias a Dios.

2. Queridos hermanos: La situación social de Córdoba y del resto de ciudades españolas es muy distinta a la que conoció el Padre Cristóbal. Hoy no es fácil encontrar hombres, mujeres y niños enfermos que están tirados en las calles; aunque, por desgracia, todavía existen no pocos sin techo. Los servicios sociales del Estado Moderno han llegado a todas las capas de la sociedad y un mismo hospital abre sus puertas y presta idénticos cuidados a todos los ciudadanos. Tanto la iniciativa pública como la privada han creado residencias para los ancianos y los necesitados de gran asistencia.

Sin embargo, siguen abundando las personas necesitadas de ayuda para subsistir y, sobre todo, para llevar una vida digna de hijos de Dios. Hay muchos ancianos que viven solos, en sus casas o en residencias; muchos pobres de solemnidad que no tienen trabajo, bienes ni subsidios adecuados; la crisis económica que nos oprime está creando nuevos pobres en la clase media, que tienen que optar entre pagar la hipoteca y asistir a los comedores de Cáritas; muchas madres, sobre todo solteras, que están en riesgo de eliminar el fruto que llevan en sus entrañas; esposos y esposas abandonados por el otro cónyuge, que rumian su propio dolor en soledad. Es la comprobación de aquellas palabras del Señor: «pobres los tendréis siempre».

Todo esto nos está indicando que la vida y el ejemplo del Padre Cristóbal siguen siendo un modelo actual y atractivo. No se trata de que imitemos su retiro a un eremitorio o que pongamos una talega al hombro y vayamos como él por las calles, dando de comer a los necesitados. Alguno puede tener esta vocación concreta. Se trata de que tengamos su mismo espíritu e imitemos sus virtudes allí donde trascurre nuestra vida. Seamos sacerdotes, religiosos o seglares, el Padre Cristóbal nos enseña a ser almas de profunda vida interior: almas de oración, de penitencia, de sacrificio, de amor a Dios y amor al prójimo por Dios.

Muchos de vosotros residís en la Casa Sacerdotal, y algunos en la Residencia de Barrantes. Todos estáis próximos a san Juan de Dios. Tenéis familiares y amigos ancianos, enfermos, parados, quizás separados. Ahí hemos de aplicar el espíritu del Padre Cristóbal y llegar a donde nos sea posible. Podemos hacer mucho más de lo que nos parece. Acompañaos cuando tenéis que ir al hospital, cuando estáis enfermos, cuando conocéis que un compañero está pasando un mal momento. Sed generosos en vuestras limosnas, a través de Cáritas o de modo directo.

¡Que el Beato Cristóbal sea nuestro intercesor en el Cielo, para que ahora le imitemos en la tierra y un día gocemos con él de la vida eterna!

Un signo de esperanza y de la fidelidad de Dios

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Cope – 21 abril 2013

Todos hemos visto un rebaño. Delante de él va siempre un pastor que abre camino, marca el ritmo y señala la orientación. Ayudado por un mastín, conduce a las ovejas por veredas, rastrojales y praderas en busca de pasto y abrevaderos. Si llega el caso, las defenderá del lobo o de cualquier otro animal de presa. ¡Pobres ovejas si carecieran del cuidado amoroso de su pastor! Jesucristo tenía experiencia personal y cultural de ovejas, rebaños y pastores. De hecho, Israel había sido un pueblo de pastores y el Antiguo Testamento había cantado a Yahvé como el Pastor de su Pueblo. En su infancia, también había visto cómo los pastores de Nazaret sacaban cada mañana a pastar a sus ovejas. Por todo esto, le pareció muy adecuado describir su misión redentora con el símil del Pastor: «Yo soy el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas». Así mismo, cuando entregó a Pedro el cuidado de quienes serían discípulos suyos, volvió a recurrir a la misma comparación: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». Desde entonces, los apóstoles, primero, y luego los obispos y los sacerdotes han sido llamados «pastores de la Iglesia».

Hoy es su día, porque es el domingo del Buen Pastor y, por tanto, el día de quienes comparten con él esa maravillosa tarea. Digo «maravillosa», porque nada hay comparable en este mundo con el dar la vida por las ovejas que Dios encomienda a nuestro cuidado. Quizás algunos no lo perciban así, pero la realidad es que quienes recibimos la vocación de dedicarnos al cuidado amoroso de los fieles, recibimos el mayor regalo al que se puede aspirar en este mundo. El pueblo cristiano así lo ha percibido durante siglos. Todavía hoy son muchos los que siguen viendo las cosas de este modo. Otros, en cambio, ya no lo ven así y, a lo sumo, consideran que el sacerdocio es una carrera más, aunque no sea humanamente brillante. Esto, unido a otras muchas causas, explica que en este momento casi todas las naciones de Europa estén padeciendo una importante disminución de sacerdotes. En algunos casos, la disminución lleva el marchamo de alarmante.

Por este motivo, el Papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial de las Vocaciones, Jornada que se celebra el cuarto domingo de Pascua, que es el de hoy. Es un día destinado, sobre todo, a tomar más conciencia de la necesidad ineludible que las comunidades cristianas tienen de buenos y sabios pastores; a pensar que las vocaciones son el termómetro de la vitalidad de la fe de las familias y parroquias; y a suplicar insistentemente al Señor no sólo que suscite abundantes vocaciones sino que quienes reciben esa llamada, respondan con prontitud, docilidad y alegría. El Papa Benedicto XVI señaló en el Mensaje para la Jornada de este año que «las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para adentrarse en su voluntad». Por eso, nos instaba a «crecer en la experiencia de fe», alimentarla «por la participación en los sacramentos, especialmente la eucaristía», y llevar «una fervorosa vida de oración».

Por otra parte, animaba a los jóvenes a no tener miedo de seguir a Jesucristo y «recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso». Porque ese seguimiento, les hará «felices» y les demostrará que él da un «gozo que el mundo no puede dar». Si «la respuesta a la llamada divina para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana», nada mejor podemos desear ni pedir hoy a Dios que muchas y santas vocaciones sacerdotales y religiosas. Con plena confianza en la fidelidad de Dios, pidámosle este inmenso don, del que su Pueblo tiene tanta necesidad.