Fiesta de la Cátedra de S. Pedro

por administrador,

Parroquia de S. Pedro de la Fuente – 22 febrero 2013

1. El hecho. Este año celebramos la Cátedra de San Pedro en un momento absolutamente singular e importantísimo en la vida de la Iglesia: las vísperas de la renuncia al Pontificado del Papa actual, Benedicto XVI, y la elección del próximo.

2. Significación de la renuncia. No se trata de una abdicación, porque el Papa no elige a su sucesor; ni en una dimisión, al estilo de un empleado que es depuesto por el jefe. Se trata de un acto por el cual, el Papa deja oficialmente su cargo. Puede hacerlo, porque el Código de la Iglesia prevé esto. Basta que el Papa renuncie libremente y con plena conciencia. Como ha ocurrido en este supuesto: nadie lo esperaba, y el Papa ha declarado que lo ha hecho porque piensa que ya no está con fuerzas suficientes para llevar la Iglesia adelante.

3. Valoración de la renuncia. No es una cobardía (ante las dificultades) ni una debilidad (como si no tuviera arrestos para encarar los problemas. Baste pensar en la pederastia). Es un acto de gran humildad (reconocer ante su conciencia, ante Dios y ante todo el mundo su debilidad) y de responsabilidad (no aferrarse al cargo por vanidad o gusto, sino pensar sólo en el bien de la Iglesia y del mundo.

4. La gran cuestión para nosotros es ésta: ¿Cómo quiere el Señor que vivamos estos momentos de final de un Pontificado y principio de uno nuevo?

• Con gran fe. La Iglesia no se hunde. Porque Jesucristo es el fundamento. El Papa es el Vicario de Jesucristo en la tierra: principio visible de unidad; pero la Iglesia se apoya en Cristo y, con su ayuda, en el Sucesor de Pedro. Jesucristo es la Cabeza de su Cuerpo y el Supremo Pastor de su Pueblo.

• Acompañando al Papa actual en sus últimos días con nuestra oración y nuestro cariño filial.

• Pidiendo insistentemente –Benedicto XVI nos lo ha pedido– por el nuevo Pontífice, que no será sucesor de Benedicto XVI sino de san Pedro. Rezar, quererle ya desde ahora y –ya desde ahora también– aceptar sus enseñanzas como Vicario de Jesucristo y tratar de seguir el camino que él nos marque.

Hagamos de estos días un nuevo Pentecostés: en torno a María, todos imploremos al Espíritu Santo por el nuevo Pontífice y por la vida santa del que lo ha sido hasta ahora.

Tiempo de agradecer y de pedir

por administrador,

Cope – 17 febrero 2013

La renuncia de Benedicto XVI al Pontificado ha sido la noticia estrella de la semana. Ha ocupado la cabecera de los medios de comunicación de todo el mundo y ha hecho correr ríos caudalosos de tinta periodística y televisiva. Tras la primera y gran sorpresa han llegado los comentarios, muy elogiosos en la mayor parte de los casos. Verdad es que tampoco han faltado las clásicas y esperadas voces críticas de dentro y de fuera. Pero han sido la excepción. En general el mundo ha quedado asombrado por la humildad que supone reconocer ante uno mismo, ante Dios y ante los demás que ya no se tienen las fuerzas necesarias para pilotar la nave de Pedro en unos momentos como los actuales. El Beato Juan Pablo II dio una respuesta distinta. Ambas son igualmente válidas, porque los dos brotan del mismo amor incondicional a Jesucristo y a su Iglesia. Desde ese amor incondicional, el uno siguió hasta que Dios le llamó a su presencia; el otro le ha dicho al Señor: «yo no puedo, sigue Tú y busca otro que pueda».

En mis palabras a la prensa, cuando me pidieron una primera valoración, manifesté que, además de acatar filialmente su decisión y valorarla muy positivamente, sentía una profunda gratitud. Pasados esos primeros momentos de estupor y sorpresa, veo aún más claro que ésta ha de ser mi postura como bautizado y como obispo. ¿Cómo no dar gracias a Dios porque alguien haya podido escribir: «Soy una atea. Pero me siento menos sola, cuando leo sus libros» (Forlani, famosa periodista italiana) o «Los católicos pierden ahora a su Papa más brillante en siglos. Los no creyentes, al único cuya interlocución estuvo a la altura del envite. Yo añoraré esa lengua» (Gabriel Albiac, filósofo español no creyente)?

Efectivamente, Benedicto XVI ha tocado muchas cabezas y muchos corazones de no creyentes y de creyentes. Ha sido un enorme teólogo-catequista, que ha hecho comprensible lo más incomprensible. Pero ha sido, sobre todo, un testigo creíble de Jesucristo. Por eso, ha puesto a su servicio lo que él podía poner: su gran sabiduría y su prodigiosa capacidad para hacerse entender. Ha sido una verdadera delicia escucharle sus homilías, catequesis y discursos hablando con pasión sobre Jesucristo. Al cabo de los años hemos podido constatar que escribía su propia biografía en estas palabras de su primera encíclica: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona (con mayúscula), que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, orientación decisiva». Esa Persona es Jesucristo. Sin esa referencia no se entiende nada de cuanto ha dicho y hecho Benedicto XVI. Y, al contrario, desde ella se comprende todo. También su renuncia al Pontificado.

Demos gracias a Dios por habernos dado un Papa que ha sabido hablarnos de las cosas esenciales, de esas que hablan los santos y los sabios: que existe un Dios que es Creador y Padre, que ese Dios es amor, que de su corazón llega hasta nosotros el mayor bien que posee: su Hijo, Jesucristo, que la fe y la razón son dos hermanas muy bien avenidas cuando las dos son lo que deben ser, que la sociedad y la persona tienen que vencer al relativismo, porque, en caso contrario, el relativismo acabará con nosotros, que verdad-libertad-amor se exigen y complementan.

Invito a todos los que leáis estas líneas, a uniros a mi acción de gracias por el regalo de Benedicto XVI. Os invito a encontrarnos en una Eucaristía de Acción de Gracias a Dios el jueves día 28 de este mes a las 8 de la tarde en la Parroquia de San Lesmes. Será también la ocasión para que pidamos «ese otro» por el que suspiraba Benedicto XVI cuando nos daba a conocer su renuncia. Recemos y ofrezcamos muchos sacrificios para que «ese otro» sea capaz de llevar la Iglesia hasta alta mar en la nueva evangelización.

Miércoles de Ceniza

por administrador,

Catedral – 13 febrero 2013

Con esta celebración iniciamos el tiempo de la Cuaresma; tiempo especial en el que Dios nos concede su gracia y su ayuda de modo muy abundante, para que sigamos más de cerca de Jesucristo, escuchemos su Palabra y aceptemos su llamada a reconciliarnos. Si recorremos bien este itinerario de cuarenta días que hoy comenzamos, al final habremos muerto al pecado y podremos celebrar con gozo la Pascua de Resurrección, meta última de todo este largo itinerario.

El rito de la bendición e imposición de la ceniza nos introduce de lleno en el sentido de la Cuaresma. Este gesto era muy común en la cultura judía, y estaba unido con frecuencia a vestirse de saco o andrajos, como expresión de penitencia. Para nosotros, los cristianos, es esencialmente un gesto de humildad. Es algo así como decir: reconozco que soy una criatura débil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Soy polvo, pero polvo plasmado por amor, capaz de reconocer la voz de mi Creador y responder a sus llamadas; pero capaz también de desobedecerle, porque soy libre, y puedo ceder a la tentación de orgullo y autosuficiencia. Más aún, reconozco que he cedido muchas veces a esta tentación. Por eso acepto la ceniza sobre mi cabeza como señal de mi retorno a Ti y como expresión de mi deseo de iniciar una vida nueva.

Las lecturas que hemos proclamado insisten en el mismo mensaje. «Convertíos a Mí de todo corazón», nos decía el profeta Joel. No se trata de una conversión superficial y transitoria sino de un itinerario espiritual que afecta en profundidad a las actitudes de la conciencia y lleva consigo un sincero propósito de enmienda. Es una invitación a la penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras. Se trata, por tanto, de convertirnos a Dios, de volver a Dios. Hoy somos nosotros quienes recibimos la llamada a convertirnos al Señor. Él nos sigue ofreciendo su perdón.

Esta llamada tiene especial vigencia en este momento en España. No nos ha ido bien –no nos está yendo bien– alejarnos de la casa paterna, del regazo de nuestra madre la Iglesia. Nos va mal en el matrimonio –con tanto dolor por causa del divorcio–; nos va mal en la familia –nacen pocos hijos y la población está cada vez más envejecida y pone en peligro el bienestar de las próximas generaciones–; nos va mal en la economía –tantos millones de parados por la crisis económica y financiera, cuyas raíces más profundas son éticas–; nos va mal en la vida política y judicial –con tanta de corrupción–; nos va mal en el cultivo y promoción de los valores permanentes: la verdad, la justicia, la solidaridad, la honradez, el esfuerzo, el respeto a los mayores; nos va mal en la fe en Dios, pues son tantos los que se han alejado de la fe y de la práctica religiosa.

Este panorama no es, sin embargo, desolador y sin esperanza. No lo es, porque para salir de él basta que escuchemos lo que nos decía san Pablo, es decir: que nos reconciliemos, que volvamos a casa, que volvamos a Dios. Una persona que ha sufrido un infarto o un accidente aparatoso y que está en la UVI se encuentra en una situación difícil pero no desesperada, pues la inmensa mayoría no sólo salen de la UVI sino que vuelven a llevar una vida más o menos normal. Nosotros estamos en una UVI espiritual, pero tenemos remedio. Porque Dios es el mejor médico y el mejor cirujano. Basta que le pidamos perdón de nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia y hagamos el propósito de comenzar de nuevo. El apóstol nos apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el tiempo de la salvación». Pensemos, además, que para mucha gente de hoy, los cristianos somos el único Evangelio que todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad y un motivo más para convertirnos y dar testimonio de vida en un mundo que necesita volver urgentemente a Dios.

El Evangelio nos ha presentado tres grandes medios para esta vuelta a Dios: la limosna, la oración y el ayuno. Eran las tres acciones que caracterizaban al judío observante de la Ley de Moisés. Jesús las hace suyas, pero haciendo una relectura. Jesús pone de manifiesto una tentación común a estas tres obras de misericordia. La tentación de hacerlas por el deseo de ser admirados y estimados. «Para ser vistos», dice el Evangelio. Jesús, por tanto, no sólo pide que se hagan sino que esas tres acciones nos lleven a amar más a Dios y al prójimo y que se conviertan en camino de conversión. La limosna, la oración y el ayuno son el camino de la pedagogía divina que nos acompaña hacia el encuentro con el Resucitado.

Queridos hermanos: cuarenta días nos separan de la Pascua. Durante ellos, escuchemos más la Palabra de Dios, intensifiquemos la oración, ayudemos con nuestras limosnas a tantos hermanos nuestros que lo están pasando mal, volvamos a Dios mediante una confesión contrita. Mañana, los sacerdotes de toda la diócesis realizaremos una solemne liturgia penitencial, en la que confesaremos nuestros pecados. Todos –también nosotros–, necesitamos la mirada misericordiosa de Dios. Queridos hermanos: haced vosotros el firme propósito de confesaros a lo largo de esta Cuaresma para que nuestro Padre Dios pueda daros el abrazo de su perdón e invitaros al banquete de bodas de la Eucaristía. Amén.

Ejercicio de las 40 horas

por administrador,

Catedral – 12 febrero 2013

«Escogió a los Doce para que estuviesen con él y enviarles a predicar». Estas palabras resuenan de modo especial en esta celebración de las Cuarenta Horas en el Año de la Fe. Son palabras con las que Cristo señala el camino que él recorrió antes de enviar a los Doce a predicar el evangelio. Antes de enviarles como apóstoles quiso hacerles discípulos suyos.

Para lograr este objetivo no formó con ellos una escuela de Sagrada Escritura, semejante a las que había en Jerusalén, en la que pudiese explicarles su doctrina; como hacían los rabinos respecto a la Ley y los profetas. Él los escogió para que tuviesen la experiencia de convivir con él, de estar con él en el trabajo y el descanso, cuando predicaba y cuando curaba a los enfermos, cuando se retiraba al monte a orar o cuando tenía delante grandes multitudes. Él quería dejar claro que sus apóstoles debían ser amigos suyos, personas ganadas para su causa por el amor, hombres que habían tenido con él un encuentro tan íntimo e intenso que nada ni nadie pudiera impedirles comunicar a los demás lo que habían visto y oído.

En esa experiencia aprendieron que su vida había cambiado de sentido y de rumbo no porque ellos hubieran sido deslumbrados por unas ideas, sino porque se habían encontrado personalmente con él y habían quedado tan subyugados, que su vida ya no podían concebirla sin él. Aprendieron tan bien la lección, que cuando llegó el momento de llenar el hueco que había dejado Judas, siguieron el mismo criterio, y eligieron a uno que desde el principio había estado con ellos y había sido testigo de la resurrección.

Queridos hermanos: todos nosotros hemos sido incorporados a la misión de Jesucristo y hechos profetas, sacerdotes y reyes cuando nos bautizaron. En virtud de esta realidad, hemos recibido la encomienda de anunciar el Evangelio en el ambiente familiar, profesional y social en que cada uno de nosotros nos movemos. Es decir, hemos sido hechos apóstoles. Ahora bien, es imposible que cumplamos con esta maravillosa encomienda, si antes no nos hacemos discípulos. Es decir, si antes no consideramos que es un inmenso honor ser cristianos. Si pensamos que ser cristianos no vale la pena o que es una carga pesada, incluso insoportable, no podremos ser apóstoles. Ahora bien, si no somos apóstoles no podremos comunicar a quienes nos rodean que Jesucristo les quiere y les invita a seguirle, porque quiere hacerles felices en esta vida y, sobre todo, en la otra.

¿Qué hacer para tener esta experiencia y encontrarnos personalmente con Jesucristo, de modo que entre él y nosotros surja una verdadera amistad? La respuesta la encontramos en lo que ahora estamos haciendo: la Eucaristía. Ciertamente, podemos encontrar a Jesucristo en la Palabra, en los sacramentos, en la comunión fraterna, en los pobres y necesitados. Pero él se hace presente como verdadero Dios y como verdadero hombre en la Eucaristía. Sólo ella nos da acceso al Cristo que convivió con los Apóstoles, al Cristo que les fue formando poco a poco, que corrigió sus defectos, que les quitó sus miedos, que les hizo entender que su reino no era de este mundo y que las armas que deberían emplear para sacarlo adelante no eran el poder y el dinero, sino el amor, la pobreza, la humildad, la justicia y la entrega generosa al prójimo por amor a Dios.

¡Qué bien se entienden en esta perspectiva aquellas palabras proféticas que Benedicto XVI dejó escritas al principio de su primera encíclica: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello una nueva orientación, con una Persona que cambia completamente nuestra vida!» (DeCa, 1). El Año de la fe es, pues, una invitación ferviente a redescubrir de nuevo la Persona de Jesucristo en la Eucaristía. Es decir, a intensificar el trato con Él.

En primer lugar, participando en la misa del domingo y, a ser posible, en la misa de cada día. Pero este trato no puede reducirse sólo a eso. Así nos lo enseñan todos los santos, los cuales, además de participar con frecuencia y fervor en la Misa y comulgar sacramentalmente, han pasado muchas horas ante Jesús Sacramentado, en el silencio de una capilla donde está reservado o expuesto en la Custodia. El último gran modelo ha sido el Beato Juan Pablo II, el cual había dispuesto su despacho de tal modo que pudiera trabajar constantemente en la presencia del Señor; además de pasar horas y horas a solas con él. Su vida es el mejor ejemplo de cómo el trato con Jesucristo en la Eucaristía no es obstáculo sino impulso para trabajar hasta la extenuación y un certificado de garantía para cosechar frutos apostólicos.

Por ello, queridos hermanos, os invito a que hagáis hoy el firme propósito de visitar con frecuencia a Jesucristo en la Eucaristía a lo largo de este Año de la fe. En concreto, os invito a que cada día hagáis una visita al Sagrario de vuestras parroquias o comunidades; y, si no es posible por los horarios de apertura y cierre de la parroquia, a que los hagáis en la capilla del Santo Cristo de esta Catedral, en las Esclavas o en las Clarisas, donde está expuesto a diario el Santísimo durante varias horas. Os invito también a que os hagáis miembros de la Adoración Nocturna de hombres y de mujeres; y a que os inscribáis en la Adoración Perpetua, es decir, en la adoración que se hace de día y de noche y sin interrupción– en la parroquia de san José Obrero. ¿Quién no puede comprometerse a estar una hora a la semana acompañando al Señor, que es lo que se exige en la Adoración Perpetua?

Benedicto XVI nos ha dejado dicho en la exhortación Sacramentum caritatis: «Unido a la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria…Deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, a ser fermento de contemplación para toda la Iglesia» (SaCa 67).

Si así lo hacemos, el Año de la fe dejará huella en nuestra vida y nuestras comunidades y nuestra diócesis recibirán un fuerte impulso de renovación. Amén.

In Memoriam Jenaro Galajares Rueda

por administrador,

Cuando esta tarde, me comunicaban la muerte de D. Jenaro, me vino al pensamiento esta idea: un hombre de bien, un briviescano de pro, un sacerdote auténtico ha pasado a la historia.

Un hombre de bien. Me lo decía un compañero suyo, Jenaro es bueno, bueno por naturaleza, y lo he experimentado personalmente. Atento siempre, sabía escuchar, brutalmente sincero, generoso, optimista, alegre, un amigo fiel y leal, de quien te podías fiar, consecuente, sin disimulo, con lo que pensaba.

Un briviescano. Briviesca y sus cosas, sus calles y plazas, santa Clara, santa Casilda, sus gentes, eran sus señas de identidad. Últimamente, cuando le cantaba el himno, balbuciendo, entusiasmado intentaba seguirlo: “relicario de arte, cuna de hidalguía, de la fe baluarte…”.

Sacerdote auténtico. Allí donde estuvo dejó huella por su vivir aquello que, entusiasmadamente, anunciaba, Villagonzalo, Quintanar, el Seminario, la Catedral, las religiosas Salesas son testigos se su convencido y apasionado decir, de su bien hacer y de su amor sincero a la Iglesia.

D. Jenaro ha muerto. Un hombre bueno, un briviescano de pro, un sacerdote auténtico nos ha dejado.
Para los creyentes vive, nos acompaña, aunque de forma distinta, como hasta ahora. Y estamos convencidos qué, como siempre, nos va a ayudar.Jenaro, una vez más, me vas a permitir:

“….En ti anhelo, ciudad mía,/cuando muera, descansar,
al amparo de la Virgen/tu Patrona celestial.
Las aguas del Oca/caminan al mar
así hacia Briviesca/mis anhelos van.”.

¡Descansa en paz, Jenaro!

Jesús Yusta Sainz