Solemnidad de la Natividad del Señor

por administrador,

Catedral – 25 diciembre 2012

«Un Niño nos ha nacido. Un Hijo se nos ha dado. Lleva en su hombro el imperio y será llamado ángel del Buen Consejo». Esta es, queridos hermanos, la gran Noticia que la Iglesia comunica hoy de Oriente a Occidente, anunciando que Dios ha hecho entrada en nuestra tierra, que ha venido a hacer suya nuestra causa y que no ha tenido a menos compartir nuestra naturaleza humana, haciéndose en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Siendo infinitamente grande y poderoso, siendo Omnipotente y Creador del Cielo y de la Tierra, se ha hecho tan pequeño, que cabe en un Pesebre.

Dios había intervenido muchas veces en la historia de los hombres, desde que les creó al principio del mundo. Había realizado con ellos obras grandes. Incluso había elegido un pueblo al que le había liberado de la esclavitud y con el cual había realizado reiteradas alianzas. Cuando este pueblo era infiel a esos pactos de amor, él permanecía siempre fiel y le enviaba personas –como los profetas, reyes y jueces– que le hablasen de parte suya y le recondujesen al camino del bien. Lo decía la carta a los Hebreos, en la segunda lectura: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas».

Pero, siempre era a través de terceros. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, es decir «cuando llegó la etapa final, nos ha hablado por el Hijo». El Hijo es la Palabra del Padre. Al hablarnos por él, al darnos su Palabra, se ha quedado sin palabras. Ya no puede darnos otra Palabra. Ya no puede darnos otra cosa, porque se nos ha dado plenamente a Sí mismo.

Esta es, hermanos, la gran noticia que hoy volvemos a escuchar de labios de la liturgia de la Iglesia y volvemos a recordar en esta celebración. Esta es la noticia que hace ahora dos mil años resonó en la tierra de Judá y en el pueblo de Israel.

Lo lógico hubiera sido recibirla con inmensa alegría y romper a cantar de gozo, respondiendo a la invitación del profeta Sofonías, que hemos escuchado en la primera lectura: «Romped a cantar, porque el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén» y porque «verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios».

Sin embargo, no fue así. «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Al contrario, le rechazaron. Y con tanta vehemencia y violencia, que le condenaron a muerte y le mataron en una cruz.

No todos reaccionaron así. Muchos le recibieron. Y como Dios nunca se deja ganar en generosidad, «a quienes le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos, nacidos no según la carne ni del amor humano». Es decir, el Verbo Hecho Hombre, hizo que los hombres que le acogieran se convirtieran en hijos adoptivos de Dios. Se dio un admirable intercambio: Dios se hace plenamente hombre y el hombre se hace Dios. Los Padres griegos hablan de la «divinización» y los de Occidente, del «mirabile comertium», del admirable intercambio.

Nosotros estamos entre los que le recibieron. Gracias a la fe de nuestros padres, al poco de nacer recibimos el Bautismo y nos convertimos en hijos de Dios. Desde entonces, nosotros somos –y lo seremos hasta que dejemos este mundo– hijos adoptivos de Dios. Dios es nuestro Padre. Dios cuida de nosotros como un Padre. Estamos en las manos de Dios Padre. No somos un reloj al que dio marcha el relojero el día de su nacimiento y luego se desentendió de él. No. Nuestro Dios está de nuestra parte, como un Padre amorosísimo. Quizás nosotros no siempre nos portamos como hijos y somos pródigos. Pero, no por pródigos, dejamos de ser hijos. Aunque nosotros pensemos como el hijo pródigo, que tenemos que ser tratados como siervos, como criados, Dios piensa y actúa como el Padre del Hijo pródigo. No en vano, es él el que está representado en la parábola. Por eso, nos perdona, no deja de venir a nuestro encuentro una y otra vez.

Esta Navidad es una nueva muestra de esta solicitud amorosa y paterna. Dado el ambiente hostil en que nos toca vivir, quizás hemos vuelto la espalda a Jesucristo, tras haberle seguido fielmente. Quizás estamos sufriendo una fuerte presión para que lo hagamos. Jesucristo viene hasta nosotros y extiende sus brazos para abrazarnos y solicitar nuestro amor. Hagamos el pequeño esfuerzo y el pequeño gesto de acogerle en nuestros brazos. Nos conviene desde todos los puntos de vista. Porque la vida sin Dios o alejados de él se hace insoportable.

La Virgen es nuestro modelo. Ella sí que le aceptó y acogió con total amor y entrega. Desde que el ángel le anunció que iba a ser su Madre, prestó sus entrañas para que el Espíritu Santo las hiciera fecundas, creando la naturaleza humana de su Hijo y así se verificara el insondable misterio de la Encarnación del Verbo. Luego le llevó en su seno hasta el momento en que le dio a luz en Belén. Y desde entonces hasta el momento de la Cruz, no hizo otra cosa que vivir para él y entregarse como fiel colaboradora de la obra de la redención.

No le resultó fácil, sino que tantas veces su fe pasó por momentos de inmensa oscuridad. Por ejemplo, en el Templo –cuando recibió de su Hijo una respuesta que no alcanzó a comprender, pero que asumió plenamente–. Y, sobre todo, en el momento angustioso y terrible en que vio que su Hijo moría a manos de sus enemigos, insultado por todos y como abandonado de Dios. Pero allí estuvo. La mañana de Resurrección toda su pena se trocó en gozo y el día de Pentecostés se convirtió en la Madre de la Iglesia naciente.

Que Ella nos lleve hasta su Hijo para que podamos vivir como hermanos suyos hermanos unos de otros.

Misa de Nochebuena

por administrador,

Catedral – 24 diciembre 2012

«El pueblo que caminaba en tinieblas, vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Estas palabras –que el profeta Isaías dirigía a Israel, anunciándole que un enviado de Dios le libraría de las manos de su opresor–, se hacen realidad en la Noche Santa de Navidad. En la ciudad de David, en Belén, ha brillado esa gran luz. En ella ha nacido ese Niño. Este es el gran mensaje que el ángel anuncia a los pastores: «Hoy, en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor».

Desde hoy, Dios se ha hecho un «Dios con nosotros», un Dios que está a nuestro lado. Dios ya no es un Dios lejano que nos habla a través de la creación y de la propia conciencia, sino que se ha hecho uno de nosotros. Ha entrado en el mundo y está a nuestro lado. Lo que el ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a anunciar a nosotros ahora, en esta Noche Buena de 2012. Esta noticia no puede dejarnos indiferentes, porque, si es verdadera y es cierta –¡¡ y lo es!!–, me afecta a mí. Y me afecta de tal modo, que hace que en mi vida cambie todo. Por eso, cada uno de nosotros hemos de responder como respondieron los pastores: ellos fueron presurosos a Belén, dejando sus ganados y sus cosas. Y, cuando fueron, se encontraron con lo que les había dicho el ángel: «un Niño recostado en un pesebre». Y se llenaron de inmensa alegría.

Los pastores de Belén, como los demás pastores de Palestina, era gente sin estudios, de baja posición social y no muy religiosos. En nada se podían comparar con los escribas y fariseos. Tampoco se podían comparar con la gente buena de aquella comarca. Sin embargo, ellos fueron los primeros destinatarios de la gran noticia anunciada y esperada durante muchos siglos. Ellos fueron los que recibieron la realidad de la gran profecía de Isaías: «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo que será el Emmanuel, Dios con nosotros». ¿Por qué los pastores de Belén fueron los primeros que conocieron que el Mesías se había hecho presente en medio de su pueblo?

Sólo Dios podría contestarnos con toda verdad. Pertenece a sus designios inescrutables. De todos modos, ellos no hubieran podido recibir tan gran noticia, si no hubiesen estado tan cerca de los hechos. Pero estaban tan próximos a los hechos, que no tuvieron más que atravesar al otro lado, como se atraviesa una plaza o una campera. Los Magos, que son los representantes de los que tienen ciencia y alcurnia, estaban muy lejos, tenían que recorrer un largo y difícil camino para llegar a Belén. De hecho, llegaron mucho más tarde. Los pastores, además, estaban despiertos, porque estaban velando sus rebaños; y, sobre todo, era gente sencilla, sin complicaciones, prontos a aceptar los mensajes humanos y divinos.

Si nosotros queremos descubrir a Dios en un Niño recién nacido, no necesitamos mucha ciencia ni poseer un rango social elevado ni tener un cargo de gran responsabilidad. Lo que necesitamos es ser tan sencillos como aquellos pastores, tan vigilantes como ellos, tan dispuestos a dejar nuestras cosas para ir al encuentro del Señor. Navidad es la fiesta de las almas sencillas y humildes; de las almas que se sienten poca cosa delante de Dios; de las almas que necesitan a Dios. Pidamos al Niño de Belén que nos haga más humildes, más pobres de espíritu, más necesitados de él.

Cuando los pastores oyeron el mensaje del ángel, se dijeron unos a otros: «Vayamos a Belén». Y añade el evangelio: «Y fueron presurosos», es decir, inmediatamente, sin demora alguna, sin preocuparse de sus ovejas y de sus viandas. Ciertamente, les impulsaba una cierta curiosidad, pero les impulsaba –sobre todo– la conmoción que les había producido la gran noticia que se les había comunicado.

¡Qué ejemplo para nosotros, que tantas veces posponemos las cosas de Dios y las relegamos a un lugar muy secundario! En la lista de nuestras prioridades Dios se encuentra muchas veces en último lugar. Sin embargo, el Evangelio nos dice que Dios tiene la máxima prioridad. Pensemos que si algo no admite tardanza en nuestra vida, ese algo es la causa de Dios. Esta es la prioridad que nos enseñan los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por las urgencias de cada día. Aprendamos de ellos a poner en segundo lugar nuestras cosas, nuestras preocupaciones y nuestros planes. Desechemos la idea de que el tiempo dedicado a Dios y a los demás es tiempo perdido. El tiempo dedicado a Dios y por él a los demás, especialmente a los necesitados, es el tiempo en que vivimos más como personas.

Los pastores «fueron y encontraron al Niño en un pesebre». Nosotros hemos venido presurosos a esta Eucaristía y ella nos brinda la misma dicha: la dicha de encontrarnos al mismo Niño ¡Esta es la gran noticia de esta noche: encontrarnos aquí con aquel Niño! La Eucaristía hace posible el gran milagro de hacer presente aquí y ahora el misterio de Belén. Estos días se harán muchas representaciones navideñas y no faltarán representaciones de belenes vivientes. Bienvenidas sean. Pero el verdadero Belén viviente es la Eucaristía, en la que se hace presente el mismo Niño de la primera Nochebuena de la historia. Este altar será el pesebre de esta noche; luego, lo será el sagrario. Pero todavía hay un belén más cerca de nosotros: es el Belén de nuestro corazón, una vez que recibamos sacramentalmente la comunión. ¡Que el Niño Dios nos conceda la fe humilde y sencilla de los pastores para ser capaces de reconocerle y llenarnos de una alegría desbordante.

Felices Pascuas, hermanos. Alegría, gozo y paz. Dios se hace Emmanuel. Dios está con nosotros. Dios nos ama y cuida de nosotros. ¡Santa María, tú que has hecho posible este prodigio, pide a tu Hijo que seamos verdaderos discípulos suyos y comuniquemos a los demás nuestro tesoro!

La familia, correa de trasmisión de la fe

por administrador,

Cope – 23 diciembre 2012

«Nadie puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político… La familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino». Estas palabras, pertenecientes al Mensaje de Benedicto XVI para la próxima Jornada de la Paz, confirman la oportunidad de celebrar en España la Jornada de la Sagrada Familia, el próximo 30 de diciembre. Como era previsible en el Año de la fe, el lema elegido para dicha Jornada es «Educar la fe en familia». El lema, por otra parte es muy oportuno, dada la situación por la que, en no pocos casos, atraviesa actualmente la familia.

La importancia de la familia en la transmisión de la fe es un dato de experiencia universal. Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una familia cristiana, sabemos que en ella hemos descubierto las grandes realidades de nuestra fe: que Dios es nuestro Padre, que Jesucristo es nuestro Redentor, que el Espíritu Santo es nuestro santificador, que la Virgen es nuestra madre, que la Iglesia es la gran familia donde la fe se celebra y robustece, que todos los bautizados somos hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos, etc. En ella hemos aprendido a rezar desde la más tierna infancia, con oraciones sencillas y breves pero entrañables, que quizás seguimos rezando cuando somos mayores. La familia fue quien nos dio la posibilidad de entrar a formar parte de la Iglesia, mediante la petición del bautismo, cuando apenas habíamos nacido. Luego, nos ayudó a prepararnos a la Primera Comunión y a la Primera Confesión y nos estimuló para asistir a la Catequesis.

Algo parecido ocurre con la transmisión de los grandes valores. En la familia se aprende a convivir con los demás, a quererlos en medio de la diferencia, a aceptarlos tal y como son, a valorarlos por lo que son más que por sus cualidades, a quererlos aunque tengan grandes deficiencias físicas o psíquicas. En la familia se aprende a compartir, a perdonar, a ayudar a los demás, a trabajar, a sufrir, a disfrutar con las grandes alegrías y llorar con la separación de los seres queridos. También se aprende en la familia a respetar a los mayores, a prestar pequeños pero constantes servicios sin esperar nada a cambio, a ayudar a los demás, especialmente a los necesitados y a los enfermos.

La familia cristiana sienta las bases para levantar el edificio de una vida cristiana madura y responsable. Es, además, el mejor ámbito donde cada uno de sus miembros puede descubrir y madurar la vocación a la que Dios le llama: el matrimonio, la virginidad consagrada, el sacerdocio. En consecuencia, no hay empresa más rentable en la que se pueda invertir ni entidad bancaria en que se obtengan mayores beneficios a corto y largo plazo.

Puede suceder que la vivencia y experiencia cristiana y humana que se ha tenido en familia pase por momentos de crisis, incluso profundas, a lo largo de la vida. Pero lo que se ha vivido de niño vuelve a renacer y a tener peso específico en la vida adulta. Por eso, tiene tanta importancia ayudar a los hijos a descubrir a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia y enseñarles a rezar y ayudar a los más necesitados.

La familia pasa actualmente, en no pocos casos, un momento de desconcierto respecto a la transmisión de la fe. Es la hora de reaccionar y de redescubrir que los grandes valores cristianos y humanos no pasan de moda. Pueden variar sus expresiones, pero ellos mismos son un patrimonio irrenunciable. Aquí está la razón por la que el Sínodo de obispos del pasado octubre ha dicho que la nueva evangelización es impensable sin la familia.

María y José, invitados a la cena de Nochebuena

por administrador,

Cope – 16 diciembre 2012

Hace unos días visité a un sacerdote amigo que está convaleciente de una operación quirúrgica importante. En la conversación, además de contarme el desarrollo de su dolencia, me habló de un proyecto que piensa llevar a cabo en su parroquia durante las próximas Navidades. Me pareció sugerente, realista y muy acorde con el espíritu de estos días.

Concretamente, me dijo que iba a proponer a sus parroquianos invitar simbólicamente a la Virgen y a san José a la cena de Nochebuena. La invitación se materializaría dando como limosna a Cáritas el importe de lo que supondría la cena de María y José, en el supuesto de que pudieran hacernos el honor de estar presentes. Como es lógico, la limosna oscilará entre los dos reales de la viuda del evangelio y una aportación más cuantiosa. Lo de menos es la cantidad. Lo que importa es el deseo de compartir algo con los que tienen menos que nosotros y están pasando verdadera necesidad.

Me parece una sugerencia no sólo ingeniosa sino muy acorde con el espíritu de la Navidad. Porque Navidad es la expresión máxima del amor de Dios hacia nosotros, la donación de un Dios que nos ama hasta límites insospechados. Nada hay comparable a este acto de generosidad, porque nada es comparable con hacerse uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado. Es verdad que «no hay mayor amor que dar la vida por el que se ama» y, por ello, que la muerte en la Cruz es el acto supremo del amor de Dios a los hombres. Sin embargo, lo realmente inefable es que Dios, sin dejar de serlo, se haya hecho un hombre verdadero para elevarnos a nosotros a la categoría de hijos suyos y hermanos entre nosotros. Dado este «salto», ya es posible todo lo demás.

Por eso, actos como el aludido están en plena sintonía con el misterio de Navidad. No es el único. Por ejemplo, sin salirnos de la Cena de Noche Buena, estaría muy bien que antes de comenzarla el padre de familia leyera el evangelio del Nacimiento de Jesús en Belén. Por supuesto, participar –¡ojalá pudiese ser en familia!– a la Misa de Gallo. El fin de año, podríamos acercarnos al Sacramento de la Reconciliación y pedir humildemente perdón de las cosas que hayamos hecho mal a lo largo de 2012, y tras comer las doce uvas –si las comemos–, pedir ayuda a Dios para que el año 2013 sea un año «nuevo», no tanto porque hagamos cosas «nuevas», sino porque nuestro amor a Dios y nuestro espíritu de servicio conviertan en «nuevas» las pequeñas cosas de cada jornada.

Desde hace algún tiempo, Navidad se ha ido desplazando de su centro y escorándose hacia la periferia, que en no pocos casos se ha hecho irreconocible como fiesta cristiana. Ciertamente, las fiestas y celebraciones de los pueblos no se afincan en unos modos fijos y arqueologizantes. En sus expresiones varían según las circunstancias y la evolución que acompaña a toda sociedad que tenga vida. Sin embargo, hay un núcleo que permanece invariable que, precisamente, es lo esencial de la fiesta y de la celebración.

Si nos situamos en este horizonte, se comprende fácilmente que los cristianos del siglo XXI celebremos la Navidad de un modo diverso a como lo hacían nuestros hermanos del siglo segundo o del siglo doce. Pero ellos y nosotros –y los que vengan después de nosotros– celebraremos una Navidad que nos recuerde y haga vivir estas palabras del Credo: «Que nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo y por obra del Espíritu se encarnó de santa María, la Virgen, y se hizo hombre».

A todos los lectores habituales y ocasionales de esta columna ¡¡Santa y Feliz Navidad!!

Primacía del hombre sobre el trabajo y la economía

por administrador,

Cope – 9 diciembre 2012

«La defensa de los derechos humanos ha tenido grandes progresos en nuestro tiempo; sin embargo, la cultura moderna –caracterizada, entre otras cosas, por un individualismo utilitarista y un economicismo tecnocrático– tiende a devaluar a la persona». Estas palabras, llenas de realismo y verdad, pertenecen a un discurso que acaba de pronunciar Benedicto XVI a los miembros de la Plenaria del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz.

No ha sido ésta la única gran afirmación de un discurso breve, pero sumamente enjundioso y programático. Al contrario, las perlas de ese discurso son tantas, que con ellas se puede tejer un hermoso collar de doctrina social de la Iglesia. Así, refiriéndose a una concepción muy difundida actualmente sobre el fundamento de los derechos humanos, el Papa afirma: «Los derechos y deberes no tienen como único y exclusivo fundamento la consciencia social de los pueblos, sino que dependen fundamentalmente de la ley natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada persona y, por tanto, en última instancia de la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad».

Por eso, es tan importante tener una recta concepción del hombre, hoy tan amenazada por una cultura que prima de tal modo el individualismo utilitarista y el economicismo tecnocrático, que devalúa la persona. La amenaza es tan real que, por ejemplo, el hombre es considerado como mero ‘capital humano’, como simple ‘fuente de recursos’ o como parte de un engranaje productivo y financiero. El resultado final es lo que dice el Papa: ese sistema «estrangula» al hombre.

Una prueba de ello es que, mientras se sigue proclamando la dignidad de la persona humana, la nueva ideología del «capitalismo financiero sin límite», llega a «prevaricar sobre la política» y «desestructura la economía real». Metidos en esta perversa dinámica, el trabajador por cuenta ajena y su trabajo son considerados «como bienes ‘menores’», minando así «los fundamentos naturales de la sociedad, especialmente de la familia».

Frente a estas ideologías, potenciadas por poderosos medios de comunicación social en abierta colaboración con el poder económico y político, es preciso proclamar que la persona humana «goza de una primacía real, que la hace responsable de sí misma y de toda la creación». Esto ha de traducirse en una concepción del trabajo como «bien fundamental para el hombre», en orden a su propia personalización, a su socialización, a la formación de una familia, y al bien común y la paz.

Esta concepción cristiana del trabajo será un ariete fundamental para destronar a los ídolos modernos y para sustituir el individualismo, el consumismo materialista y la tecnocracia por una cultura de la fraternidad y de la gratuidad, del amor solidario. En esta perspectiva se comprende la importancia que reviste la difusión de la doctrina social de la Iglesia para la nueva evangelización del mundo moderno. Hoy, de modo muy especial, es preciso volver a reflexionar sobre el alcance social de las palabras del Señor: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado». Como dice el Papa, «aquí está el secreto de toda vida social plenamente humana y pacífica y de la renovación de la política y de las instituciones nacionales y mundiales».

Aquí está también la verdadera defensa de un orden mundial que está surgiendo propiciado por la globalización, en el que se vislumbra ya el fantasma terrible de lo que el Papa llama «superpoder, concentrado en manos de unos pocos, que dominaría a todos los pueblos, explotando a los más débiles». Y el cimiento para construir un nuevo orden social en el que «toda autoridad sea concebida –en palabras de Benedicto XVI– como una fuerza moral, como facultad de influir siguiendo la recta razón».