«¡No os dejéis robar la esperanza!»

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Mons. Mario Iceta: «¡No os dejéis robar la esperanza!»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

«La esperanza cristiana es un regalo de Dios que llena de alegría nuestra vida. Y hoy la necesitamos tanto. ¡El mundo la necesita tanto!», recuerda, con el corazón colmado de sueños por cumplir, el papa Francisco en su vídeo-mensaje del mes de diciembre, titulado Por los peregrinos de la esperanza.

 

En el corazón de este deseo para una Iglesia que está llamada a ser hogar con las puertas siempre abiertas, nace la intención de oración elegida por el Papa, quien recuerda el tiempo que vivimos como un lugar sagrado donde fortalecer la fe y reconocer a Cristo vivo en medio de nuestras vidas: «Llenemos nuestro día a día con el don que Dios nos da de la esperanza y permitamos que a través de nosotros llegue a todos cuantos la buscan», insiste en su petición.

 

Esta llamada especial, enmarcada en el contexto del próximo Jubileo 2025, nos sitúa ante el mandamiento principal de la ley de Dios, que es el verso central que acompaña cualquier poema recitado desde la esperanza cristiana: sólo amando al Señor con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente, seremos capaces de amar al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 36-40) y aún más, como Él nos ha amado.

 

Como todo es providencia en nuestra historia, el día 18 de este mes celebramos a la Virgen de la Esperanza. Ella nos recuerda que la esperanza «nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz» (Spes non confundit, n. 25). Así, por la acción del Espíritu Santo, somos renovados cada día en ese anhelo de plenitud que encuentra su fundamento en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos de su amor (cf. Rm 8, 35), porque su Palabra –que es la fuente de toda la esperanza– nunca defrauda (cf. Rm 5, 5).

 

«Cuando no sabes si mañana vas a poder dar de comer a tus hijos y si lo que estás estudiando te permitirá tener un trabajo digno, es fácil caer en el desánimo», confiesa el Papa mientras va desgranando el sentido de su plegaria. ¿Dónde buscas, entonces, la esperanza, tras esos momentos de angustia y de incertidumbre?, insiste, para manifestar que «es un ancla que tú la tiras con la cuerda y arraiga segura en la playa», lo que supone «estar aferrados a la cuerda de la esperanza».

 

María es el abrazo que no pregunta en mitad de la noche, la madre compasiva de todos los hijos del mundo, la promesa que salva cuando todo está perdido. María es la vida renovada que se inclina ante el más pobre, el bálsamo para una tierra en ruinas, la mensajera de Vida Eterna.

 

María es la certeza incondicional que se humilla por amor a nosotros, la sonrisa donde descansa el corazón, la caricia tallada a fuego en el rostro del sufriente.

 

Ella es la esperanza, hecha Camino, Verdad y Vida en la prolongación de la bondad de su Hijo, y desea que nosotros seamos signos creíbles de su presencia; a tiempo y a destiempo, cuando sople la suave brisa del Espíritu y cuando el huracán sacuda nuestras vidas, en el silencio de un gesto y en el grito del dolor más vulnerable.

 

De su mano siempre maternal, llevemos la buena noticia a los necesitados, vendemos los corazones heridos y proclamemos la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros (cf. Is 61, 1-2). Somos enviados por el Señor para cuidar de los débiles como una promesa calada de dignidad humana. Y este compromiso es sólo un trozo del Cielo que Dios nos tendrá preparado con una belleza inusitada en los jardines de la Vida Eterna.

 

¡No os dejéis robar la esperanza!, dice el Papa. Y confiemos, como ese pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y perseverante en la esperanza (cf. 1 Ts 1, 3). Y dejemos escrito en el diario de nuestra vida que la esperanza no defrauda cuando se arraiga profundamente en el amor de Dios.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«María Inmaculada, Sagrario vivo de la Belleza»

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«María Inmaculada, Sagrario vivo de la Belleza»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, con el tiempo de Adviento marcando el paso lento de Dios por nuestra vida, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. Ella, preservada del pecado merced a los méritos del sacrificio redentor de su Hijo, deja grabado en lo más profundo de nuestra fe que el amor –si es verdadero– lo inunda todo, hasta transformar en gracia la mirada afligida de este mundo.

 

«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 26-38). María, con su perpetuo e inigualable «sí», rompe las ataduras humanas para enseñarnos cómo en una mirada pueden esconderse todos los misterios del Evangelio.

 

María nos lleva a Jesús. Todo en Ella es ofrenda derramada por amor; un amor incomparable capaz de transformar el dolor más oscuro en puro don. Incluso en la hora suprema de la nueva Creación, incluso en la Cruz, «cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo» (Evangelii gaudium, 285).

 

Los ojos de Cristo tienen el mismo color que los de su Madre, porque no soporta que unos pies cansados peregrinen por las cimas más gastadas de esta Tierra sin la presencia de Aquella que es capaz de «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (ibd, 286). Ciertamente, confiesa el Papa Francisco, al Señor «no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino» (ibd, 285). De mismo modo, Ella empeña la vida para que cada uno de nosotros, sus hijos más amados, llevemos grabado en el alma el Corazón de su Hijo.

 

A lo largo de la historia, los más grandes pintores, maestros, poetas, escultores y literatos han ido cincelando en sus obras la belleza de la Santísima Virgen María. Porque nadie olvida su rostro después de haberla conocido. No solo porque Ella acompaña a cada uno de los hijos que testimonian los mandamientos de Dios y mantienen la memoria de Jesús (cf. Ap 12, 17), sino porque en su mesa caben todos. Y no importa la mano que moldee su tez, describa su amor materno o sombree sus ojos; solamente basta el corazón de quien la invoque para que Ella, como verdadera Madre, se haga presencia para dejarse eternamente admirar.

 

La Concepción Inmaculada de María, «dotada con unos dones a la medida de una misión tan importante» (cf. LG 56), nos enseña a acoger al Verbo de la vida en la profundidad de nuestra pobre fe.

 

Gracias a Ella, el Hijo unigénito de Dios se ofrece al Padre para venir al mundo hasta hacerse carne de salvación. Y el Padre le regala la mejor Madre que podía tener: una Virgen inmaculada, sin mancha, sin pecado, ataviada con una hermosura que nada ni nadie podrá jamás mitigar.

 

Hoy, María, el Sagrario vivo de la Belleza, también nos invita a meditar el misterio de la Encarnación como «fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo», tal y como una vez describió el Papa Benedicto XVI. Ahí, en el momento en que el Verbo se hace carne para habitar cada uno de los rincones de nuestra alma (cf. Jn, 1, 14).

 

El corazón sagrado de María nos recuerda que la gracia es más poderosa que el pecado. Por eso, sin proferir una sola queja, se puso al servicio de la voluntad de Dios, convirtiéndose en la custodia del Niño que nacerá dentro de unos días para salvar con su amor al mundo.

 

Virgen santa e inmaculada, escucha nuestra oración, atiende a la voz de nuestra súplica, cuida de tus hijos más necesitados y haz que el amor misericordioso de tu Hijo nos seduzca y que tu belleza materna nos conduzca a la plenitud de una vida que no tendrá fin.

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«Adviento: el pesebre de nuestra fragilidad»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Ven, Señor Jesús, e infunde en nuestra vida la esperanza de tus ojos, la que nunca falla ni defrauda, la que jamás aparta su corazón del pesebre de nuestra fragilidad.

 

Con esta oración que nos compromete a ponernos por entero al servicio del corazón de Cristo Jesús, quisiera dar la bienvenida al tiempo de Adviento que hoy comenzamos y que inaugura el año litúrgico. Cuatro domingos para preparar el nacimiento del Señor, para celebrar la Navidad.

 

«Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas para un futuro nuevo», recodaba el papa Francisco durante el Ángelus en diciembre de 2018. Una invitación, sin duda alguna, que volvemos a hacer vida en nuestro camino, porque sólo desprendiéndonos de nuestro yo y entregando hasta la última fibra de nuestro ser podremos parecernos a Aquel que nace, una vez más, para que podamos abrazar la plenitud del Amor.

 

Este tiempo de andadura, servicio y misión, nos invita a seguir la senda del Señor, a acompañar sus caminos y a transitar sus pisadas para abrazar un compromiso concreto: el de estar cerca de quien necesita ser querido como nunca le pudieron querer o ser cuidado como nunca le pudieron cuidar.

 

Empecemos por ahí, dándonos sin medir la talla del cansancio, aunque solamente sea un poco; a veces, una migaja de fe puede cambiar un corazón cansado, quebrantado y humillado. Y si Él nunca lo desprecia (cf. Sal 31), ¿acaso no tendremos que hacer nosotros lo mismo? Sólo así podremos vivir una Navidad auténtica que haga, del pesebre, nuestro hogar, nuestro reino, nuestro vivir.

 

Jesús, quien lo hace todo nuevo (cf. Ap. 21, 5), anhela que preparemos este camino junto a Él. Comencemos por la oración humilde, continuemos por el perdón –tanto de uno mismo como del Señor– y concluyamos este andar sanador hacia la Navidad con actos de caridad que, dóciles al Espíritu, conserven el precioso arte de amar para que Él crezca mientras nosotros disminuyamos (cf. Jn 3, 30).

 

La oración es el principio que derrama su plegaria en aquel que anhela con todas sus fuerzas abandonar por un tiempo su soledad, aunque solamente sea con lo pobre de nuestro ser.

 

«Cristo será todo en todos» (Col 3, 11) y no quiere que se pierda ninguno mientras nosotros llevemos su nombre grabado a fuego en las entrañas. Visitemos a ese anciano que hace tiempo que no recibe a nadie en su hogar, vayamos a esa habitación de hospital a confortar a ese enfermo que apenas tiene con quien compartir su dificultad, salgamos para abrigar la soledad de quienes viven la pobreza de afectos, llamemos a ese amigo que perdimos por el camino o a ese familiar con quien lo compartimos todo y hace tiempo que comenzó a enfriarse la relación.

 

La Iglesia «necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario» (Evangelii gaudium, n. 169). Por tanto, nunca es tarde para volver a escribir las Obras de Misericordia en el diario de nuestra vida.

 

Y este tiempo de conversión, espera y esperanza, es una oportunidad especial que nos ofrecen el Hijo de Dios hecho hombre, el «sumamente amable que nos atrae hacia sí con lazos de amor» (EG, 167), y la Virgen María, en cuyo seno Dios se hizo carne, para que aprendamos a quitarnos las sandalias ante la tierra sagrada del hermano que siempre debe ser el objeto de nuestra mirada y nuestro abrazo (cf. Ex 3, 5). Y de este modo, llegaremos al portal de Belén con el corazón preparado para adorar al Niño Dios y tomarlo en nuestros brazos bajo la mirada materna de la Virgen María y el cuidado paterno de San José.

 

Con gran afecto, os deseo un feliz y santo tiempo de Adviento.

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa
Arzobispo de Burgos

«El camino hacia la Vida Plena y Eterna»

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«El camino hacia la Vida Plena y Eterna»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

«Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad»» (CIC n. 1020-1022). Comienzo esta carta con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que, sin más horizonte que el amor entregado hasta el último de nuestros días, nos abren la puerta a la festividad que acabamos de celebrar: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles difuntos.

 

¿Acaso existe promesa más bella que ver a Cristo cara a cara, llevar su nombre en la frente y no tener nunca necesidad de la luz de una lámpara, ni de la del sol porque Dios alumbrará nuestra vida con su sola presencia? (cf. Ap 22, 4-5).

 

La solemnidad de Todos los Santos que celebramos el día 1 pone nuestra mirada en el Cielo para recordar a todos los santos, tanto conocidos como desconocidos, que cuidan de nosotros, interceden por los que aún peregrinamos en esta Tierra y gozan de la felicidad eterna.

 

«La santidad es el rostro más bello de la Iglesia», revela el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudate et exultate. Una llamada que va dirigida a todos y cada uno de nosotros. Todos estamos llamados a la santidad, tal y como revela la Escritura: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 P 1, 16). Y mientras estamos de paso por este mundo, teniendo siempre presente que hemos sido rescatados «con la preciosa sangre de Cristo, el cordero sin tacha ni defecto» (1 P 1, 18), hemos de ofrecer la propia vida como testimonio. Esta semilla ha de depositarse en la familia, en el trabajo, en la comunidad parroquial, en la universidad, en la atención a los pobres y enfermos, en las relaciones personales y en las ocupaciones de cada día. Y aunque esta opción de luchar por el bien común implique y exija, en ocasiones, renunciar a intereses personales, ¿quién podrá hacernos daño si nos empeñamos en hacer el bien? (cf. 1 P 3, 13).

 

Hemos de empezar por ahí, haciendo la voluntad de Dios en nuestra vida, dejando que la gracia de nuestro Bautismo bañe cada tesela que pisamos y fructifique con un amor inenarrable, como lo hizo en aquellos que ya gozan de la bienaventuranza eterna. Ellos nos marcan el camino, la heredad habitada, la vereda de la caridad. Nosotros, seguidores de la corriente de caridad y bondad fundamentadas en Cristo Jesús, tenemos que procurar ser santos de lo cotidiano, viviendo el amor en las cosas pequeñas, aceptando las limitaciones, luchando contra las injusticias, sembrando alegría y esperanza, y haciendo frente a los desafíos de lo ordinario.

 

Asimismo, la conmemoración de los fieles difuntos adquiere un valor profundamente humano y teológico, ya que abarca –en toda su plenitud– el misterio de la existencia humana. La muerte es un momento decisivo en la biografía personal y es la puerta hacia la plenitud y la eternidad.

 

Dice el Catecismo que, desde los primeros tiempos, «la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios» (CIC n. 1032). Por ello, este es, también, un día de fiesta en el Cielo y en la Tierra. En virtud de la comunión de los santos, la Iglesia encomienda los difuntos a la eterna misericordia de Dios.

 

Cristo venció a la muerte, y una muerte de Cruz. Y su misterio pascual (cf. Rm 8, 2) nos alienta, en un día como este, a donarnos en la vida cotidiana y a ofrecernos en el sacrificio de Cristo cada vez que celebramos la Eucaristía. De esta manera, si después de la muerte nuestros hermanos y nosotros necesitáramos ser purificados de nuestras fragilidades y pecados, podremos de una vez para siempre vivir eternamente con Cristo, ser abrazados in aeternum por el Padre y vivir una comunión plena con quienes el amor anudó para siempre a nuestro corazón ya aquí en la tierra.

 

Todo es posible para Dios (cf. Mt 19, 26) y, también, cuando intercede nuestra Madre. Ponemos en las manos compasivas de María, modelo de santidad, caridad y esperanza, a los fieles difuntos, y nos encomendamos a los santos para que su ejemplo perpetúe en nuestros corazones un deseo imborrable: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm , 4) para ser «todo en todos» (1 Co 15, 28) por toda la eternidad.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

«¡Burgos cumple 450 años como sede metropolitana!»

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Queridos hermanos y hermanas:

 

El pasado día 22 se cumplieron 450 años desde que la Iglesia de Burgos fue elevada a sede metropolitana. Durante las visitas pastorales, no es infrecuente que en el encuentro con grupos de niños de catequesis me pregunten qué es un arzobispo, y pronto surja también la pregunta acerca de la diferencia entre un obispo y un arzobispo o una diócesis y una archidiócesis. Y quizás también haya adultos que se hagan esta pregunta: por qué decimos de Burgos que es archidiócesis y no diócesis y qué es una provincia eclesiástica.

 

La vida de la Iglesia que peregrina en Burgos ha estado desde siempre cargada de una historia inmensamente rica, fructífera y sorprendente. Sin embargo, hay que remontarse al año 1574 para comprender un hecho significativo que se esconde detrás de esta tierra de vocaciones sacerdotales, laicales, religiosas y misioneras y de todo el santo Pueblo de Dios en la diversidad de carismas.

 

El Código de Derecho Canónico establece que «para promover una acción pastoral común en varias diócesis vecinas y para que se fomenten de manera más adecuada las recíprocas relaciones entre los obispos diocesanos», las Iglesias particulares «se agruparán en provincias eclesiásticas delimitadas territorialmente» (can. 431 §1). Así, en el caso de Burgos, son varias las diócesis que conforman una única provincia, siendo la burgalesa su hermana mayor, que se denomina archidiócesis metropolitana. De ahí que posea este título de archidiócesis y que el pastor que la preside sea arzobispo. Por tanto, una provincia eclesiástica es el nombre que se le da a un distrito administrativo eclesiástico bajo la jurisdicción de un arzobispo.

 

Para conocer el sentido de nuestra historia, volvemos la mirada 450 años atrás cuando, a petición del rey Felipe II, el papa Gregorio XIII elevó la diócesis burgalesa a la dignidad de Metropolitana, siendo Francisco Pacheco de Toledo el primer arzobispo de la recién creada archidiócesis.

 

A lo largo de los siglos, la configuración de la provincia eclesiástica ha sido muy diversa. En los comienzos formaban parte de la misma Pamplona, Calahorra y la Calzada. Posteriormente se le añadió Santander, Palencia y Tudela. En 1851 se le añadieron León, Osma y Vitoria. Fue la aplicación del Concordato de 1953 la que dejó la configuración actual, en la que la provincia eclesiástica, presidida por la archidiócesis de Burgos, está formada por las diócesis de Vitoria, Bilbao, Osma-Soria y Palencia. Estas son conocidas como sedes sufragáneas, donde compete al metropolitano una labor de comunión, supervisión y colaboración para que se conserven diligentemente la fe y la disciplina eclesiástica en todo el territorio.

 

Los grupos de niños de catequesis no tardaron en preguntar por mi labor concreta como arzobispo. «Un arzobispo es el obispo de una archidiócesis», les respondí, «y como Burgos es la sede principal de la provincia eclesiástica, en este caso se trata de un arzobispo metropolitano». El signo que lo caracteriza es el palio. Éste es una cinta ancha bordada con lana de los corderos que se crían en el Monasterio de Santa Inés de Roma. Tiene bordadas cinco cruces que significan las llagas de Cristo, con tres clavos, los de la pasión que clavaron a Cristo en la cruz. Se coloca sobre los hombros del arzobispo para significar al buen pastor que carga sobre sus hombros a las ovejas del rebaño del Señor. Y significa la comunión entre la provincia eclesiástica y la sede de Pedro y la comunión de las diócesis que conforman la provincia eclesiástica.

 

Hoy, cuando acabamos de celebrar este aniversario desde que Burgos fue elevada a sede metropolitana, siento que el obispo ha de encarnar la presencia de Cristo Buen Pastor en la comunidad que Dios le encomienda, algo que me hace ver la absoluta necesidad de la gracia ante mi fragilidad, pobreza y debilidad para llevar adelante esta tarea de amor incondicional y entrega absoluta.

 

Pero la recompensa de cuidar del Pueblo de Dios en el nombre de Jesús el Buen Pastor, consiste en una alegría profunda e indescriptible cuando se es testigo de cómo Dios hace brotar agua abundante en la tierra seca, y cómo el Espíritu Santo prende en el corazón de los cristianos haciéndoles testigos del amor de Dios y edificadores del Reino de Dios.

 

Que Santa María la Mayor, madre y protectora de nuestra archidiócesis, continúe cuidándonos cada día; y que nuestro corazón sea una fiel respuesta a su inmenso amor.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos