Eucaristía en la apertura y bendición del Centro «Úrsula Benincasa de las Religiosas Teatinas de la Inmaculada Concepción»

por administrador,

Burgos – 18 mayo 2013

En la Vigilia de Pentecostés abrimos nuestros corazones a la acción del Espíritu que, como don de Cristo glorificado, impulsa a todos los hombres a insertarse en el pueblo de Dios.

Todo hombre de buena voluntad está llamado a integrarse en el Cuerpo de los hombres rescatados por la sangre del Cordero, y a estar vivificado por el Espíritu que fue exhalado por Cristo en la cruz, garantizando su unidad.

Dios ha querido casarse con la humanidad, siendo para ella un esposo maravilloso. No porque la humanidad fuese santa e inmaculada, sino porque la sangre del Cordero la purificó y la hizo más digna, santa y limpia de todo pecado.

En esta unidad de la Iglesia, y en beneficio de ella, el Espíritu promueve los carismas a fin de enriquecerla. Por ello, en la Iglesia de Cristo no tenemos miedo a que el Espíritu promueva instituciones, familias que, correspondiendo a esas insinuaciones formen como órganos, miembros que, unidos entre sí, benefician a todo el organismo de la Iglesia de Dios.

Por eso, yo querría deciros, queridas hermanas y queridos fieles cristianos, que tenéis una misión importante de construir la unidad que promueve el Espíritu de Dios. ¿Cómo? Siendo dóciles a un carisma concreto, que lo tenéis bien determinado en la vida de la Fundadora y de vuestras hermanas mayores. No tengáis miedo a vivir ese carisma; cuanto mejor correspondáis a él, tanto mayor será el beneficio para la unidad de la Iglesia de Cristo. Los cristianos, la Iglesia Católica, no tiene miedo, como decía, a estos organismos, porque todos ellos han de tender a la unidad del Cuerpo místico de Cristo. Por ello, ánimo, Madre, ánimo, queridas hermanas: a cultivar ese espíritu que ha promovido el mismo Espíritu Santo. No tengáis miedo de romper la unidad de la Iglesia. Siendo muy fieles es el mejor modo de promoverla, siendo muy fieles a la vocación que habéis recibido.

Por tanto, el primer fruto que yo pediría de vuestro espíritu sería el cultivar esa cohesión y unidad. Ya sé que lo hacéis, pero de una manera decidida y directamente promovida cada día, continuamente actualizado en vuestro espíritu específico, secundando la estrecha comunión en la Iglesia en la unión con el Papa y con los Obispos. A ella van dirigidas las oraciones que cada día eleváis a Dios por quienes tienen la misión, como Madre General y Consejo asesor, de dirigir vuestros pasos.

Y como una consecuencia inmediata y directa, y este es el segundo fruto que yo pediría hoy al Espíritu, os pido que cultivéis y crezcáis en la fraternidad. Que sea una construcción bien asentada sobre la roca, no sobre la arena. Porque la fraternidad es el amor que recibís de Cristo para devolvérselo a vuestras hermanas. Sabéis bien que no se trata de un mero sentimiento, más o menos pasajero, sino de un auténtico amor y entrega al bien de ellas. Fraternidad, no solo entre las que convivís juntas temporalmente por una misión concreta, sino fraternidad recia con todas las que comparten la misma vocación; y extendiéndola a todas las que, de un modo u otro, participan en vuestros apostolados específicos y en vuestras tareas, especialmente académicas. Así haréis presente en nuestra sociedad ese carisma que inició vuestra Fundadora.

Así, pues, COMUNIÓN, que no es simplemente una conjunción de pareceres, sino una docilidad y un abrirse plenamente a las insinuaciones del Espíritu Santo y FRATERNIDAD, que se hace más concreta en ese tú, no simplemente por simpatía o por coincidencia de pareceres, sino por percibir a cada una como sujeto de aquel mismo espíritu de entrega acogido y correspondido.

Y el tercer fruto que yo también desearía pedir al Espíritu Santo es la FECUNDIDAD APOSTÓLICA. En Europa, y concretamente en España, es necesario un apostolado santamente «descarado», que aporta influencia benéfica a vuestras labores apostólicas; un fuego que os renueve en el amor a Cristo y un viento que os orienta y empuja a hacer descubrir a Cristo y su Iglesia, no como lugar de presión o de menoscabo en la libertad, sino como lugar donde se realiza plenamente la alegría de la propia vocación, y la dignidad de hombres y mujeres que asumen la llamada de Dios. No puede suceder que chicos y chicas que hayan estado cerca de vosotras en una profesionalización de los saberes, puedan un día quejarse de que no conocen a Cristo o no lo han tomado en serio, habiendo sido vosotras sus maestras, sus educadoras, sus formadoras en valores centrales de la vida. Queridas hermanas, y entonces qué, ¿forzar? ¡De ninguna manera! Pero, a la vez, sí, sí, forzar, pero con la fuerza de la oración, con la fuerza del sacrificio, para que se abran a un diálogo orientador que se percibe, no como coacción, sino como madurez, que adquiere todos los quilates de una fruta sabrosa y preciosa.

Queridas hermanas: os he dicho las tres ideas que quería exponeros: comunión, fraternidad, frutos apostólicos. Y, para ello, que cada uno de nosotros sea santo. Porque si nuestra relación con Cristo no es abundante y rica, vuestro querer formar y educar a los demás serán vistos como presión, mientras que si correspondemos a la llamada a la santidad, la vuestra será una influencia gozosa, benéfica, que acogerán como la mejor expresión de la amistad y de la caridad.

Gracias por vuestra presencia en nuestra diócesis, por la tarea que ahora iniciáis oficialmente. Gracias por vuestra santidad. Y gracias por el apostolado que vais a realizar en toda nuestra diócesis y ahora en concreto en esta parroquia donde está ubicado vuestro hogar. Que la Venerable Madre Úrsula Benincasa se sienta hoy plenamente feliz, percibiendo ya los frutos personales en vosotras y los frutos apostólicos en quienes van a ser puntos de referencia en vuestra actividad humana y apostólica. Invocamos a la Virgen Blanca para que esté muy cerca de vosotras y os ayude, como a los apóstoles, a secundar estas insinuaciones del Espíritu Santo en vuestros corazones. Amén.

Encuentro diocesano de cofradías

por administrador,

Villalmanzo – 18 mayo 2013

1. Una vez más nos reunimos para celebrar esta fiesta de las cofradías de nuestra diócesis, cada vez más consolidada y revitalizada. Damos gracias a Dios, de quien procede todo bien, al abad Don Javier, a los consiliarios y todos y cada uno de vosotros, y a las Juntas directivas de cada Cofradía. Damos gracias también a la parroquia de Villalmanzo que nos acoge fraternalmente, a su párroco y a los demás sacerdotes que han colaborado en la organización y celebración.

2. La primera lectura nos ha presentado un texto muy importante, no sólo porque es el final del libro de los Hechos de los Apóstoles, sino porque señala el cumplimiento de su programa: el testimonio de Jesucristo Resucitado llega realmente a los confines de la tierra. San Lucas, que es el autor del evangelio que lleva su nombre, sitúa toda la doctrina, actividad y obra de Jesucristo en un camino que va de Galilea a Jerusalén. En la ciudad santa culmina el cumplimiento de lo que habían anunciado la Ley y los Profetas sobre el Mesías, a saber: que sería despreciado, humillado y muerto; pero que resucitaría de entre los muertos y su salvación llegaría a todos los hombres y mujeres del mundo. En el libro de los Hechos, del que es también su autor, san Lucas prosigue ese camino, pero dándole un horizonte misionero y universal. Jesucristo envía el Espíritu Santo a los Apóstoles en Jerusalén, les hace comprender perfectamente su misión y los lanza a todo el Imperio entonces conocido, culminando en Roma, capital de ese Imperio. Allí llegó el anuncio del Evangelio y desde allí se difundió al mundo entero. Así nos lo ha recordado la lectura que hemos proclamado hace poco y, por eso, es tan importante. San Pablo llega a esa ciudad, cuando ya hay una comunidad, que previamente había fundado san Pedro. Pero él prosigue la predicación del evangelio. No le importa estar prisionero y tener que ganarse la vida para poder vivir. Él no puede dejar de llevar a cabo su gran pasión: anunciar que Jesucristo ha muerto y resucitado por nuestros pecados y para nuestra salvación. Más aún, lo hace con gran constancia y valentía.

Tenemos aquí una importante lección. El plan de salvación de Dios, realizado por la muerte y resurrección de Cristo e impulsado por el Espíritu Santo tiene que llegar a todos los lugares y ambientes, porque es universal. La Iglesia es el gran instrumento del que Cristo y el Espíritu santo se sirven para realzarlo. La Iglesia no puede cansarse de anunciar y realizar este gran misterio. Nos toca a nosotros, que somos Iglesia, anunciarlo y realizarlo hoy. Hemos de tomar conciencia de que la misión de evangelizar no es exclusiva de los obispos y de los sacerdotes. También los seglares tienen que llevarla a cabo, en virtud de su sacerdocio bautismal, como ha recordado el Concilio Vaticano II y no han dejado de repetir los últimos Papas. El Papa Francisco, en el corto espacio de tiempo, ya lo ha repetido varias veces. Esa evangelización se realiza con el testimonio valiente de nuestra palabra y de nuestra vida.

3. Para vosotros, la pertenencia a una Cofradía es un modo de encauzar este compromiso. En efecto, cuando procesionáis las imágenes de Cristo en los distintos momentos de su Pasión, cuando lleváis en hombros a Jesucristo clavado y muerto en la Cruz, cuando portáis la Dolorosa y cuando hacéis la Procesión del Encuentro de Cristo Resucitado y su Madre gozosa, no hacéis una manifestación folclórica profana, ni desfiláis en una pasarela para satisfacer la curiosidad y el deleite de los turistas. Menos aún, una exhibición de poderío social o de afianzamiento de la propia excelencia. No. Vosotros hacéis una manifestación pública de vuestra fe, de vuestras convicciones más profundas, de vuestro amor al Señor que ha muerto por nosotros, y de dolor por vuestros pecados y los de todos los presentes y ausentes. ¡Eso ya es evangelización, predicación del mensaje salvador! Porque es un anuncio, sencillo pero verdadero, de que creéis en Jesucristo y en su Madre.

4. Más aún, como eso entra por los ojos y por los demás sentidos de quienes os contemplan, el anuncio se convierte en una llamada a los demás. Sin decírselo con palabras, les decís con gestos y símbolos que ellos están invitados a aceptar y vivir lo que vosotros les presentáis en las imágenes de Cristo y de la Virgen. Y así ocurre de hecho. Nadie sabe hasta qué punto depende de estas manifestaciones de fe sencilla y popular de Semana Santa, la fe de nuestro pueblo. Un pueblo que hoy, además, es cosmopolita, debido a que la inmigración ha traído a nuestro suelo gentes de otros países y etnias, muchos de los cuales nunca han oído hablar de Jesucristo, de la Virgen, de la Iglesia. Y ellos, aunque no sea más que por curiosidad y cultura, también participan en vuestras procesiones.

Esto pone de manifiesto la necesidad ineludible de preparar lo mejor posible esas manifestaciones. No me refiero a lo material y organizativo, donde está patente vuestro buen hacer. Me refiero, sobre todo, a la formación religiosa, espiritual y caritativa que debéis adquirir cada día más y mejor. Es, además, la mejor manera de que lo material y organizativo no se venga abajo, porque un cuerpo sin alma se corrompe, y una organización sin espíritu degenera y se autodestruye. La mejor manera de que vuestras Cofradías sigan existiendo y procesionando por nuestras calles y plazas es renovar vuestra fe y vuestra vida cristiana.

5. Os invito a que a partir del principio del nuevo curso pastoral, que tendrá lugar a mediados de septiembre o primeros de octubre, os reunáis para preparar espiritualmente la Semana Santa de 2014. Hay muchas cosas que se pueden hacer: conocimiento y difusión de la Palabra de Dios, mediante charlas y conferencias que enseñen el uso y manejo de la Biblia, retiros mensuales o trimestrales, semana de formación del cofrade sobre el sentido de la Semana Santa, etc.

Hoy se habla mucho de nueva evangelización. El Papa Francisco os ha dejado este encargo en un discurso a las Cofradías del mundo que han peregrinado a Roma a principios de mayo: «»Sed vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean ‘puentes’, senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él». El Papa quiere, por tanto, que vosotros seáis miembros activos en la difusión del evangelio en vuestro ambiente: la propia familia, los amigos, los compañeros de profesión, etc.

El Papa también ha dicho a los Cofrades: «Estad atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por los que se encuentran en dificultad. Sed testigos del amor y de la ternura de Dios por todos». La caridad hacia los pobres, enfermos y necesitados es una nota esencial de las Cofradías. Yo os invito a que seáis creativos y salgáis al encuentro de las necesidades que experimentan tantas personas en este momento.

6. Decía el evangelio, que es la conclusión del evangelio de san Juan: «Tú sígueme». Se lo decía Jesús a Pedro. Y a cada uno de nosotros nos dice: «Tú sígueme, bien unido a los pastores, especialmente al Papa, a quienes yo he encomendado el cuidado de mi pueblo». Vayamos todos a Cristo muy unidos y formando una comunión de hermanos. ¿Quién nos puede llevar con mayor acierto y seguridad que la Santísima Virgen, Madre de Jesús y madre nuestra?

María se inspira en las madres de la tierra

por administrador,

Cope – 12 mayo 2013

El Papa Francisco es un enamorado de la Virgen. Eso explica que al día siguiente de su elección fuera muy de mañana a visitarla en la Basílica de Santa María la Mayor, tan íntimamente vinculada con nuestra Patria. El pasado 4 de mayo ha vuelto al mismo lugar, en este caso para presentarle las alegrías y penas no sólo de los ciudadanos de Roma, que la veneran como Salus Populi Romani («Salud del Pueblo Romano») sino también de todos los fieles de la Iglesia. Más aún, de todos los hombres y mujeres del mundo, especialmente de las madres. Con ese motivo pronunció unas sencillas y emotivas palabras, en las que presentó a la Virgen María como la mejor de todas las madres. Ella, en efecto, se comporta con nosotros como hacen las madres de la tierra con sus hijos, sólo que de modo eminente. Por eso, nos ayuda a crecer, nos ayuda a afrontar las dificultades de la vida y nos ayuda a tomar decisiones definitivas con libertad.

Me ha parecido especialmente pertinente lo que dijo sobre el modo de afrontar las dificultades que toda vida presenta y, más todavía, a tomar libremente decisiones para toda la vida, precisamente como fruto de una libertad madura.

Todas las madres saben bien que la vida tiene problemas y que no educan bien a sus hijos si se la presentan como un camino de rosas. La madre ayuda a ver las cosas con realismo y enseña a plantar cara a las dificultades. En esta tarea les va llevando paso a paso y, aunque esté a la vera, les va soltando poco a poco. Así procede María con nosotros. Sabe que es nuestra Madre, porque Jesucristo nos entregó como hijos suyos en el Calvario, y sabe que ha de ayudarnos a afrontar las dificultades para que nuestra fe, lejos de hundirse, se afiance y enrecie. Ella misma pasó por momentos difíciles y de gran oscuridad. Baste pensar en la huida a Egipto y en la Cruz en que fue clavado su Hijo, Jesucristo.

Me ha parecido especialmente interesante lo que dijo a propósito de la toma de decisiones para toda la vida en aras de una libertad madura. El Papa insistió sobre algo que, con frecuencia, olvidamos. «Libertad no es hacer siempre lo que uno quiere, dejarse dominar por las pasiones, seguir la moda del momento, prescindir sin más de lo que a uno no le gusta. ¡Eso no es libertad!» La libertad es, en última instancia, un don para que sepamos elegir bien en la vida. ¿Es libre el que tira por la borda su matrimonio?

¿Es libre el que no respeta la palabra dada? ¿Es libre el que donde «dijo» ahora «dice» lo contrario, porque le crea problemas aceptar las dificultades que ello comporta? ¿Es libre el que no es capaz de hacer compromisos para toda la vida?

A nadie se le escapa que asumir compromisos permanentes y para toda la vida nunca fue fácil. Hoy es todavía más difícil, porque vivimos una cultura de la provisionalidad, un ambiente en el que seduce lo pasajero, un hábitat en el que se ha instalado la mentalidad del usar y tirar. Da la impresión de que –en palabras del Papa– «quisiéramos seguir siendo adolescentes». Hay que desafiar esta cultura y no tener miedo a asumir compromisos permanentes, compromisos que implican toda la vida. Porque esto es síntoma y manifestación de una verdadera libertad, de una libertad madura. El que no es capaz de asumir este tipo de compromisos, nunca hará fecunda su vida, dejará de demostrarse a sí mismo las capacidades que hay en él y privará a los demás de sus mejores cualidades y talentos.

María es la mujer de los «síes» definitivos. Incluso podría decirse que es la mujer que dijo un ‘sí que duró toda su vida: de Nazaret al Calvario. Ahora nos enseña a ser capaces de asumir los compromisos que Dios quiere que asumamos, poniendo en juego todo nuestro tiempo, todas nuestras capacidades y toda nuestra libertad.

Colación de ministerios laicales

por administrador,

Seminario Diocesano – 11 mayo 2013

Una vez más nos reunimos para participar en el rito de lectorado y acolitado, que van a recibir estos hermanos nuestros. Me gustaría dialogar con vosotros sobre estas tres palabras, que son como la síntesis o el resumen: ministerio, lector y acólito.

1. ¿Qué significa ministerio? Como todos sabemos, la obra de nuestra salvación es una obra trinitaria. El Padre la proyectó desde toda la eternidad; el Hijo la realizó en el tiempo en que vivió entre nosotros; y el Espíritu Santo la actualiza en el ‘hoy’ de la Iglesia, desde Pentecostés hasta la segunda y definitiva venida de nuestro Señor Jesucristo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son los protagonistas de la salvación de los hombres y de la creación. Dios es quien nos salva y nos santifica.

Ahora bien, Dios ha querido contar con personas que le ayuden a realizar esta tarea. En primer lugar están los obispos, los presbíteros y los diáconos. Junto a ellos y para ayudarles se encuentran otros ministerios, entre ellos los del lector y acólito. ¿Qué es ministrar y qué es un ministerio? Ministrar es ‘servir’ y ministerio es ‘prestar de hecho un servicio’. Recibir un ministerio es ser asumido por Dios para prestar un servicio en favor de los demás. Ministrar no es, por tanto, hacer carrera, subir puestos en un escalafón, apoyarse en los demás para medrar.

El Papa Francisco se ha referido ya varias veces a esto, en su corto ministerio, con dos términos muy castizos: «carrieristas y trepadores». Esta misma semana se lo decía a las Superioras Mayores de las Religiosas, reunidas en Roma: «Los hombres y las mujeres de la Iglesia carrieristas y trepadores, que usan al Pueblo de Dios como trampolín para sus intereses, hacen un gran daño a la Iglesia». El pasado 21 de abril había dicho que «incluso en la comunidad cristiana hay ‘trepas’ que van a lo suyo», y les había desenmascarado diciendo: «aunque fingen, consciente o inconscientemente, entrar por la puerta de las ovejas, son en realidad ladrones y salteadores», como dice el Evangelio.

Queridos amigos: vosotros entráis hoy por la puerta del servicio. Os comprometéis a servir. Queréis que vuestra vida sea para servir al Señor y, por su amor, a las almas. ¡Ojalá que no lo olvidéis nunca!

2. El lector. Además de los ministerios que son participación en el sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado, la Iglesia ha instituido otros ministerios; entre ellos, el de Lector y el de Acólito.

El lector es instituido para leer la Palabra de Dios en las asambleas litúrgicas. Por ello, proclama las lecturas en la misa –salvo el evangelio– y en las demás celebraciones sagradas. Es un ministerio, por tanto, que relaciona especialmente a quien lo ejerce con la Palabra de Dios que se proclama en la liturgia y acciones asimiladas. Como ha recordado el Vaticano II, la Palabra de Dios es, junto con los sacramentos, el gran tesoro de la Iglesia. La Palabra nos da a conocer la historia de amor que Dios ha realizado con nosotros, desde la creación hasta el fin del mundo. La narración de esa historia es la que provoca la fe, puesto que la fe viene por la predicación de la Palabra de Dios. Por eso, sin el conocimiento de la Palabra de Dios no brota la fe; y cuando brota sin ella, se agosta pronto, se empequeñece y pierde el valor para trasformar la vida personal, familiar y social. La Palabra de Dios es alimento imprescindible para una vida espiritual robusta, tanto en los sacerdotes como en los fieles. Cuando la Palabra de Dios llega a la comunidad cristiana y la alimenta adecuadamente, se produce el efecto que hemos encontrado en la primera lectura: que los simples fieles se hacen maestros, catequistas, verdaderos impulsores de la vida en Cristo. Es lo que hizo el matrimonio de Áquila y Priscila con Apolo; y es lo que había hecho la comunidad de Roma con este matrimonio, que había tenido que refugiarse en Éfeso.

Al recibir el ministerio de Lector os comprometéis a ser buenos conocedores de la Palabra de Dios; a interpretarla según la tradición viva de la Iglesia; a leerla en la integridad de ambos Testamentos; y a armonizarla según la analogía de la fe y la totalidad de la Escritura. Este conocimiento es indispensable para ejercer bien el ministerio de lector. Porque quien no conoce bien el sentido de lo que lee, no puede leerlo bien.

Pero os compromete también a adquirir la capacidad técnica adecuada para proclamarlo en las asambleas litúrgicas. Por eso, es imprescindible aprender el arte de hablar en público, de modo que seáis capaces de trasmitir el mensaje que encierra cada uno de los textos que se leen en la liturgia. No dudéis en dedicar tiempo a este aprendizaje, ayudados de otros compañeros y de vuestros formadores. Ha de estimularnos, además del gran respeto que hemos de tener hacia la misma Palabra de Dios y a los fieles que nos escuchan, lo que hacen los profesionales de la radio y la televisión. Su buen hacer, ha de ser un estímulo para nosotros.

3. El Acolitado. El acólito es instituido para el servicio del altar y como ayudante del sacerdote y del diácono. A él compete especialmente la preparación del altar y de los vasos sagrados y ser el ministro extraordinario de la Sagrada Comunión y de la Exposición del Santísimo Sacramento. Es, pues, un ministerio profundamente vinculado con la celebración de la Eucaristía, con la comunión y con la adoración eucarística.

Ya desde ahora debéis sentir la responsabilidad y el honor de cuidar esmeradamente los vasos sagrados: cálices, copones, custodias, etc. A ellos vendrá el Señor durante la celebración de la Misa, y en ellos permanecerá para ser llevado a los moribundos y enfermos, y para ser venerado por los fieles.

Así mismo, ya desde ahora tenéis que poneros al servicio de los sacerdotes, para ejercer vuestro ministerio en los domingos y días festivos. Como sabéis, muchos sacerdotes no pueden atender los domingos el servicio de algunos pueblos que tienen encomendados. Ofreceos, por tanto, a realizar lo que la Iglesia aconseja cuando el presbítero no puede celebrar la Eucaristía los domingos. Ya desde ahora, sentid el peso de las almas.

En esta perspectiva comprendéis muy bien que hoy asumís un compromiso mayor de ser almas de Eucaristía; almas que beben en esa fuente primaria las fuerzas que necesitan para entregarse en cuerpo y alma a los fieles; y almas que, en la soledad del sagrario, encuentran al mejor amigo y confidente.

La Santísima Virgen es el modelo perfecto del servicio, del amor a la Palabra de Dios y de la unión con la Eucaristía. Ella, en efecto, hizo de su vida un acto permanente de entrega completa a la voluntad de Dios y de cuidado amoroso a su Hijo, Jesucristo. Ella fue una perfecta conocedora de la Palabra de Dios, como puso de relieve en el Magnificat. Y ella fue quien dio a Jesucristo la carne y sangre que él nos daría luego a nosotros. ¡Ojalá la queramos entrañablemente y acudamos sin cesar a la meditación de su vida y a su acción mediadora!

A los 50 años de una gran encíclica

por administrador,

Cope – 5 mayo 2013

A principios de la década de los sesenta del siglo pasado, la situación del mundo era muy preocupante. Después de las dos guerras mundiales, se habían consolidado sistemas totalitarios y demoledores, el mundo estaba dividido en dos bloques, acababa de levantarse el muro de Berlín, la crisis de los misiles en Cuba había colocado al mundo al borde de una guerra nuclear, Juan XXIII tenía un cáncer muy avanzado y la Iglesia padecía «la mayor persecución que la Historia haya conocido jamás» (Juan Pablo II). La paz parecía imposible. Sin embargo, Juan XXIII veía rayos de luz en el horizonte. Eso explica que, a pesar de ser consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, en diciembre de 1962 mandó redactar el borrador de una encíclica cuyo argumento era la paz, en la que aparecieran no sólo argumentos sino también una llamada al corazón que todo el mundo comprendiera.

El 11 de abril siguiente, Jueves Santo y dos meses antes de su muerte, firmaba la Pacem in terris (Paz en la tierra), sobre la paz entre todos los pueblos; paz que ha de estar fundada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Era la primera encíclica que iba dirigida no sólo a los católicos sino a todos los hombres de buena voluntad, fuesen cuales fuesen sus ideas, su etnia y su religión.

El protagonista de esta encíclica son los derechos humanos, los cuales, a partir de este momento, se convertirían en el protagonista habitual de las encíclicas sociales. El hombre está dotado de unos derechos que pertenecen a su naturaleza y que no son el simple resultado de un consenso entre sectores políticos. Todos los hombres y mujeres del mundo pertenecemos a la misma familia humana y, en consecuencia, hemos de aspirar y hacer posible vivir en paz, en justicia y con esperanza en el futuro.

La encíclica hacía también una fuerte llamada al diálogo y al encuentro entre personas de otras religiones y con los no creyentes. Juan XXIII había ido por delante. No en vano fue el primer Pontífice que recibió a un Primado anglicano y había sorprendido al mundo invitando al concilio Vaticano II a Delegados de otras confesiones cristianas y había mantenido relaciones con personalidades agnósticas.

Juan XXIII partía de un gran supuesto: hay que distinguir claramente entre «el error» y el «hombre que yerra». El hombre, aunque yerre, no queda despojado de su dignidad ni de la ayuda de la divina Providencia en la búsqueda del camino de la verdad. Este mensaje, como diría Benedicto XVI, en 2012, a la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, «puede resonar entre las personas de todas las creencias y de los que no tienen ninguna, ya que su verdad es accesible a todos».

La encíclica fue recibida con enorme entusiasmo. Hasta el punto de que, por primera y última vez, el New York Times la publicó íntegramente. Incluso fue traducida al ruso y elogiada en el diario soviético Pravda. Como era previsible, también surgieron nuevos riesgos, con ofertas trampa de diálogo a la Iglesia en los países comunistas, cuya finalidad última no era el diálogo sino el sometimiento. Con todo, el tiempo ha demostrado que el gran escollo es el rechazo de la ley natural por parte de gran parte del mundo laico. Ahí están los supuestos derechos al aborto y la redefinición del matrimonio, o la ideología de género.

Han pasado cincuenta años desde la publicación de esta gran encíclica, pero su doctrina y su espíritu no han perdido actualidad. Es preciso recuperar que el hombre es poseedor de unos derechos que le corresponden por ser persona creada a imagen de Dios y, por ello, el sujeto, el fundamento y el fin de las relaciones civiles, políticas, internacionales y mundiales. Sobre este fundamento, no sobre las ideologías de diverso tipo, se puede y es preciso construir la paz. La lectura o relectura de este gran texto de Juan XXIII puede refrescar nuestras ideas y allanar el camino a recorrer.