Sentido humano y cristiano de las vacaciones

por administrador,

Cope – 30 junio 2013

El mes de julio trae a muchos hogares un paquete con este mensaje: «¡Llegaron las vacaciones. Que las disfrutes!». Otros no tendrán tanta suerte, porque se encuentran encadenados al paro forzoso y para ellos las mejores vacaciones serían encontrar trabajo. Es una lástima, no sólo por lo que significa el trabajo en la vida del hombre, sino también porque se les priva de disfrutar un bien social, ganado con mucho esfuerzo. El hombre, en efecto, no es una máquina o un esclavo del trabajo. Al contrario, es él quien inventa y hace las máquinas y el que ha recibido de Dios el encargo de ser «señor» de sí mismo y de cuanto le rodea. Esto se vio con toda claridad en la época del liberalismo rabioso, cuando no había domingos ni fiestas y los horarios eran de una duración inhumana. Las vacaciones nos dan la posibilidad de tomar distancia del trabajo y colocar cada cosa en su sitio.

Por otra parte, el mismo Dios «descansó el día séptimo». Evidentemente, Él no lo necesitaba, pero nosotros teníamos necesidad de su enseñanza respecto a que hay que descansar. Dada la estructura del hombre, éste necesita del descanso y del reposo para reponer las fuerzas físicas y psíquicas, pues tanto las unas como las otras son limitadas y tienen un determinado ritmo. Tan es así, que quien, por ejemplo, se empeña en trabajar sin descanso, incluso robando horas al sueño, más pronto que tarde termina agotado, estresado y, no raramente, desquiciado en sus relaciones familiares y amicales. Esto ha ocurrido siempre, pero hoy se hace más palmario, debido a factores ambientales y sociales añadidos, que socavan las energías psicosomáticas.

La tradición judeocristiana lo ha tenido siempre muy claro, pues el sábado y el domingo han ocupado en ella un puesto de verdadero honor. Ni siquiera los ritmos y presiones de la sociedad industrial han logrado desplazar esos dos días del lugar privilegiado que ocupa en la ordenación de su tiempo. La misma Revolución francesa, que quiso reordenar el mes, dividiéndolo no en semanas sino en periodos de diez días, fracasó estrepitosamente y tuvo que volver a reponer el domingo en su lugar de honor.

De todos modos, no estaría de más repensar «el modo» en que tantas veces se viven hoy las vacaciones. La misma palabra «vacaciones» nos da una primera e importante pista de reflexión. «Vacaciones» viene del latín «vacare», y tiene el sentido originario de «abstenerse de las actividades normales para concentrarse en algo diferente». No es, pues, sinónimo de «no hacer nada» o de ir alocadamente de un sitio para otro. Las vacaciones son todo lo contrario de «alienarse», de huir de uno mismo y de la creación. Son, más bien, unos días en los que dejamos las actividades habituales para concentrarnos en lo fundamental, en el famoso «una sola cosa es necesaria», que dijo Jesucristo. Por eso, quizás el sentido más hermoso que tienen las vacaciones es entrar en contacto íntimo, profundo, con la raíz de nuestro ser, que es Dios.

Es posible que alguno piense que estoy postulando unas vacaciones dedicadas a rezar, a visitar iglesias y monasterios, a enfrascarse en hondas meditaciones. Ciertamente, las vacaciones dan más posibilidades para rezar, para ir a misa los domingos y festivos, para meditar. Pero a Dios no sólo le encontramos ahí. «Los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos», canta con júbilo el salmo. Efectivamente, un cielo estrellado, una puesta de sol en el mar, la escalada de una roca, un paseo por los valles de montaña y tantas y tantas maravillas de la creación remiten necesariamente al Creador, a Dios. También remite a él hacerse samaritano del que nos necesita, dedicándoles nuestro tiempo y nuestro afecto.

¿No hay que divertirse en vacaciones? También hay que divertirse, distraerse. Pero las vacaciones son un regalo que se hace al hombre para descubrir algo, no un tiempo para malgastarlo, para quemarlo y, lo que todavía sería peor, para ofender a Dios.

Solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo

por administrador,

Catedral – 29 junio 2013

Celebramos hoy el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Uno y otro son figuras señeras de la Iglesia. Pedro lo es por la preeminencia que el mismo Cristo le confirió en su Iglesia y Pablo por la misión que recibió del mismo Jesús de anunciar el Evangelio a los gentiles. Uno y otro alcanzaron la meta del martirio y lo hicieron en la misma ciudad –Roma– y durante el mismo periodo: bajo el imperio de Nerón. Sin embargo, fue muy diferente el martirio de cada uno de ellos. Pedro fue crucificado con la cabeza hacia abajo; Pablo, fue degollado. Los dos se encuentran enterrados en Roma. San Pedro en la Basílica de San Pedro en el Vaticano; san Pablo, en la Basílica de san Pablo Extramuros. La Iglesia ha querido juntar su fiesta en el mismo día, porque si Pedro fue el primero en confesar la fe verdadera en Jesucristo, Pablo fue el maestro insigne que la extendió a todas las gentes; Pedro fue el que fundó la primera comunidad cristiana, Pablo fue el que sembró con ellas el mundo entero.

Detengámonos un poco en glosar la preeminencia de Pedro en la Iglesia y la misión apostólica de Pablo. La preeminencia de Pedro aparece con toda claridad en el Evangelio que hemos proclamado hace unos momentos. Jesús –que se encuentra en Cesarea de Filipo, una región fuera de los confines de Palestina– en un momento concreto de aquella correría apostólica, se detiene en el camino y pregunta a los apóstoles qué opina la gente de él. Las respuestas son muy halagadoras. Para unos es Elías, el más grande de los profetas del Antiguo Testamento; para otros, es Juan el Bautista, el más grande nacido de mujer; para otros, en fin, un profeta que habla en nombre de Yahvé.

Jesús no se queda satisfecho. Por eso, se dirige a ellos y les pregunta. Bien, eso dice la gente de Mí. «¿Y vosotros, quién decís que soy Yo?» Pedro toma la palabra y en nombre de los Doce responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Acto seguido Jesús pronuncia sobre él estas palabras: «Pues yo, a mi vez, te digo a ti: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo».

Las tres metáforas que usa Jesús son muy claras. Pedro será el cimiento, la roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; podrá atar y desatar, es decir, podrá decidir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo la Iglesia de Cristo.

Hoy es una promesa. Lo expresan los tres verbos en futuro: edificaré, te daré, atarás o desatarás. Habrá otro momento en el que esta promesa se cumpla. Eso acontece pocos días después de la Resurrección. Estando en Galilea, junto al lago en el que Pedro había desarrollado su actividad de pescador, Jesús le dice en tono absolutamente solemne: «¿Pedro, me amas? Sí, Señor. Pues apacienta mis ovejas». Luego repite la pregunta y escucha la misma respuesta, y Jesús vuelve a repetir: «apacienta mis corderos». Jesús sigue insistiendo: «Pedro ¿me amas?» Y Pedro se pone triste y dice con tanta verdad como pena: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Y Jesús le responde de nuevo: «apacienta mis corderos». El redil es la Iglesia; los corderos y las ovejas, son los que creerán en Jesús a lo largo de los siglos. Pedro ha sido constituido Pastor supremo, Pastor de Pastores.

¿Por qué Pedro se puso triste, cuando Jesús le preguntó por tercera vez si le amaba? Porque aquel Pedro que había alardeado de dar la vida por él y de no abandonarle nunca, aunque todos los hicieran, había tenido la experiencia de su debilidad en la noche de la traición. Él, y sólo él, negó al Maestro. Todos fueron cobardes y huyeron, pero él fue el único que cometió el terrible pecado de traicionar a Jesús. Jesús podía haberle retirado su confianza y privarle de lo que le había prometido, pues se había hecho indigno de merecer tal distinción. Pedro volvió sobre sus pasos, reconoció su pecado, lloró amargamente y continuó al lado de Jesús con entusiasmo. Superó la prueba de la fe, abandonándose a Él. Aprendió que también él es débil y necesita perdón. Por eso, tras el arrepentimiento liberador y tras el llanto de contrición, ya está preparado para su misión. Desde aquel día Pedro siguió al Maestro con la conciencia clara de su fragilidad. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, Pedro pasó a fiarse completamente de Jesús a través de la experiencia de su debilidad y de su contrición. Un día, ya próximo a su martirio, escribirá en una de sus cartas: «He sido testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1Pe 5, 1).

Algo semejante ocurrió con la otra figura que celebramos hoy: san Pablo. Todos conocemos su historia. Durante años fue un acérrimo enemigo de los que seguían a Jesucristo. No contento con apresar y encarcelar a los que vivían en Jerusalén, pedía cartas comendaticias al sumo Sacerdote para ir hasta la lejana Damasco, en Siria, para hacer lo mismo con los que vivían en aquella región. Pero Jesús tuvo misericordia con su perseguidor, salió a su encuentro y le trasformó en el gran apóstol de todos los tiempos. No le resultó fácil a Pablo cumplir la misión de anunciar el evangelio. Pero fue inasequible al desaliento a la hora de anunciar el mensaje de salvación.

Lo describe él mismo en la segunda carta a los fieles de Corinto, cuando narra las dificultades, peligros y ultrajes que tuvo que sufrir por Jesucristo. He aquí su impresionante testimonio: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces me azotaron con varas; una, fui apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en altar mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en el campo; trabajos y fatigas, vigilias frecuentes, hambre y sed, frío y desnudez».

No obstante, al final de su vida, cuando ya está prisionero en Roma para ser ejecutado, escribe así a su fiel discípulo Timoteo, tal y como nos ha recordado la segunda lectura: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día».

Queridos hermanos: ¡Qué ejemplo para nosotros cristianos europeos del siglo XXI, para que sepamos ser valientes en la confesión de nuestra fe y sin miedo a ir contracorriente! Sí, contracorriente. Porque si nos dejamos llevar de lo que hoy está en el ambiente: ni sabremos apreciar el amor limpio y fiel del noviazgo y del matrimonio, ni saber divertirse sin drogas o alcohol, ni preocuparse de los demás, ni respetar la vida del débil o del no-nacido, ni ejercer la profesión oponiéndonos a toda corrupción.

Por eso, permitidme que haga mías estas palabras que el Papa Francisco dirigió a los jóvenes en Roma, el pasado 23 de este mes: «Jóvenes, a vosotros os digo: No tengáis miedo. Debemos ir contracorriente. Vosotros, como jóvenes, debéis de ser los primeros. Id contracorriente. Tened la valentía de ir contracorriente. ¡Sentíos orgullosos de hacerlo!». Sólo añadiría esto: «El día de mañana no os pesará haberlo hecho, no os arrepentiréis de haberos rebelado contra un mundo que nos quiere hacer esclavos en el modo de pensar y en el modo de actuar».

Que Santa María la Mayor bendiga vuestro amor limpio y noble, y que os ayude a estar felices y contentos de seguir a su Hijo Jesucristo, que luego se hará presente en las especies eucarísticas del pan y del vino.

San Josemaría Escrivá

por administrador,

Catedral – 26 junio 2013

La Iglesia celebra el Año de la Fe, que inauguró el Papa Benedicto XVI y que continúa tras el nombramiento del Papa Francisco. Es justo, por este motivo, que acudamos al Señor para que acreciente nuestra fe, y que lo hagamos, en un día como hoy, contemplando el ejemplo de fe que nos dejó San Josemaría.

1. Cuando ponderamos la fe de San Josemaría ¿a qué nos referimos, en concreto? Por supuesto, él era un firme creyente en todas las verdades reveladas por Dios. Pero no se trataba de ese – digamos – contenido de la fe intelectual, que se expresa en la confesión del dogma católico. Una fe necesaria, sí, pero insuficiente. Es más, una fe que puede ir unida a un rechazo de la verdad salvadora: «también los demonios creen y tiemblan» dice el Apóstol Santiago (Sant. 2, 19).

Hablaba más bien de una fe que él llamaba «operativa». Una fe cuajada en obras, una fe que no pide «ser conservada» como en un depósito a plazo, sino con la que es preciso «negociar» como los servidores de la Parábola de los Talentos, de manera que fructifique.

2. La fe de San Josemaría tenía algo de locura. No podemos censurárselo. Una particular locura es el sello de Cristo y de sus obras. La podemos observar en la vida de todos los santos. El mismo Cristo la inculca a sus discípulos cuando les dice: «si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible» (Mt 17, 21); o, en el Evangelio que acabamos de escuchar, al dirigirse a los apóstoles, tras una noche insomne de intentos fallidos de sacar peces del lago, les dice: «Echad la red a la derecha y encontraréis».

La locura de San Josemaría era una locura muy cuerda, porque se apoyaba en las palabras de Cristo. No eran ensoñaciones de un alucinado, sino de la convicción de un hombre verdaderamente creyente, al tiempo que realista y práctico. Baste pensar que, al final de su vida, dejó a la Iglesia una herencia de 60.000 fieles del Opus Dei y más de 1.000 sacerdotes ordenados al servicio de la Prelatura, todos ellos con una carrera civil previa a sus estudios eclesiásticos, como prueba de la verdad de su misión divina.

Nosotros necesitamos hoy esta locura de fe. Porque los tiempos que corremos no admiten una fe de andar por casa, una fe titubeante o de medias tintas. Hace unos días he visto la película «Un Dios prohibido», que quizás más de uno de vosotros ha visto también. En una secuencia llena de tensión y dramatismo, un miliciano pregunta por un tal Masip, que está ya en la fila de quienes van a ser fusilados. ¿Tú tienes una hermana que se llama María? Sí ¿Es religiosa? Sí. Pues quiero decirte una cosa. Yo tuve que emigrar a Argentina. En el viaje, contraje una enfermedad tan grave que me hubiera muerto si alguien no se hubiese preocupado por mí. Tu hermana, que hacía la misma travesía, se desvivió y no me dejó un momento solo. Al llegar a Argentina me llevó al hospital y me salvé. Hoy vengo a pagarte aquel servicio. Vente conmigo. No, gracias. Mi hermana queda suficientemente pagada con tu gesto de generosidad. Pero yo no puedo traicionar mi fe.

Masip tuvo que hacer una gran opción: la fidelidad a Jesucristo o la vida. Prefirió la fidelidad. Dentro de unos meses será beatificado. Esta es la fe que espera de nosotros san Josemaría. No se trata de que tengamos que sufrir el martirio. Quizás en algún caso, Dios pueda pedirnos incluso la vida misma. Pero hay otro tipo de martirio, para el cual se requiere la misma fe. Lo decía el papa Francisco hace unos días. Decía él: «Hoy día, en muchas partes del mundo, hay muchos más que en los primeros siglos que dan la vida por Cristo. Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos.

Pero también hoy existe el martirio cotidiano, que no implica la muerte, pero que también es «perder la vida» por Cristo, cumpliendo con su deber con amor, según la lógica de Jesús, según la lógica del don y sacrificio. Y añadía: ¡Pensemos en la cantidad de papás y mamás que cada día ponen en práctica su fe, ofreciendo concretamente la propia vida por la familia!

¿Cuántos sacerdotes fieles y religiosos desarrollan con generosidad su servicio por el Reino de Dios? (…) Cuántas personas pagan un alto precio por su compromiso con la verdad. Cuántos hombres justos prefieren ir contracorriente, para no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad. ¡Personas rectas que no tienen miedo de ir contracorriente. ¡Estos también son mártires. Mártires de cada día, mártires de la vida ordinaria!».

Este es el martirio al que estamos llamados. El martirio de ir contracorriente. Contracorriente en la vida sobria y desprendida; contracorriente en el cumplimiento leal y recto de nuestra profesión, venciendo todas las tentaciones de corrupción; contracorriente para hablar de Dios en nuestras conversaciones en familia y con los amigos; contracorriente para promover una sociedad en la que la economía esté al servicio de la persona –de todas– y no las personas al servicio de la economía; contracorriente para trasmitir la vida con generosidad en medio de un mundo hedonista y egoísta; contracorriente en el modo de vestir con decencia cristiana; contracorriente para no ir a espectáculos y lugares donde no puede ir un discípulo de Jesucristo; contracorriente para defender la vida del no nacido y del enfermo terminal; contracorriente para no dejarnos arrastrar por un medio ambiente de crítica permanente y negativa; contracorriente para vivir la castidad prematrimonial.

3. Pero para esto es necesario descubrir «el gran secreto» que alentó la vida de san Josemaría y ha alentado la vida de todos los santos: el amor que profesaba a Jesucristo. Lo reflejan, entre mil textos suyos, estos dos de Camino: «¡Loco! Ya te vi –te creías solo en la capilla episcopal– poner en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre El, cuando por primera vez «baje» a esos vasos eucarísticos» (Camino 438). Y este otro: «¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón… y muchas veces lo envilecen…, dejad eso y venid con nosotros tras el Amor!» (Camino 790).

¡Qué lejos se encuentra esta fe auténtica de una conducta instalada en la comodidad, en la falsa seguridad y en la inmovilidad que algunos, por ignorancia o por mala fe, atribuyen al creyente! Para San Josemaría «creer» es un verbo activo, una actitud que reclama esfuerzo de la mente por comprender en lo posible los designios de Dios y la doctrina de Cristo y acto seguido se empeña en ponerla en práctica y en confesarla con audacia ante los hombres. Es, en definitiva, la «arriesgada seguridad del cristiano», como le gustaba decir a él mismo.

No hay fe sin convicción personal y sin obras. No hay obras sin un amor grande a Dios y la persuasión de lo mucho que gana al seguir a Cristo. Pidamos al Señor, por intercesión de San Josemaría, que nos haga capaces de llevar esta fe nuestra al mundo que nos rodea y que tantas veces parece dominado por la incertidumbre, el desencanto y el materialismo: «Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. –‘Ecce non est abbreviata manus Domini– ¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» (Camino 586).

Acabemos como hacía San Josemaría con una invocación encendida a la Madre de Dios, por quien siempre manifestó el más grande afecto filial. «¡Bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor», le dice a María su prima Santa Isabel, y nos lo dice el Señor también a nosotros: si tenemos fe auténtica y operativa se cumplirán en nuestra vida sus promesas de bien, de paz, de eficacia humana y cristiana.

Las «Hermanas de la Vida»

por administrador,

Cope – 23 junio 2013

El agua que fecunda nuestros campos siempre cae del mismo cielo y sobre la misma tierra. Pero produce efectos distintos y adecuados a la estación del año en que nos encontremos. Unas veces, embellece las flores, otras alimenta los frutos, otras prepara el terreno para la siembra. Así es el Espíritu Santo. Siempre es el mismo, siempre actúa sobre la Iglesia, pero siempre suscita los carismas que ella necesita. Hubo tiempos en los que lo más necesario era suscitar modelos estables de vida contemplativa apartados del mundo y pobló de monjes las riberas del Nilo y los monasterios de Occidente. Otros, en cambio, había que hacerse presente en la escuela laicista nacida de la Revolución francesa, y suscitó abundantes institutos dedicados a la enseñanza católica. Ahora, cuando el mundo necesita el fermento de los laicos, ha prodigado los carismas laicales. Y, al generalizarse la nueva cultura de la muerte, ha dado origen a instituciones que promuevan el valor de la vida.

En España desde muchos decenios tenemos, entre otras, a las Siervas de la Pasión. Entre las de reciente fundación, quizás la más significativa, es la congregación «Hermanas de la Vida». Esta Congregación fue fundada hace veinte años por el cardenal Jonh O’Connor, arzobispo entonces de Nueva York. Su carisma es «únicamente la protección y promoción de la vida humana: un misterio de reverencia por cada persona, y, en particular, por las más vulnerables», en palabras de la Hermana Mary Elizabeth, Vicaria General.

Las Hermanas combinan la vida contemplativa y la vida activa. Hacen algo parecido a lo que hacía la Madre Teresa de Calcuta con los enfermos. De hecho, las Hermanas de la Vida rezan cuatro horas al día y luego se dedican a acoger a mujeres embarazadas en dificultad, ofrecen sanación post-aborto, dan formación y dirigen la oficina provida de Nueva York. Además de los clásicos votos de pobreza, castidad y obediencia se comprometen con un cuarto de «proteger la vida humana» y cada hermana se ofrece a si misma y toda su vida en reparación de los ataques contra la vida. Dios las está bendiciendo, pues en veinte años son ya setenta. La actual Vicaria, sor Elyzabeth lo atribuye a la gracia de Dios y a que «nuestro carisma proporciona a las mujeres una expresión de maternidad espiritual que responde a los anhelos más profundos de su corazón», y, al mismo tiempo, «a la necesidad más crítica en nuestros días».

Pienso que el carisma de las Hermanas de la Vida, nacido precisamente en vísperas de la gran encíclica del Beato Juan Pablo II «Evangelium Vitae», el Evangelio de la Vida, viene a confirmarnos la necesidad de ser conscientes de las amenazas que se ciernen sobre la vida y es un aldabonazo a nuestra conciencia para no quedarnos insensibles ante tantos millones de seres no nacidos o terminales que son eliminados por una pseudocultura de progreso que es, en realidad, la negación más radical del progreso verdadero de la sociedad.

En España esto se ve con especial claridad. No en vano cada día nacen menos niños, envejece la población, no hay recambio generacional y se invierte la pirámide poblacional, con un número cada vez mayor de ancianos y cada vez menor de niños y jóvenes. Incluso desde el punto de vista egoísta hay que preguntarse: ¿quién pagará las pensiones de jubilación del futuro?, ¿qué repercusión tendrá la escasísima natalidad y el inquietante aumento de los abortos en el crecimiento económico, por ejemplo en producción y consumo de alimentos y ropa infantil y en la producción y consumo de bienes de toda la sociedad?

Todo apunta al valor inigualable que posee la vida humana, sea cual sea la perspectiva desde la que se contemple. ¡Cuidémosla con todo cariño y hasta con mimo!

Una mujer que revoluciona Europa

por administrador,

Cope – 16 junio 2013

Se llama Úrsula Von der Leyen. Tiene cincuenta y cinco años. Es una política de tanta talla, que hace sombra a la todopoderosa Angela Merkel. Ha sido ministra de Familia, Mujer y Juventud y ahora lo es de Trabajo y Asuntos sociales en Alemania. Pero es una política atípica. Los alemanes la llaman «la madre de la nación», pues tiene siete hijos. Durante sus años en política ha demostrado, con los hechos, las enormes ventajas que suponen los hijos para la sociedad y ha luchado para abrir caminos a las familias que quieren tener hijos en Europa, que está envejeciendo a marchas forzadas.

Pero la ministra Úrsula es algo más que una política de raza. Es una mujer de profundas convicciones religiosas, cristiana y practicante. No tiene empacho en decir que antes de ir al trabajo desayuna todos los días con sus hijos y reza con ellos. Es una de las principales valedoras de recuperar para Europa los valores cristianos, que son, precisamente, los que le han hecho grande. Ella sabe que en esto, la familia juega un papel esencial. Por eso, no le importa liderar una revolución social. De hecho, tiene siete hijos.

Esos hijos le han dado la posibilidad de demostrar la falacia de que es imposible ser madre y progresar profesionalmente. De hecho, tiene la carrera de Económicas y se ha doctorado en Medicina, campo en el que se dedicó a la investigación. Pero ella no tiene la sensación de ser una supermujer. Como ha dicho en alguna ocasión, «no soy una superwoman». Prueba de ello es que el ámbito profesional en que actualmente se encuentra es fruto de un largo itinerario, donde hay aciertos y errores. Entró en política cuando se percató de la enorme importancia que tiene la familia no sólo como factor de equilibrio sino como herramienta para transmitir valores.

Al llegar al gobierno de Merkel se dio cuenta de que sus cinco compañeras del Ejecutivo, incluida la Canciller Merkel, habían renunciado a la maternidad para dedicarse a la política y que tener siete hijos no sólo estaba mal visto sino que era una auténtica provocación. Pero no se arredró, sino que como ministra preparó una mini-revolución que fue mal vista incluso en su mismo partido. Esta mini-revolución incluía, entre otras, estas medidas: crear guarderías gratuitas y permisos a los padres para que pudieran quedarse en casa cuidando a los niños. Esto último trajo consigo que llegaran a preguntarle si pretendía encerrar en casa a los padres a latigazos.

Pero ella, contestó que «eso demuestra el desprecio hacia todo lo que tenga que ver con el cuidado de los niños».

Frente a quienes desprecian o menosprecian el valor de las familias numerosas, ella insiste en que es preciso volver a hablar del «pan que los niños traen debajo del brazo». Ese pan es el pan de la alegría, de la fuerza creadora, de la seguridad para el futuro. «Los niños –insiste– no significan pobreza, sino perspectiva. Sigue siendo importante que haya niños en las calles, la solidaridad generacional, la buena educación, la subsidiariedad, y hay que preguntarse cómo mantenerlas en el mundo moderno».

En la misma línea insiste en que hay que recuperar «los valores cristianos y traducirlos a estos tiempos». ¿Cómo ignorar, por ejemplo, que la dignidad y radical igualdad de los hombres y de las mujeres es consecuencia del principio cristiano de que la persona humana es imagen de Dios, independientemente del color de su piel y de su cultura? Este ha sido uno de los pilares sobre los que se ha construido Europa y este ha de ser un punto inconmovible, si queremos que el Viejo Continente, además de perdurar, exporte y extienda a todas las geografías y espacios culturales la dignidad e igualdad de todas las personas. Gentes como Úrsula Von der Leyren son incómodas para lo políticamente correcto y la cultura del miniesfuerzo, pero hacen grandes a cualquier nación y continente.