
El próximo miércoles, 1 de mayo, celebramos el Día del Trabajo, fiesta que la Iglesia ha puesto bajo la advocación de San José. San José Obrero, San José Artesano, un hombre del pueblo, un trabajador como tantos otros en un lugar de Israel. En ese ambiente nació y fue educado Jesús. Conocido como «el hijo del carpintero» (Mt 13,55), compartió desde su infancia las dificultades y las expectativas de la gente humilde y sencilla, de quienes sólo gracias al esfuerzo de su trabajo podían sobrevivir.
En otras ocasiones os he hablado de cuestiones relacionadas con el mundo laboral, de los problemas que deben afrontar los trabajadores, especialmente en tiempos de crisis. La Doctrina Social de la Iglesia nos ha servido siempre de guía y de criterio para defender los derechos y la dignidad de quienes viven de su salario, amenazado muchas veces por causas diversas, particularmente cuando los poderes económicos buscan ante todo su propio beneficio.
En esta ocasión deseo ofreceros una sencilla reflexión sobre lo que san Juan Pablo II denominaba «el evangelio del trabajo», doctrina expuesta especialmente en su Encíclica Laborem Exercens (1981), que trata de la concepción del hombre y del trabajo, llegando al corazón mismo del trabajo humano. La Encíclica, en coherencia con la doctrina de la Iglesia, desarrolla el sentido, la nobleza y la dignidad del trabajo. Aunque en ocasiones sea duro y pueda provocar fatiga y cansancio, el trabajo es realmente un evangelio, una buena noticia: por su dimensión divina, por ser una realidad profundamente humana, porque hace posible una vida más plena tanto a nivel personal como colectivo. «Con su trabajo, comienza diciendo la Encíclica, el hombre ha de procurarse el pan cotidiano, contribuir al continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a la incesante elevación cultural y moral de la sociedad en la que vive en comunidad con sus hermanos» (LE,1).
El trabajo forma parte del proyecto de Dios para la humanidad que se inició con la creación. Adán (es decir, la familia humana) ha sido creado a imagen de Dios, y le ha encargado el cuidado de la creación. De este modo el ser humano es colaborador de Dios, es co-creador como dicen algunos teólogos. Gracias a ello podemos admirar las obras magníficas que la familia humana ha ido produciendo a lo largo del tiempo y de la historia: el desarrollo de la agricultura y la ganadería, avances científicos y producciones artísticas sublimes, el progreso industrial o las maravillas de las nuevas tecnologías… Con su trabajo las sucesivas generaciones han contribuido a la dignificación, a la felicidad y al bienestar de la humanidad.
La experiencia del trabajador fue asumida por el mismo Hijo de Dios encarnado, porque, como nos dice el Concilio Vaticano II, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22). De este modo el trabajo alcanza una dignidad insuperable, que cada uno de nosotros debe asumir con responsabilidad.
El trabajo es, además, una característica singular de los seres humanos, algo que nos diferencia de los animales y nos constituye como personas. La actividad humana puede ser vivida como vocación, pues contribuye a la realización de nuestro ser más profundo y auténtico. Por eso el trabajo, un trabajo digno y humano, es un derecho fundamental, que nunca puede ser reducido a mercancía. La persona del trabajador está siempre por encima del capital y de los egoístas intereses económicos.
El trabajo encierra también una dimensión social, pues se realiza en favor de los otros y con los otros, pudiendo poner las capacidades de cada uno al servicio de los demás. El objetivo es que la existencia humana sea más lograda y haga posible la felicidad de todos. Pero ello solo se conseguirá cuando las relaciones laborales estén regidas por la justicia y la solidaridad.
Pido hoy a San José que nos ayude a vivir «el evangelio del trabajo», su sentido profundo y la mayor conciencia de que el trabajo humano, aun en los quehaceres más sencillos, es una participación en la obra del Creador, que contribuye al bien de las personas y de la sociedad y que ayuda de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia de la humanidad.