Sacerdotes para un mundo plural
Dicen que los caminos del Señor son inescrutables. Y si no, que se lo pregunten a Guillermo Pérez Rubio. A sus 32 años nunca había imaginado que, tras estudiar dos grados superiores de formación profesional (administración y finanzas y gestión comercial y márketing) y haber cursado la carrera de Magisterio con los grados de Educación Infantil y de Primaria con la mención de Educación Especial estaría prácticamente a las puertas de ser sacerdote. Y máxime cuando, como tantos otros chicos, se apartó de la Iglesia después de haberse confirmado y en casa nunca se ha vivido la fe con especial intensidad.
Todo cambió cuando, en el último año de carrera, una compañera le animó a inscribirse a la DECA, la Declaración Eclesiástica de Competencia Académica que permite a los maestros impartir clases de Religión católica en las escuelas. Como había convalidado muchas asignaturas y tenía tiempo disponible, se apuntó a los cuatro módulos del curso. «Me estudiaba todo el temario, incluso lo que no era necesario, y encontraba paz en lo que leía», cuenta sin saber explicar qué experimentaba entonces al devorar sus apuntes. Entre los folios descubrió que existía la liturgia de las horas y se la descargó en su móvil. «No entendía nada, ni sabía qué eran los laudes o las vísperas, pero empecé a rezar y descubrí que los salmos eran mi vida». Poco a poco y después de años de ausencia, «Dios empezó a entrar de nuevo en mis esquemas». «Necesitaba más; me leía todo. Y hasta me llegó un momento de desolación cuando se acabaron los apuntes», recuerda.
Acompañamiento y discernimiento
El momento de inflexión llegó con una interpelación de uno de sus profesores –hoy a la sazón su formador en el Seminario–. Después del día de Todos los Santos, Agustín Burgos les lanzó en clase una indirecta: «¿Iríais ayer a misa y al cementerio a rezar por los difuntos, no?», espetó. Aquello martilleó por días la cabeza de Guillermo y el bucle se hizo más grande hasta que tomó la decisión de entablar una conversación con su profesor: «Comenzamos un acompañamiento sin yo saberlo». Tras realizar sus prácticas en Apace –«aunque hice educación especial no tenía un gran afecto al mundo de la discapacidad»– experimentó cómo con cada salmo que leía y en el trato con las personas que atendía, Dios transformaba su «corazón replegado y de hielo»: «Veía en sus ojos a Dios que me pedía que los ayudara y descubrí que me decía que mi vida no era para mí; Dios me había arrebatado».
Guillermo se confesó, volvió a su parroquia de San José Obrero y pasó largo tiempo en su capilla de la adoración perpetua. Volvió a ir a misa y a reencontrarse con la Iglesia… y el Seminario, donde comenzó a acudir a rezar las vísperas de los domingos. Rechazó acudir a unos ejercicios espirituales y las reticencias iniciales de sus padres a que ingresara en el Seminario dilataron su decisión de entregar su vida a Dios. Pero, como explica, «uno puede intentar luchar con Dios, pero nunca ganarás».
Después de estudiar el primer año de Teología como externo, entró en el Seminario hace cinco años y este es ya su último curso. Ahora vive con ilusión su formación, en un ambiente que «nunca imaginó tan plural», en el que todos sus compañeros «comparten la llamada y trabajan con la misma meta y la misma ilusión».
En efecto, junto a Guillermo conviven en el Seminario Mayor otros dieciocho jóvenes de distintas edades y procedencias. Diez de ellos son de Burgos; el resto proceden de las diócesis de Osma-Soria (con cuatro), Calahorra y La Calzada-Logroño (con uno), Monterrey, en México (con dos) y Gitega, en Burundi (con otros dos).
«Dios nos une, compartimos lo esencial», explica Luis Vicente Ndong (25), oriundo de Guinea Ecuatorial y hoy seminarista de la diócesis de Osma-Soria. «El contexto de mi país y el de Soria o Burgos no tienen nada que ver, pero la diversidad de mis compañeros me hace descubrir la necesidad de formarme para adaptarme a la misión que Dios me envíe». Una misión que presupone será «con muchos pueblos» en medio de una España vaciada a la que llegó apartándose del contexto poco sano que respiraba en el Seminario de su tierra.
Una religiosa de Jesús María le habló de la posibilidad de venir a Soria, donde ingresó en su Seminario, que tiene su extensión en el de Burgos. «Esta ciudad es más grande que Soria y cambia mucho la perspectiva entre las dos diócesis», comenta, mientras subraya que sus compañeros le ayudan a abrir la mentalidad y descubrir «que la Iglesia no es mi parroquia ni mi ámbito, y que existen muchos modos de vivir la misma fe. Y eso es enriquecedor».
Unidad en la diversidad
La misma opinión manifiesta Alexis de Jesús (27), un mexicano que ha aterrizado en Burgos junto con otro diácono –él también lo es– enviados por su obispo para formarse en la Facultad de Teología y ser la avanzadilla que logre en su diócesis de Monterrey su propio centro de estudios teológicos. Después de trece años de estudio en su floreciente Seminario, y de ser ya diácono y haber servido en alguna parroquia, creía que su vida formativa «ya estaba acabada». «Pero nunca es suficiente. La formación es siempre necesaria porque yo no soy el destinatario de mi formación, sino que serán las personas con las que viviré mi sacerdocio», que llegará, según lo previsto, el próximo agosto. «Si el diaconado es servir a la Iglesia en la Palabra, la eucaristía y los pobres, necesitamos formarnos para poder desarrollarlo. Y entiendo que mi modo de servir hoy a la Iglesia es obedecer a mi obispo y proseguir mi formación».
Para Alexis, el Seminario de Burgos «es una casa sana y buena», donde todos «compactamos enseguida» a pesar de las edades tan distintas y las culturas tan dispares de sus moradores. «La vida comunitaria no siempre es fácil pero aquí cada uno ofrece lo que tiene y Dios nos mantiene unidos».