Inauguración de curso en la Universidad Civil

por administrador,

Catedral – 20 septiembre 2013

1. Se inaugura hoy un nuevo curso académico y agradezco celebrar esta Eucaristía de inicio de curso. Me siento, además, muy complacido. También yo he sido profesor de universidad y ahora me toca ser el Gran Canciller de la Facultad de Teología del Norte de España, en sus sedes de Burgos y Vitoria. Por esto, me gustaría reflexionar con vosotros sobre lo que implica ser trabajador universitario y ser maestro en la universidad.

2. En primer lugar, ser trabajador universitario. El trabajo es una parcela importantísima de la vida de todo hombre y, más en concreto, de vuestra presencia como personas y como cristianos en la sociedad y en la Iglesia. El trabajo, todo trabajo, es expresión de la dignidad de la persona humana, medio eficaz de desarrollo y perfeccionamiento personal, instrumento eficaz de promoción y mejora social. Para un cristiano tiene el añadido de ser un modo de colaborar con Dios en la obra de la creación y cumplir el mando que dio a nuestros primeros padres: «Creced, multiplicaos y dominad la tierra». Más aún, es un medio de santificación y apostolado, porque el Hijo de Dios, al hacerse hombre, asumió ser trabajador, elevando el trabajo a la categoría de actividad divino-humana. Jesucristo, en efecto, trabajó manualmente la mayor parte de su vida –lo que llamamos vida oculta en Nazaret– y como predicador ambulante durante los tres años de ministerio público.

Todos los trabajos nobles son igualmente dignos y poseen la misma categoría. Porque la dignidad y categoría del trabajo depende de la persona que lo realiza, no del trabajo en sí. Así, no tiene menos categoría el trabajo que desarrolla una mujer en su casa que en la cátedra universitaria, ni el que hace un panadero y el director de una multinacional, ni el de un conductor de autobuses y el piloto de aviones a reacción.

Ahora bien, el trabajo tienen que cumplir unas exigencias para que sea digno del hombre que lo realiza. En primer lugar, ser verdadero trabajo; es decir, contabilizado en horas, en esfuerzo, acabado. Un trabajo diletante no es un trabajo digno, como tampoco lo es un trabajo chapucero. Por otra parte, hay que realizarlo con fines nobles y rectos, no por vanidad, orgullo o afán de poder. Son fines nobles, ganarse la vida, sacar adelante la familia, prestar un servicio a la sociedad, tener un noble afán de promocionarse.

3. He dicho antes que todos los trabajos tienen la misma categoría y dignidad. Ahora quiero añadir, que no todos tienen idéntica incidencia y trascendencia. No influye lo mismo socialmente el trabajo de un director de empresa de varios miles de empleados, que el de un niño de colegio; o el de un primer ministro de una potencia como el de su secretaria personal.

En este sentido, creo que no exagero si afirmo que el trabajo universitario: el de los profesores que enseñan y el de los alumnos que aprenden, es uno de los trabajos con más incidencia en la sociedad y en la Iglesia. Tanto en sentido positivo como en sentido negativo. En la Universidad, en efecto, se forman los cuadros dirigentes de la sociedad en todas sus ramas y estamentos; aquí se crean hábitos y competencias para la investigación y el progreso; aquí se echan las bases de una sociedad más igualitaria. Yo suelo decir que la mayor riqueza de los pobres es su talento, su esfuerzo y sus estudios.

Por eso, al comenzar el curso os animo a que lo hagáis con gran ilusión; diría más: con pasión. Con ilusión y pasión por enseñar y por aprender. Ved en vuestro trabajo, bien hecho y con horas de dedicación, un servicio callado pero eficacísimo a la sociedad. Invito de modo especial a los profesores a enseñar a vuestros alumnos todos vuestros conocimientos y técnicas de aprendizaje e investigación. Es un capital que colocáis en el banco más rentable, aunque tantas veces no tenga el reconocimiento social que merece.

4. En segundo lugar, ser maestro en la Universidad. A veces se dice que la universidad es exclusivamente para formar profesionales competentes y eficaces y para capacitar técnicamente a los alumnos. Esta concepción utilitarista de la Universidad, aunque está muy difundida, no responde a la verdad de lo que es esta institución. Vosotros mismos sabéis que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen en criterio principal o único, las consecuencias pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia absolutamente autónoma y sin límites, hasta el totalitarismo político.

La Universidad es la casa donde se busca la verdad propia del hombre, de la persona humana. Encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica que ve en el hombre un mero consumidor, un simple factor de mercado.

Vosotros, profesores, tenéis la noble tarea de trasmitir el verdadero ideal universitario a vuestros alumnos. Para llevarlo a cabo no es suficiente enseñarlo, sino que hay que vivirlo, encarnarlo. Los jóvenes necesitan no sólo docentes sino maestros; es decir, personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino de la verdad. Como sabéis mejor que yo, la juventud es el tiempo privilegiado para la búsqueda y encuentro de la verdad. También en estos momentos en los que impera la dictadura del relativismo. Porque la verdad de las grandes preguntas: qué es el hombre, de dónde viene y adónde se dirige, qué sentido tiene la actividad humana, qué hay más allá de la muerte, qué sentido tiene el dolor y la muerte inocente… siguen inquietando a los jóvenes de hoy, aunque, a veces, no lo formulen con claridad.

5. Os animo, por tanto, a ser cultivadores apasionados de la verdad, a no perder nunca sensibilidad ni ilusión por la verdad, a no olvidar que la enseñanza no es una mera trasmisión de contenidos sino una formación de jóvenes, que serán los hombres del inmediato futuro y del mañana. Pero debéis ser conscientes de que la verdad nos compromete, más aún, nos compromete totalmente en todas nuestras dimensiones humanas: inteligencia, amor, razón y fe. Y que en el ejercicio de la actividad docente en la Universidad es preciso cultivar el amor a los alumnos, porque no basta la mera racionalidad; y que la humildad es una virtud indispensable en el ejercicio intelectual y docente.

Todo esto nos invita a volver la mirada a Jesucristo, Verdad, Camino y Vida. Él camina con nosotros y junto a nosotros para llevarnos a la verdad total. Pongamos el nuevo curso en sus manos y en las de la Virgen, para que ellos nos ayuden a ser buenos colaboradores con el plan de Dios y así lograr un mayor progreso y desarrollo en la vida de las personas y de la sociedad.

Inauguración de curso en el Seminario Menor

por administrador,

Seminario Menor – 17 septiembre 2013

Iniciamos este curso académico 2013-2014. Yo quisiera en esta breve reflexión fijarme en tres verbos que serían: «saber», «conocer» y «servir». Como veréis cada uno de ellos se refiere a un área especialmente oportuna en vuestra vida.

El primero es «saber». Aquí están unos profesores, un claustro de profesores que tiene toda la capacidad para hacer de vosotros hombres que conozcan el «saber» fundamental y la cultura de nuestro tiempo. Cada uno de vosotros con el esfuerzo personal tiene que ir asimilando lo que hoy un chico de vuestra edad y mañana un joven bien conocedor de la cultura de su tiempo debe poseer para moverse en la vida con competencia. Se requiere por tanto, como un elemento esencial, que el posible futuro sacerdote sea un hombre conocedor de los saberes fundamentalmente humanísticos que son propios de la cultura en la que vive. Por ello yo os animaría a tener una ilusión santa de saber. Los profesores están con la ilusión de ir transmitiéndoos todas esas habilidades pero requieren lógicamente una disposición por parte de cada uno de vosotros para asimilar. No tengáis dificultad en preguntar lo que no habéis entendido o no habéis captado. Pero lógicamente para preguntar hace falta también haber mantenido la atención, fundamental ante las explicaciones. Por tanto, «saber». Tenéis que tener el orgullo santo de saber. De saber todas esas asignaturas, materias, que de una manera coordinada han establecido como plan de estudios.

El segundo verbo que quiero subrayar es «conocer». Lo he reservado para la relación directa y personal con Cristo y todo su misterio. El «saber» es más propio y específico de las ciencias. Pero cuando se trata de conocer a una persona y entrar en los sentimientos y llegar a tener una relación de amistad es más propio el verbo «conocer». Por ello este segundo plano específico que quiero ahora subrayar es que a través de vuestros ratos de oración, a través de la reflexión de la Palabra de Dios, a través de la Eucaristía, a través de vuestras oraciones, lleguéis a «conocer» a Jesús, como se conoce a un amigo, como se conoce a una persona querida. No es cuestión simplemente de saber si mide uno setenta, o dos metros. No. No son sólo cosas materiales cuando se trata de conocer a un amigo. Sino que se trata de conocer los sentimientos, los deseos, lo que le produce alegría, lo que por el contrario le provoca tristeza. Así podéis ir conociendo cada vez más profundamente a Cristo Jesús, que no es sólo esa persona mayor que ya discurría por las calles y por los campos de Palestina, sino que también tuvo vuestra edad. Y por tanto, vuestras inquietudes, vuestras preocupaciones, vuestros deseos nobles… Rogad a Cristo, y en este caso pedidle al Santo Espíritu, a la tercera persona de la Santísima Trinidad, que os haga conocer a Cristo. Y como no, a Santa María, la Madre, que os muestre a Cristo Jesús. No físicamente, sino sobre todo que os haga conocer su corazón.

Por tanto» saber». Ahora insistía en el «conocer» a Cristo, y el misterio de Cristo que es la Iglesia.

Y el tercer término que he dicho es «servir». Nosotros, los que somos sacerdotes de Cristo, somos «ministros» de ese plan de Dios de amor para con los hombres. Y los que queréis un día ser sacerdotes, debe ser para «servir». Para servir a los hermanos, a todos los hermanos. A los creyentes en Jesús, a los cristianos por tanto, y a todos los hombres. En vuestro hogar habéis visto que mamá, que papá fundamentalmente os han servido como fruto de una relación de amor, y están siempre dispuestos a ayudaros. Pues en el plano cristiano los sacerdotes tienen que servir a los cristianos fundamentalmente en las cosas de Dios. Pero ya esa disposición natural que habéis podido percibir en el hogar es lo que puede dar como un sustento, un fundamento a esa actitud de servicio, de ser servidores de Dios.

Pues vamos a ilusionarnos para que este curso en convivencia entre vosotros, aunque sois un grupo reducido, pueda desarrollarse en un ambiente gozoso y positivo, para ser también foco de atracción para otros chicos que puedan desear y puedan apetecer lo mismo que vosotros deseáis. Que vuestra relación con profesores, que vuestra relación con los superiores vaya en este orden de cosas.

Por lo tanto, «saber». Ojalá entre todos los que estudian de vuestra edad, vosotros seáis especialmente adelantados, especialmente competentes. «Conocer»: Ojalá este año suponga para cada uno de vosotros un escalón importante en ese conocimiento de Cristo y por tanto en esa relación de amor. «Servir»: Ojalá que a través de vuestra convivencia, a través de vuestra amistad, a través de vuestros juegos, tengáis ese espíritu desarrollando más y más en el servicio para disponeros el día de mañana a ser oficialmente para la Iglesia de Cristo ministros, servidores del plan de Dios para vuestros hermanos y para todos los hombres.

Vamos a pedirle a Santa María, la Madre, que sea la maestra que os vaya indicando en lo profundo de vuestro corazón esas actitudes, esos deseos de ir creciendo y robusteciéndoos en estos tres apartados que hemos querido diferenciar y subrayar. Amén.

Inauguración de curso en la Facultad de Teología

por administrador,

Burgos – 16 septiembre 2013

1. Celebramos hoy la memoria litúrgica de los santos mártires Cornelio, Papa, y Cipriano, obispo. Al mismo tiempo, celebramos también la apertura de un nuevo Curso en esta querida Facultad de Teología. Me parece una feliz coincidencia, porque san Cipriano es un ejemplo insigne para los profesores y alumnos católicos de teología y un modelo para todos en el Año de la Fe, del que nos encontramos viviendo sus últimos compases. Teniendo en cuenta todos estos aspectos, quiero fijarme en san Cipriano como cultivador de la ciencia sagrada, como confesor de la fe y como amante apasionado de la Iglesia.

2. En primer lugar, cultivador de la ciencia sagrada. Como es sabido, san Cipriano vivió durante treinta y cinco años en el paganismo y en una vida entregada al vicio y al lujo. No en vano vivía en una de las más importantes metrópolis de su tiempo y era hijo de una familia adinerada de Cartago. Él mismo ha dejado escrito que «estaban tan arraigados en mi los muchos errores de mi vida pasada, que creía que no podría librarme de ellos, me arrastraban los vicios». Dios, sirviéndose del presbítero Cecilio, le tocó el alma, se hizo catecúmeno, recibió el bautismo, enseguida se hizo presbítero y al poco tiempo fue elegido obispo de Cartago.

Antes de su conversión, Cipriano no sólo cultivó el saber sino que se convirtió en el abogado más famoso de Cartago. Ya cristiano y obispo, compuso numerosos tratados y cartas relacionadas siempre con su ministerio pastoral. Menos inclinado a la especulación que a la vida práctica –quizás por sus orígenes profesionales– escribía siempre para la edificación de la comunidad y el buen comportamiento de los fieles. El tema que más trató, fue, sin duda, el de la Iglesia. Otro tema muy importante fue el de la oración, hasta el punto de haber escrito uno de los comentarios más hermosos de todos los tiempos sobre El Padre Nuestro. Dignas de mención son también las cuestiones sobre el Bautismo y la Penitencia y, desde luego, las cartas pastorales para confirmar a sus presbíteros y fieles cuando fue expulsado de su cátedra episcopal.

San Cipriano es, pues, un gran intelectual, que puso su saber al servicio del Evangelio. Un buen modelo a seguir por los profesores y alumnos de esta Facultad a lo largo del Curso que hoy comienza. Es preciso dedicarse con tesón y ahínco al estudio, a la docencia y –en el caso de los profesores– a las publicaciones. El momento actual exige tener una gran formación filosófica y teológica para ser capaces de explicar las razones de nuestra fe a un mundo marcado por el relativismo, la superficialidad intelectual, el tecnicismo y analfabetismo religioso. No estaríamos a la altura de lo que Dios nos pide, si habláramos –sólo o principalmente– para los que ya están convencidos, pues son muchos más los que no lo están, aunque estén bautizados. Os animo, por tanto, a los profesores y a los alumnos a que estudiéis a fondo los problemas, yendo a la raíz de las cosas, analizando las causas que están detrás de ellos y buscando modos eficaces para trasmitirlos.

3. San Cipriano no sólo cultivó la ciencia sagrada sino que fue un insigne confesor de la fe que estudiaba y predicaba. Durante el breve tiempo de su episcopado tuvo que afrontar dos grandes persecuciones imperiales contra el cristianismo; que fueron, además, especialmente crueles, sobre todo la de Decio. El 30 de agosto del 257 el obispo es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio Paterno. Éste le hizo la pregunta de ritual: «Los sacratísimos emperadores se han servido escribirme con orden de que, a quienes no profesan la religión de los romanos, se les obligue a guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué me respondes?». Cipriano no duda un momento y confiesa abiertamente: «Soy cristiano y obispo; no conozco más dioses que uno solo, el verdadero Dios, que creó los cielos, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. A este Dios adoramos los cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por todos los hombres y también por la ‘salud’ de los emperadores». A este valiente testimonio, el procónsul responde con una orden de destierro. Vuelto a Cartago, después de oír nuevamente la confesión de fe hecha por el imperturbable obispo, el procónsul le condena a muerte el 13 de septiembre. Al día siguiente Cipriano fue decapitado ante una inmensa multitud de fieles, que pudieron admirar el ejemplo del santo mártir.

Como la suya ha de ser nuestra fe: rocosa, sin fisuras, dispuesta a poner a Jesucristo tan en el centro de nuestra vida, que estemos dispuestos a sacrificar por Él la fama, el prestigio personal, los honores, el aprecio de los poderosos de este mundo y la misma vida.

4. Finalmente, san Cipriano es ejemplo de amor apasionado a la Iglesia. No fueron sencillas ni fáciles sus relaciones con ella. Baste pensar en las famosas cuestiones sobre los libeláticos, la deposición de los obispos españoles Basílides y Marcial y, especialmente, la cuestión de los rebautizandos. En un momento en el cual se estaban clarificando las cuestiones, él sostuvo que los que habían recibido el Bautismo de manos de los herejes, lo habían recibido de modo inválido, y, por tanto, tenían que bautizarse de nuevo. Más aún, no se contentó con celebrar varios sínodos en Cartago –en los que se proclamó reiteradamente el principio defendido por él– sino que se enfrentó al Papa Esteban, que defendía la postura contraria, aduciendo que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del ministro, y, por tanto, el Bautismo –como los demás sacramentos– produce su efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo confiere.

No obstante y a pesar de esto, escribió su famosa obra De catholicae Ecclesiae unitate en la que, entre otras cosas, afirma con rotundidad: no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre; hemos de temer más las insidias contra la unidad de la Iglesia, que la misma persecución; la Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para gobernarla; el episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus sucesores; y Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad sacerdotal.

Os propongo que hagáis vuestro este amor apasionado a la Iglesia, siendo plenamente conscientes de la verdad profunda –y de las consecuencias que comporta– que se encierran en estas palabras: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre». Porque la Iglesia, es precisamente, obra y criatura de la Trinidad, como ha recordado el concilio Vaticano II.

El miércoles pasado, glosando la maternidad de la Iglesia, el Papa Francisco ha hecho esta sencilla y profunda reflexión: «A veces oigo decir: ‘Yo creo en Dios pero no en la Iglesia’. La Iglesia no es sólo los sacerdotes sino todos: desde un niño recién bautizado al obispo y al Papa. Todos somos Iglesia y todos somos iguales ante Dios. Todos estamos llamados a colaborar en el nacimiento a la fe de nuevos cristianos, todos estamos llamados a ser educadores de la fe, a anunciar al evangelio». Y nos hacía esta pregunta, que hago mía en este comienzo de curso: ¿Qué hago yo para que haya otros que compartan mi fe cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o estoy encerrado en mí mismo? Participemos todos en la maternidad de la Iglesia, para que la luz de Cristo llegue hasta los confines del mundo».

Pido a la Santísima Virgen que derrame sobre todos vosotros: profesores y alumnos su maternal protección y os ayude a convertir todos los afanes del curso que ahora comienza en medios para servir a la Iglesia y os obtenga de su Hijo un apasionado amor a la que es su Cuerpo y su Esposa.

Perdón, diálogo y reconciliación

por administrador,

Cope – 15 septiembre 2013

«Sal de tus intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu hermano y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha perdido», ha dicho el Papa Francisco durante la vigilia de oración por la paz en la Plaza de San Pedro, el pasado 7 de septiembre.

El Papa hizo suyas las palabras que Pablo VI dijo en el Discurso a las Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965: «¡Nunca más los unos contra los otros!. ¡¡Nunca más la guerra, nunca más la guerra!!». Porque la guerra –siguió diciendo el Papa Francisco– «es siempre una derrota para la humanidad».

Esa derrota se debe a que Dios ha creado a los hombres no para que se enfrenten, se destruyan y se maten, sino para que sepan convivir como hermanos. Si la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, y Dios es Amor, el hombre y la mujer llevan grabado el amor en el ADN de su ser-persona y sus relaciones han de reflejar ese amor. En caso contrario, el hombre y la mujer se de-gradan, en el sentido más riguroso, porque abdican de su dignidad y asumen un modo de ser y comportarse que está en contradicción con ellos mismos.

Sin embargo, ante la triste realidad de todos los días hay que preguntarse: ¿Por qué el hombre y la mujer en lugar de convivir en paz, crean un mundo enrarecido de odios, violencias y guerras? La respuesta es sencilla: porque el hombre piensa exclusivamente en sus propios intereses y se pone en el centro, dejándose fascinar por los ídolos del dominio y del poder. O, si se prefiere, porque el hombre se pone en lugar de Dios. Cuando esto ocurre –como dijo el Papa– «altera todas las relaciones, arruina todo y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento».

No hay término medio: o el hombre reconoce y acepta el plan «pacífico» de Dios –y entonces todo es armonía y paz– o rechaza ese plan y entonces se enfrenta no sólo con Dios, sino consigo mismo y con la creación. Alguien pudiera pensar que si el hombre rompe la armonía con Dios, la desarmonía que se origina queda en el ámbito estrictamente de él y Dios, sin que los demás y la creación queden afectados, de modo que a la hora de organizar la convivencia –en la familia, en el municipio, en la nación– basta admitir unas reglas consensuadas por todos.

Esto es desconocer la realidad. La Biblia da cuenta de un hecho que, independientemente del modo de llamarlo, introdujo un profundo desorden en el corazón del hombre. Tan profundo, que no tardó en levantar la mano violenta contra el hermano, y causarle la muerte. Poco importa que se llamasen Caín y Abel. Lo decisivo es que un hermano había matado a otro hermano y puesto el primer eslabón de una cadena interminable de muertes que llegan hasta nuestros días.

La tentación del hombre posmoderno es prescindir de Dios, tratar de vivir como si Dios no existiera. ¿Cuál es el resultado? El resultado es un mundo hipertecnificado, superdesarrollado en lo material, pero degradado en lo más profundo de su ser y en sus relaciones. Incluso los no creyentes hablan ya de la necesidad de recuperar «los valores», entendiendo por tales, esas grandes virtudes sin las que la convivencia es imposible.

No hay, pues, otro camino para que haya una paz verdadera y duradera que volver a colocar a Dios en el lugar que le corresponde en el corazón de cada uno de nosotros. Todos los demás intentos y esfuerzos llevan la marca de lo «imposible» o, cuando más, de lo «efímero y superficial». La paz será fruto y consecuencia de un cambio profundo de nuestra mente y de nuestro corazón, saliendo de nuestros egoísmos e intereses exclusivistas y dando paso al amor y a la fraternidad.

Fiesta de la Virgen de las Viñas

por administrador,

Aranda de Duero – 15 septiembre 2013

Estamos concluyendo el Año de la Fe. Por eso, me gustaría reflexionar con vosotros sobre la fe de la Virgen, para que tratemos de imitarla en esa virtud capital para la vida de un cristiano.

1. La vida de María fue una vida sencilla; vulgar, podemos decir. No fue miembro del Sanedrín, órgano supremo de gobierno político y religioso de Israel en aquel tiempo. Tampoco fue profesora de las dos grandes escuelas rabínicas de Gamaliel y Shamai. No tuvo ningún cargo público: religioso, cultural o político de Nazaret.

Como hacían las demás mujeres de Nazaret, cada mañana molía el grano necesario para hacer la cocedura diaria de pan. Durante el día, hacía las labores domésticas más elementales: la comida, el lavado y cosido de la ropa, la limpieza y orden de la casa.

Los sábados asistía a la liturgia de la Sinagoga, en la cual se leían algunas partes de los libros sagrados del Antiguo Testamento, se predicaba una homilía y se hacían unas oraciones muy solemnes de alabanza y de petición. Como las demás personas mayores del pueblo, cada año subía a Jerusalén para celebrar la Pascua y otras fiestas judías especialmente importantes.

Una vida, por tanto, muy semejante a la de las demás mujeres judías de su tiempo y de millones y millones de mujeres de los siglos posteriores y de hoy.

2. Pero la vida de María no fue una vida fácil. Quiero decir, que María tuvo que vivir toda su existencia en el claroscuro de la fe, fiándose de lo que Dios le iba diciendo y pidiendo, lo cual fue, con mucha frecuencia, desconcertante y aparentemente imposible.

En la Anunciación Dios envía a su ángel para revelarle la gran elección que había hecho de ella: ser la Madre del Mesías esperado, la Madre del Redentor. Se le pide a ella, que se ha consagrado a Dios por la virginidad perpetua; es decir, para no tener relaciones matrimoniales de por vida. Parece que Dios le pide lo imposible: ser madre y, a la vez, ser virgen.

María se fía completamente de Dios: «Hágase en mí según tu palabra», es decir, que se cumpla en mí lo que Dios quiere. Y, efectivamente, Dios la convierte en su madre sin concurso de varón y hace que dé a luz a su Hijo a la manera que un rayo del sol entra por un cristal sin romperlo ni mancharlo. María se había fiado de Dios, aunque no sabía como lo realizaría, y Dios realizó el milagro.

En el nacimiento vuelven los planes desconcertantes. Cuando falta unos días para su alumbramiento tiene que desplazarse a Belén por unos caminos muy difíciles y largos. Además no encuentra una casa para el parto, y tiene que dar a luz en un lugar destinado a los animales. ¿No había dicho el ángel que el Hijo sería grande, que se llamaría Hijo del Altísimo y que heredaría el trono de David? ¡Ese hijo tan poderoso no puede nacer ni siquiera en una habitación de una casa muy pobre! Pero María se fía de Dios y Dios envía un coro de ángeles que atestiguan que el recién nacido es el Hijo de Dios.

Las que sois madres entendéis muy bien la nueva prueba a la que Dios somete a la fe de María; y entendéis muy bien el inmenso sufrimiento de la Virgen cuando llegaban a Nazaret noticias sobre el rechazo, las calumnias y las persecuciones que hacían los dirigentes políticos y religiosos contra su amado Hijo Jesús. ¡Qué mundo de dolor revela san Lucas cuando dice que en una ocasión vinieron los parientes a llevarse a Jesús –que estaba dedicado plenamente a la predicación y a curar a los enfermos– porque decían que «estaba loco»! ¡Cuántos dimes y diretes en los corrillos y en las cocinas de Nazaret a cuenta de las noticias que llegaban sobre las acusaciones de los dirigentes: que era comedor y bebedor, que era amigo de publicanos y pecadores –gente de mal vivir y peor fama–, que perturbaba al pueblo, incluso que echaba los demonios porque estaba «endemoniado» y que echaba a los demonios porque él era uno de ellos.

María no se derrumbó ni dudó de Jesús. En contra del parecer de todos y de las acusaciones de los dirigentes religiosos y políticos siguió creyendo que era Dios y el Mesías enviado por Dios.

Pero donde la fe de María alcanzó cotas más altas que un Himalaya fue en el Calvario. Mientras Jesús agonizaba en la Cruz, ella oía las burlas y desafíos de los que le habían crucificado: «Tú, el que reconstruía el Templo en tres días, baja ahora de la Cruz y creeremos en ti». «Sálvate a ti mismo y a nosotros», repetía uno de los ladrones crucificados a su lado. Pero Jesús no baja. Más aún, se siente abandonado de Dios: «Dios mío, Dios mío ¿por qué has abandonado?».

¡Qué difícil, qué inmensamente difícil era para María seguir creyendo lo que había dicho el ángel: «Será grande, se llamará hijo del Altísimo, reinará en la casa de Jacob y su reino no tendrá fin». Tan difícil, que necesitó una gracia especial de Dios para no venirse abajo, para no derrumbarse. María siguió creyendo a Dios y fiándose de Dios.

No se equivocó. En la mañana de Resurrección lo entendió todo. Efectivamente, su hijo era tan grande, que había vencido a la misma muerte y había conquistado un reino que «no tendrá fin». Porque a él pertenecerán todos los hombres y mujeres del mundo, sin distinción de razas, geografías y colores, a los que había salvado del pecado y de la muerte eterna con la entrega amorosa de su vida.

3. Queridos hermanos. Nuestra vida es como la de la Virgen en sencillez: trabajo en el hogar, en una fábrica, en un taller, en el campo, en una tienda, detrás de un mostrador, en una bodega. Ahí pasan y pasarán la mayor parte de los días que hemos vivido y de los que viviremos.

Pero el que sea sencilla ya hemos visto que no es sinónimo de fácil. Seguramente tampoco nos faltan realidades que someten a prueba nuestra fe: una desgracia, una muerte prematura, una ruina económica, un fracaso matrimonial, unos hijos no practicantes y, con frecuencia, desagradecidos, la pérdida del empleo o el temor a perderlo, la convivencia con quienes piensan y actúan de modo muy diferente a nosotros y, encima, tienen mal carácter, las fricciones laborales y sociales, los malos ejemplos de quienes deberían ser modelos.

Todo esto, unido a la desbandada de tantos cristianos y a la persecución solapada o descarada al cristianismo, hacen difícil seguir creyendo, seguir teniendo fe, seguir siendo cristianos. Aprendamos del ejemplo de la Virgen. Sepamos tener confianza en Dios, sepamos esperar en su poder y en su amor, pase lo que pase. ¡Vendrá un día de resurrección, en el que comprobemos que fiarse de Dios ha valido la pena! Acudamos a la Virgen para que interceda por nosotros ante su Hijo Jesucristo, para que seamos fieles hasta la muerte.