Vigilia Pascual

por administrador,

Catedral – 30 marzo 2013

Estamos celebrando la liturgia más importante de todo el año litúrgico; la madre de todas las vigilias; el corazón y en núcleo de todo el misterio de Cristo; la fuente de donde ha manado la Iglesia y la cumbre hacia la que se encamina la vida entera de cada bautizado y la de todas y cada una de las comunidades cristianas.

Esto es así, porque Jesucristo ha resucitado; porque Jesucristo no ha sido vencido por el mal y la muerte sino que él ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Quienes vamos detrás de Él, no somos unos pobres hombres que siguen a un vencido y se refugian en la vana esperanza de una vida que no llegará nunca. No. Nosotros sabemos a dónde caminamos y cuál es el sentido de nuestra vida. Tenemos la firme voluntad y la no menos firme esperanza de cambiar el rumbo del mundo y de la historia. Porque Jesucristo nos acompaña y nos guía con la luz de su resurrección. Ese Cirio Pascual nos lo recordará durante los cincuenta días de Pascua y siempre que se realice un Bautismo o celebremos las exequias de un fiel cristiano.

Como nos lo han recordado las lecturas, esta Noche ha comenzado la nueva creación. Esta noche salimos del destierro del pecado hacia la tierra prometida de la salvación. Esta noche nos asociamos al triunfo del Resucitado, con plena conciencia de que la muerte no será nuestro último y definitivo destino. Porque nosotros también resucitaremos y nos uniremos al triunfo de Cristo.

Esa resurrección ya ha comenzado. El Bautismo nos hace participar de modo sacramental pero real en la muerte y resurrección de Jesucristo. El Bautismo es, en efecto, morir a la vida de pecado y resucitar a la nueva vida conseguida por la muerte de Cristo. Gracias a él, pasamos de la muerte causada por el pecado de Adán a la vida de los hijos de Dios, ganada por el Nuevo Adán, Jesucristo.

Dentro de unos momentos, Arturo va a recibir esta vida nueva, cuando yo derrame sobre él las aguas regeneradoras del Santo Bautismo. De este modo, hoy será para él el día más importante de toda su vida. Cuando ha venido a esta celebración, ha llegado como esclavo del demonio; cuando salga de ella, se habrá liberado de las cadenas del pecado original y de sus pecados personales, y se habrá revestido de Cristo y convertido en una criatura nueva.

Arturo, felicidades, muchas felicidades. Esta comunidad cristiana de Burgos te recibe con alegría y gozo. Con el gozo y la alegría que una familia recibe la llegada de un nuevo hijo, de un nuevo hermano, de un nuevo miembro. Tu bautizo, querido Arturo, es también una gracia especial para nosotros y un compromiso. Porque nosotros nos hacemos responsables de ayudarte a recorrer el camino que hoy has iniciado. El Bautismo es, como sabes, el punto de partida, no el término de llegada. Nosotros estamos en ese camino y desde hoy te acompañaremos con nuestra oración, con nuestro ejemplo y con nuestro cariño. Te acompañarán, de modo especial, la comunidad de tu parroquia y la comunidad neocatecumenal en la que has descubierto a Jesucristo.

Conscientes de esta responsabilidad de bautizados, del compromiso que contraemos contigo y del mandato recibido de Cristo de darle a conocer a los que todavía no le conocen y no han recibido el Bautismo, vamos a renovar nuestros compromisos bautismales; tú los harás por primera vez. Esta renovación la haremos con la boca, pero será expresión de los sentimientos que hay en nuestro corazón y del deseo de ser cada día mejores discípulos de Jesucristo.

Como eres una persona adulta, la Iglesia te otorga los tres sacramentos de la Iniciación cristiana y te los confiere según su lógica interna: primero el Bautismo, luego la Confirmación y, finalmente, la Primera Comunión. Con el bautismo te harás cristiano; con la Confirmación, te harás más cristiano; con la Eucaristía te harás plenamente cristiano. Cuando comulgues, dale muchas gracias a Jesús, por haberte hecho el inmenso don de la fe y de los sacramentos que hoy recibes.

Hermanos todos: dispongámonos a participar en la liturgia bautismal, uniéndonos a Arturo en la renuncia al demonio y a sus obras, y a la profesión de nuestra fe en el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y la Iglesia. Luego, en la Eucaristía. En ella tendremos la inmensa alegría de encontrarnos con el mismo Resucitado, que se hará presente entre nosotros, como se hizo presente la noche del domingo de Resurrección a la primera comunidad apostólica, en el Cenáculo de Jerusalén; después nos invitará a compartir su Cuerpo y Sangre, devolviéndonos la alegría y la esperanza, como a los discípulos de Emaús.

Alegría, hermanos: Cristo ha resucitado y nosotros resucitamos con él; ahora de modo sacramental, un día de modo pleno y definitivo.

Viernes Santo

por administrador,

Catedral – 29 marzo 2013

Una vez más, queridos hermanos, hemos vuelto a proclamar y escuchar el relato impresionante de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Y, una vez más, nos habremos sentido interpelados, porque la Pasión del Señor no deja a nadie indiferente. Quizás fuera lo más conveniente quedarnos un rato en silencio y contemplar ese misterio insondable de amor y de entrega. Pero quiere nuestra Madre la Iglesia que el celebrante principal diga unas palabras que ayuden a los fieles a comprender un poco más ese misterio y a moverles a su imitación. Permitidme, pues, que reflexione en alta voz sobre lo que hemos escuchado.

1. ¿Qué nos sugiere la Pasión y Muerte de Nuestro Señor? Pienso que, en primer lugar, lo mismo que le sugirió a san Pablo. Pablo había sido un perseguidor encarnizado de Jesús. Era tal su odio al Crucificado, que no se contentaba con atemorizar a sus discípulos en Jerusalén, sino que iba a buscarles a la lejana Siria para hacerles prisioneros y meterles en la cárcel. Pero Jesús no era enemigo de Pablo, no le odiaba a muerte, no quería su destrucción. Todo lo contrario, quería su salvación. Por eso, se le hizo encontradizo en el camino de Damasco, le derribó del caballo y le convirtió. Pasados unos años, Pablo reflexiona sobre este misterio y se pregunta cómo es posible que él –el perseguidor– sea ahora el propagandista de Jesucristo entre los gentiles. Y llega a esta conclusión: «Jesucristo me amó y se entregó a la muerte por mí».

Efectivamente, esa era la razón última, la causa más profunda y verdadera de su conversión. Jesús le amaba tanto, que había dado la vida por él. Él no podía hacer otra cosa que pagarle con la misma moneda.

Queridos hermanos: Cada uno de nosotros puede decir lo mismo sin miedo a equivocarse. Cada uno podemos repetir con san Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí». Nadie ha hecho tanto por nosotros, nadie hará tanto por nosotros. Sea cual sea nuestra situación moral; aunque estemos muy alejados de Dios y de la Iglesia; aunque le hayamos ofendido mucho con nuestras blasfemias, con nuestras lujurias, con nuestros odios y rencores, con nuestros malos comportamientos y proyectos…, pase lo que pase, sigue siendo verdad que él ha muerto por nosotros y nos espera para darnos un abrazo de perdón y ayudarnos a rehacer nuestra vida. ¡Hermanos, no olvidemos nunca esta verdad: Dios ha muerto por nosotros, por amor nuestro!

2. Esto mismo pueden pensarlo y decirlo todos los hombres y mujeres del mundo. Nosotros tenemos que ayudarles a que lo puedan decir, pues son muchos los que han dejado de creer en Dios y en su amor. Les pasa lo que al mendigo que el verano pasado paró a dos sacerdotes de nuestra diócesis en el Arco de Santamaría para pedirles una limosna. En realidad no quería una ayuda material, sino otra cosa: quería que le escucharan y le oyeran esta terrible confesión: «A mí no me quiere nadie, a mí no me quiere nadie». –No es verdad, le contestó uno de ellos. A ti te quiere Dios. Y te quiere tanto, que ha dado la vida por ti.

Hay mucha gente que no hace esta confesión, pero lo siente y se lo repite a sí mismo desesperado. Puede estar muy cerca de nosotros; en nuestra propia familia o entre nuestros amigos y conocidos. Nosotros hemos de ayudarles a sentirse queridos y amados de Dios. Tenemos que decirles que se dejen querer de Dios, que acojan el amor de Dios.

Para esto es necesario que perdamos el miedo y la vergüenza para hablar de Dios. Ha pasado ya el tiempo de ser cristianos de media hora de misa a la semana y poco más. Como nos está recordando el Papa Francisco todos los días, hay que salir al encuentro de los demás. Hay que ir a buscar a los alejados, a los que se han ido por flojera y por comodidad, a los que nunca descubrieron el rostro verdadero de Jesucristo y le confundieron con un conjunto de normas y preceptos. Hermanos: ¡La Pasión de Jesucristo nos está urgiendo a ser apóstoles!

3. Una última reflexión. Durante su ministerio público, Jesús pronunció esta sentencia: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da fruto abundante». Era una glosa por adelantado de su Pasión. Si Jesucristo se hubiese contentado con una vida cómoda y fácil, o una vida dedicada a cosechar aplausos y parabienes, se habría ahorrado todos los dolores y sinsabores que le causó su fidelidad incondicional a la misión que el Padre le había encomendado. Habría sido un grano sin sembrar y, por ello, un grano infecundo. Él prefirió ser grano de trigo sembrado y morir por los hombres. La cosecha no pudo ser más abundante: salvó a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos de sus pecados y de la muerte eterna.

Hermanos: hay que hacerse trigo de Cristo y morir a nosotros mismos: a nuestra comodidad, a nuestros esquemas mentales anquilosados, a nuestra rutina, a nuestro cristianismo dulzón y sin cruz. Hay que complicarse la vida por los demás. Vale la pena. Fijaos en lo que ocurre, por ejemplo, cuando un matrimonio se decide a ser generoso en la trasmisión de la vida y a dedicar muchas horas a la educación de sus hijos. No cabe duda que ha de cargar con muchas privaciones, con muchos sacrificios, con muchos esfuerzos. Tiene que hacerse grano de trigo y morir. Pero, cuando pasen los años, al mirar hacia atrás, se dará cuenta de que su vida no ha sido estéril; al contrario, ha dado fruto abundante. Exactamente, lo contrario que al que sólo busca su comodidad, pasarlo bien. Cuando se encuentra en la montaña de la vida y mira hacia atrás se siente insatisfecho, fracasado, y con la amargura de no haber hecho lo que podía y debía hacer.

Hermanos: Sigamos meditando la Pasión de Jesucristo, sigamos ahondando en su misterio, sigamos dejándonos impresionar por su infinito amor, y no dudemos en acercarnos a recibir el abrazo de su perdón en el sacramento de la Penitencia.

Jueves Santo

por administrador,

Catedral – 28 marzo 2013

Acabamos de escuchar el relato de la Pascua judía según el libro del Éxodo. La Pascua fue desde entonces la fiesta principal judía. Al principio se celebraba en familia y en el lugar donde cada uno residía. Con el paso del tiempo, se celebró en Jerusalén. Allí se inmolaba un cordero en el Templo y después se le comía en casa y en familia. Todo Israel debía acudir en peregrinación a la Ciudad Santa, para volver a sus orígenes, para ser recreado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación. La Pascua representaba ese retorno anual de Israel a aquello que lo había fundado y continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes.

Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Nosotros somos ahora la familia de Jesús, la que fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. La Iglesia es la nueva Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas del mal, que amenazan y se confabulan para destruir el mundo.

Porque no podemos menos de ver la fuerza del mal y cómo surgen –precisamente en el seno de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo–, las fuerzas primordiales del mal que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación misma es amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.

Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden, por sí solos, alejar la capacidad destructiva del mal. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Por este motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de Israel y de Cristo, tiene también una importancia social de primer orden.

Nuestros pueblos de Europa necesitan volver a sus fundamentos espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción; necesitan volver a la Pascua de Jesucristo, que es la fiesta de nuestros orígenes. Jesucristo celebró su Pascua en Jerusalén, pero no con un Cordero inmolado en el Templo, sino con la entrega de sí mismo, nuevo y definitivo Cordero Pascual, inmolado en el nuevo Templo de su Cuerpo. La sangre de ese Cordero, como la del cordero Pascual del Éxodo, fue sangre de liberación. Pero a diferencia de aquella, fue una sangre que se derramó de una vez para siempre, porque reconcilió –también de una vez para siempre– a los hombres con Dios. Esa Pascua es la que actualizamos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, porque, cada vez que la celebramos, anunciamos la muerte del Señor hasta que él vuelva.

Por eso no podemos dejar de celebrarla. Pero hay que celebrarla con verdad. Es decir: en un clima y con unas disposiciones personales y comunitarias acordes con el misterio. Nos lo ha recordado la segunda lectura, cuando nos alertaba de que la Eucaristía no se puede celebrar de cualquier modo sino según «el modo del Señor», según quiere el Señor.

El evangelio nos ha señalado que «ese modo» es el amor y el servicio a los demás. Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de Jesús: el despojarse de las vestiduras de gloria; el inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón; el servicio de la vida y de la muerte humanas. Para san Juan, la vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra, sino en una relación tan íntima, que únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y muerte revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre.

En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados. Entendidas sus palabras en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad muy importante; a saber: que el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan.

El relato del lavatorio de los pies tiene, por tanto, un contenido muy concreto: que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad. Como nos ha recordado el Papa Francisco –y nos lo recuerda continuamente con su modo de presentarse y actuar–, el servicio es el verdadero poder de los cristianos.

Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, en nuestro caso al marco incomparable de la Escalera Dorada. En esta improvisada capilla rezamos los fieles que queremos acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con Él, en medio de tanta tiniebla, la luz de la vida, que «Él» mismo es.

Hermanos: sigamos participando con el mayor amor y fervor en esta Eucaristía, esta Pascua, memorial verdadero de aquella que el Señor celebró de una vez por todas en el altar de la Cruz y adelantó sacramentalmente a la Última Cena.

Misa Crismal

por administrador,

Catedral – 27 marzo 2013

1. Este es un día muy especial. Nos encontramos los sacerdotes de todo el presbiterio diocesano, concelebrando esta solemne liturgia de la Misa Crismal, en la que agradecemos el don de nuestro sacerdocio y renovamos con gozo nuestros compromisos sacerdotales. En ella consagramos también los Óleos con los que ungiremos a los nuevos bautizados, a los que reciben el don del Espíritu Santo en la Confirmación, y a los enfermos, llevándoles el consuelo y la fortaleza de Cristo y ayudándoles a convertir sus dolores en instrumento de redención.

Por otra parte, es una oportunidad especial para manifestaros mi gratitud por vuestra ayuda, callada y sencilla pero valiosísima. Sin ella, no podría cumplir las obligaciones de Pastor de esta querida diócesis. Gracias, muchísimas gracias, y que Dios os siga haciendo instrumentos de comunión y de fraternidad.

2. Este año querría reflexionar con vosotros sobre unas palabras de los compromisos sacerdotales. Son éstas: –»¿Queréis ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, por medio de la sagrada Eucaristía y de las demás acciones litúrgicas?». Estas palabras remiten a la Plegaria de ordenación sacerdotal. Allí se explicita e incluye expresamente el ministerio de la reconciliación. Se ha querido subrayar así la centralidad que tienen la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia en el ejercicio del ministerio sacerdotal.

3. Todos conocemos la crisis profunda que atraviesa este sacramento desde hace varias décadas. Es una crisis tanto más preocupante, cuanto que apunta a otra mucho más grave: la minusvaloración del pecado e incluso la pérdida de sensibilidad ante el mismo. No podemos aceptar esta situación, sino que ha de ser motivo de una renovada audacia en proponer de nuevo el sentido y la práctica de este sacramento. Entre otros motivos, porque es esencial para la vida cristiana, supuesta nuestra debilidad. Y porque es parte importante de la nueva evangelización, como repitió el Papa Benedicto XVI.

En el clima de Jueves Santo –al que de suyo pertenece la liturgia que estamos celebrando– sintamos la gracia del sacerdocio como una superabundancia de misericordia y redescubramos nuestra vocación como lo que realmente es: un «misterio de misericordia». Misericordia es, en efecto, la gratuidad con la que Dios nos ha elegido; misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aunque sepamos que somos pecadores; y misericordia es el perdón que él siempre concede y nunca rechaza, como no rechazó el de Pedro después de haber renegado de él, ni el de Pablo, después de haberle perseguido con saña. Misterio grande, hermanos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus ministros de entre los pecadores y convertirnos, como a Pablo y Pedro, en ministros de la reconciliación.

La experiencia de estos dos apóstoles nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios y entregarle, con sincero arrepentimiento, nuestras debilidades, reavivar la gracia que recibimos con la imposición de manos y volver a nuestro camino de santidad. Es hermoso poder confesar nuestros pecados y sentir el bálsamo del perdón. Sólo quien tiene la experiencia del amor del Padre, como lo describe la parábola del hijo pródigo –»se echó al cuello y le besó efusivamente»–, puede trasmitir a los demás el mismo calor, cuando ejerce como ministro del perdón. Hermanos sacerdotes: recurramos asiduamente al sacramento de la reconciliación y recuperemos fuerzas para enfrentarnos a la gravísima crisis que sufre este sacramento.

El pasado domingo, decía el Papa Francisco en la homilía de la Misa de Ramos: «No debemos creer al Maligno, que nos dice: No puedes hacer nada contra la violencia, la corrupción, la injusticia, contra tus pecados. Jamás hemos de acostumbrarnos al mal. Con Cristo, podemos transformarnos a nosotros y el mundo. Debemos llevar la victoria de la cruz de Cristo a todos y por doquier».

Lo que nos inspira confianza para afrontar decididamente la recuperación de este Sacramento es la fuerza de Cristo, la capacidad de cambiar los corazones que tiene el misterio de la Cruz, y el amor de Dios Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para salvarlo. En definitiva, no ponemos en nosotros mismos la capacidad de cambiar y convertir a los pecadores, sino reconocemos que es el poder y la fuerza de Dios.

Pero nosotros hemos de poner de nuestra parte lo poco que somos y poseemos. Porque Cristo quiere contar con ello, como quiso contar con los cinco panes y dos peces a la hora de realizar el prodigioso milagro. Eso poco es «nuestra disponibilidad», nuestra generosidad para administrar el sacramento del perdón. No tengáis miedo a meteros en el confesonario y estar allí un tiempo generoso en espera de los pecadores. La experiencia confirma que esas horas nunca terminan siendo vacías y vanas.

Y, junto a esa disponibilidad, la capacidad de acogida, de escucha, de diálogo, de paciencia y de amor. Sin olvidar la lógica de comunión que caracteriza este sacramento. El pecado mismo no se comprende del todo si se lo considera exclusivamente como algo privado, olvidando que afecta a todo el Cuerpo Místico, a toda la comunidad; y que hace disminuir su nivel de santidad. Con mayor razón, la oferta del perdón expresa un misterio de solidaridad sobrenatural, cuya lógica profunda se basa en la unión íntima que existe entre Cristo-Cabeza y sus miembros.

Por eso, os invito a que ayudéis al pueblo a redescubrir este aspecto del sacramento, incluso con liturgias penitenciales y con la práctica de la segunda forma prevista en el ritual: confesión y absolución individual en un marco comunitario. Esto nos ayudará también a reforzar nuestros lazos de fraternidad, pues tendremos que ayudarnos unos a otros en este tipo de celebraciones penitenciales.

Queridos hermanos: permitidme que concluya con unas bellísimas y esperanzadoras palabras del Papa Francisco, también en la misa de Ramos. Decía él: «No seáis nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo». Y daba este argumento: «Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo, sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar a este mundo nuestro».

Que Santa María la Mayor nos bendiga. Que Ella –refugio de pecadores, y madre y abogada de la divina gracia– traiga a los cristianos alejados, a los pies de quienes somos ministros de su Hijo en el ministerio de la reconciliación; para que así les devolvamos la alegría y el gozo que trae consigo volver a la casa paterna, a la casa de los hijos de Dios. Amén.

Canto de amor a la Semana Santa

por administrador,

Cope – 24 marzo 2013

La Pasión y Resurrección son el momento culminante de toda la historia de Jesús de Nazaret. Toda su vida se encamina hacia el Calvario y a la mañana gloriosa de Resurrección. Los acontecimientos a través de los cuales se desarrolló este misterio se realizaron en la ciudad de Jerusalén y sus alrededores, en tiempo del emperador Tiberio, bajo el poder de Poncio Pilato, gobernador de Judea, siendo Caifás sumo sacerdote. Estas coordenadas espacio-temporales nunca más se han vuelto a juntar en la historia. A pesar de ser de tanta inhumanidad los hechos que se agolpan sobre Jesucristo en las últimas horas de su vida, los cuatro evangelistas han sido muy sobrios y discretos, dejando que sea el Espíritu Santo el que hable a través del texto. Estaban convencidos, por la fe en el Resucitado, de que una sola gota de sangre del Redentor hubiera sido suficiente para salvar al mundo y de que las llagas del Redentor son expresión de su fidelidad suprema al designio del Padre, y manifestación del amor a su voluntad soberana y santísima.

Desde la historia narrada por los evangelistas hasta nuestros días, el magno misterio de la Pasión y Resurrección de Jesucristo no ha cesado de asombrar a los hombres. Y lo han plasmado en formas muy variadas y expresivas. Se ha formado así una gigantesca y armónica coral integrada por predicadores y catequistas, escultores y pintores, miniaturistas monásticos y constructores de las grandes catedrales y retablos, poetas, literatos, músicos, orfebres, bordadores y un largo etcétera.

Dentro de este coro inmenso, los grandes autores de la tierra castellana ocupan un lugar destacado por su inmensa belleza, fuerza expresiva y sobrecogedora piedad. Baste recordar los Ecce Homo de Juan de Juni o los Cristos yacentes de Berruguete. El pueblo cristiano les impulsó a plasmar en piedra y madera el dolor, la compasión, la misericordia y, sobre todo, el inmenso amor que Dios nos ha mostrado en su Pasión. Ese mismo pueblo fue capaz de crear en torno a esas obras artísticas una variada y rica gama de actos piadosos: triduos, novenas, vía crucis, sermones de las siete palabras, procesiones y representaciones vivientes de la Pasión.

Nosotros hemos heredado ese inmenso tesoro de arte y de fe y hemos de apreciarlo, conservarlo, enriquecerlo, transmitirlo a las nuevas generaciones y, muy especialmente, vivirlo desde una fe consciente y renovada. Esta fe será capaz de llegar al corazón de tantas personas que no han conocido nunca a Jesucristo o que se han alejado de Él.

Yo os invito a todos los cristianos de Burgos y, de modo muy especial a los Cofrades de las diversas Cofradías y Hermandades, a participar en las celebraciones litúrgicas y actos de piedad popular de estos días. De modo que, entre todos, seamos capaces de convertir nuestras calles y plazas en un inmenso espacio en el que todos y cada uno podamos encontrarnos personalmente con Dios.

El misterio de Jesús de Nazaret, y, más en concreto, el de su Pasión y Resurrección, ha sido, y continuará siendo el rompeolas de la historia humana. Para los que creemos en Él, no ha existido ni existirá un acontecimiento con más repercusión a lo largo de los siglos. Al disponernos a revivirlo en la Semana Santa, contemplaremos a Cristo Crucificado y Resucitado con ojos de fe, sabedores de que Él también nos mira con inefable amor y compasión.