Autorretrato del papa Francisco

por administrador,

Cope – 31 marzo 2013

El arzobispo de La Habana ha contado a sus sacerdotes una anécdota muy sugerente sobre el Papa Francisco. En su intervención durante una de las reuniones del precónclave, el todavía cardenal Bergoglio quiso compartir con sus compañeros su visión personal sobre la Iglesia en este momento. El cardenal habanero quedó tan bien impresionado, que le pidió el texto. Bergloglio no lo tenía, pero al día siguiente se lo dio escrito de su puño y letra. Ese manuscrito es hoy un tesoro, porque contiene cuatro puntos que serán fundamentales para otear el horizonte hacia el que nos conducirá el Papa Francisco.

El primero es sobre la evangelización. «La Iglesia debe salir de sí misma e ir a las periferias», no sólo geográficas sino «también existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y alejamiento religioso, las del pensamiento, las de toda miseria». Esto requiere «celo apostólico» y «la parresía –audacia– de salir de sí misma».

El segundo es una autocrítica a la «Iglesia referencial», es decir, a la que se mira a sí misma, en una especie de «narcisismo teológico» que la aparta del mundo y «pretende encerrar a Jesucristo dentro de sí y no le deja salir». Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar, «enferma». De hecho, «los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen su raíz en la autorreferencialidad».

El tercer punto es una lógica consecuencia de lo anterior y se concreta en los dos modelos existentes de Iglesia. Una es «la Iglesia evangelizadora que sale de sí» y otra es «la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí». Precisamente, en este doble modelo encontramos la clave para «dar a luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer». Se trata de cambios y reformas con verdadero calado, pues lo que ellas han de contemplar es «la salvación de las almas».

El último punto se refería a las condiciones que debía reunir el próximo Papa. Estas fueron sus palabras: «Un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de evangelizar».

El programa que trazaba el hoy Papa Francisco era profundamente evangélico y podía resumirse en tres palabras: evangelizar, contemplar y adorar. Incluso podía resumirse en una sola: Jesucristo contemplado, adorado y anunciado.

Es el programa que ha caracterizado todos los siglos de oro que ha vivido la Iglesia y cuya carencia o declive ha caracterizado los de hierro y barro, que también han existido. No es difícil advertir que el programa propuesto por el entonces cardenal Bergoglio y hoy Papa Francisco está escrito sobre los mismos pentagramas y con la misma música que los del Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Evidentemente, así como Benedicto XVI y Juan Pablo II hicieron sus personales subrayados en ese programa evangelizador, el Papa Francisco hará también los suyos. Por los gestos que ha ido poniendo en sus primeros días de Pontificado, no es difícil prever que se esforzará en meternos en caminos de pobreza, de servicio a los más necesitados, y de misericordia y compasión hacia los que se encuentran alejados de Dios.

La Pascua de Resurrección que hoy comienza se presenta, por tanto, como una Pascua florida y que nos ofrece el apasionante horizonte de salir a proclamar a todos que Jesucristo no es una figura del pasado, sino una Persona viva, que ha vencido al mal y a la muerte, y cuenta con nosotros para anunciar con convicción este mensaje.

Pascua de Resurrección

por administrador,

Catedral – 31 marzo 2013

¡Cristo ha resucitado!! ¡¡No busquéis entre los muertos al que está vivo!! Jesucristo no es una persona que pasó por el mundo haciendo el bien y luego murió dejándonos un recuerdo. No. Jesucristo vive, Jesucristo ha vencido a la muerte y al pecado. El Padre ha aceptado su sacrificio y le ha glorificado, porque entregó su vida por amor –según Él se lo había indicado– y ha liberado a los hombres de todos los tiempos del pecado y de la muerte eterna. Incluso ha devuelto a la creación la bondad original que el pecado había manchado.

Que Jesucristo ha resucitado es la gran noticia que Pedro comunicó a los habitantes de Jerusalén y nos lo ha anunciado a todos nosotros, en la primera lectura. Este es el mensaje que los demás apóstoles comunicaron a los habitantes de Judea, Samaría y Galilea y luego a todos los del mundo conocido. Es el mismo anuncio que el apóstol Pablo recibió de la comunidad cristiana de Antioquia, poco después de su conversión, y que él fue entregando una por una a todas las comunidades que fundó a lo largo y ancho del Impero Romano. Este es el kerigma primitivo, el resumen de la fe cristiana.

Más aún, el fundamento de la fe de los que seguimos a Cristo. El mismo san Pablo se lo decía con toda fuerza a los fieles de la comunidad de Corinto: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, vana es nuestra predicación. Somos los más desgraciados de los hombres». Pero «Jesucristo ha resucitado –añadía con enorme energía-. Y nosotros resucitaremos con él». Este mensaje resonó como una locura en aquel mundo tan pagano como el nuestro. Fue objeto de burla y de persecución. Pero poco a poco, fue acogido por hombres y mujeres de toda condición y situación. Ellos comenzaron a reunirse cada domingo en pequeñas comunidades donde se vivía el amor fraterno, se escuchaba la Palabra de los Apóstoles y se celebraba la Eucaristía. Ellas mismas se convirtieron en anunciadores de esa gran noticia, mediante su ejemplo y el coraje apostólico que tenían. Se hicieron cada vez mayores, en número de miembros y en número de comunidades. Al cabo del tiempo, terminaron cambiando aquella sociedad descreída, lujuriosa y corrompida y alumbraron un mundo nuevo.

Este mensaje es el que hoy tenemos que comunicar nosotros a nuestros contemporáneos, comenzando por los miembros de nuestra familia, por nuestros amigos, por nuestros colegas de profesión. Pero eso requiere que nosotros hayamos aceptado con gozo y entusiasmo que Jesucristo vive, que está presente entre nosotros, que él nos guía y acompaña y que, el día de su última y definitiva venida, hará que resucitemos de entre los muertos y entremos en el Cielo, tal y como somos ahora, pero glorificados.

Si no aceptamos por la fe este mensaje, podremos ser obispos, sacerdotes o bautizados, pero no somos cristianos. ¿No estará aquí la raíz del abandono de tantos que se han alejado de la Iglesia; y la causa última de que nosotros arrastremos tan poco? Sólo convence el que está convencido; sólo comunica la fe, el que la posee; sólo trasmite alegría de ser cristiano, el que tiene él mismo esta alegría.

Queridos hermanos, ¿qué pasará el día en que los que hemos recibido el Bautismo –nosotros y los demás– nos decidamos a vivir como lo que somos? Nos lo dice este Cirio Pascual, símbolo de Jesucristo resucitado. Anoche, antes de encenderlo, estaban apagadas todas las luces de la Catedral y había una oscuridad total. Era símbolo de lo que es el mundo donde no se conoce o no se acepta a Jesucristo. Luego se encendió y su luz se fue comunicando a todos los que estábamos en la Vigilia Pascual. De pronto cambió el ambiente de la Catedral. Desapareció la oscuridad y se hizo un inmenso mar de luz.

El mundo en que vivimos es un mundo en tinieblas. Es verdad que desde el punto de vista de la técnica ha realizado grandes progresos. Pero, ¿qué sucede en el corazón del hombre, en el matrimonio, en la familia, en la política, en la empresa, en los sindicatos, hasta en la misma Iglesia no pocas veces? El Papa Benedicto XVI habló reiteradamente de la dictadura del relativismo. Es decir, de esa lucha encarnizada que mantienen los poderes económicos, mediáticos y políticos contra la verdad objetiva. Según ella nada es verdad si nos incomoda. No se admite que haya una verdad sobre la vida, sobre la familia, sobre el hombre, sobre las relaciones personales, sobre los bienes de este mundo, sobre la igualdad entre todos los hombres. A lo sumo, se admite que cada uno tengamos «nuestra» verdad. Pero que haya una verdad que nos afecte a todos y que todos tengamos que aceptar, eso se rechaza con fuerza y se califica con los peores adjetivos.

A pesar de todo esto, este mundo, nuestro mundo, tiene remedio. El remedio es que cada uno de nosotros sea un cirio encendido, un cirio que comunica la luz de la verdad y el fuego del amor de Jesucristo Resucitado. Esto es lo que hay que vivir y esto es lo que hay que volver a anunciar con valentía y convencimiento. «No os dejéis vencer por los que dicen que no se puede cambiar nada, ni vencer a la violencia y a la injusticia», nos ha dicho estos días el Papa Francisco. Se puede cambiar. Más aún, hay que cambiarlo. San Pablo nos ha trazado el camino en la segunda lectura: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra». La vida de un cristiano no puede consistir en ganar dinero, escalar un puesto social relevante, triunfar a toda costa, satisfacer las propias ambiciones, ceder a la lujuria. La vida del cristiano es la imitación de la vida de Cristo: situar la voluntad del Padre por encima de todo, y entregar la vida –de modo sencillo pero real– por los demás.

Queridos hermanos: Jesucristo Resucitado se nos va a hacer presente dentro de unos momentos, cuando convirtamos el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, en la totalidad de su Persona divino-humana. Nuevamente se repetirá el acontecimiento de la noche del primer domingo de resurrección: el Resucitado se hará presente en este Cenáculo, ante nosotros, que somos ahora sus discípulos. Él nos ve como somos: débiles, asustadizos, cobardes. Pero ve también que tenemos buenos deseos y ganas de comunicar a los demás nuestra fe y nuestra concepción de la vida y del mundo. Por eso, nos dice: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros todos los días. Con mi ayuda y con mi gracia, cambiaréis este mundo y anunciaréis a cuantos se crucen en el camino de vuestra vida, que Yo he muerto y he resucitado por ellos y que les espero con los brazos abiertos para hacerles discípulos míos.

Vigilia Pascual

por administrador,

Catedral – 30 marzo 2013

Estamos celebrando la liturgia más importante de todo el año litúrgico; la madre de todas las vigilias; el corazón y en núcleo de todo el misterio de Cristo; la fuente de donde ha manado la Iglesia y la cumbre hacia la que se encamina la vida entera de cada bautizado y la de todas y cada una de las comunidades cristianas.

Esto es así, porque Jesucristo ha resucitado; porque Jesucristo no ha sido vencido por el mal y la muerte sino que él ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Quienes vamos detrás de Él, no somos unos pobres hombres que siguen a un vencido y se refugian en la vana esperanza de una vida que no llegará nunca. No. Nosotros sabemos a dónde caminamos y cuál es el sentido de nuestra vida. Tenemos la firme voluntad y la no menos firme esperanza de cambiar el rumbo del mundo y de la historia. Porque Jesucristo nos acompaña y nos guía con la luz de su resurrección. Ese Cirio Pascual nos lo recordará durante los cincuenta días de Pascua y siempre que se realice un Bautismo o celebremos las exequias de un fiel cristiano.

Como nos lo han recordado las lecturas, esta Noche ha comenzado la nueva creación. Esta noche salimos del destierro del pecado hacia la tierra prometida de la salvación. Esta noche nos asociamos al triunfo del Resucitado, con plena conciencia de que la muerte no será nuestro último y definitivo destino. Porque nosotros también resucitaremos y nos uniremos al triunfo de Cristo.

Esa resurrección ya ha comenzado. El Bautismo nos hace participar de modo sacramental pero real en la muerte y resurrección de Jesucristo. El Bautismo es, en efecto, morir a la vida de pecado y resucitar a la nueva vida conseguida por la muerte de Cristo. Gracias a él, pasamos de la muerte causada por el pecado de Adán a la vida de los hijos de Dios, ganada por el Nuevo Adán, Jesucristo.

Dentro de unos momentos, Arturo va a recibir esta vida nueva, cuando yo derrame sobre él las aguas regeneradoras del Santo Bautismo. De este modo, hoy será para él el día más importante de toda su vida. Cuando ha venido a esta celebración, ha llegado como esclavo del demonio; cuando salga de ella, se habrá liberado de las cadenas del pecado original y de sus pecados personales, y se habrá revestido de Cristo y convertido en una criatura nueva.

Arturo, felicidades, muchas felicidades. Esta comunidad cristiana de Burgos te recibe con alegría y gozo. Con el gozo y la alegría que una familia recibe la llegada de un nuevo hijo, de un nuevo hermano, de un nuevo miembro. Tu bautizo, querido Arturo, es también una gracia especial para nosotros y un compromiso. Porque nosotros nos hacemos responsables de ayudarte a recorrer el camino que hoy has iniciado. El Bautismo es, como sabes, el punto de partida, no el término de llegada. Nosotros estamos en ese camino y desde hoy te acompañaremos con nuestra oración, con nuestro ejemplo y con nuestro cariño. Te acompañarán, de modo especial, la comunidad de tu parroquia y la comunidad neocatecumenal en la que has descubierto a Jesucristo.

Conscientes de esta responsabilidad de bautizados, del compromiso que contraemos contigo y del mandato recibido de Cristo de darle a conocer a los que todavía no le conocen y no han recibido el Bautismo, vamos a renovar nuestros compromisos bautismales; tú los harás por primera vez. Esta renovación la haremos con la boca, pero será expresión de los sentimientos que hay en nuestro corazón y del deseo de ser cada día mejores discípulos de Jesucristo.

Como eres una persona adulta, la Iglesia te otorga los tres sacramentos de la Iniciación cristiana y te los confiere según su lógica interna: primero el Bautismo, luego la Confirmación y, finalmente, la Primera Comunión. Con el bautismo te harás cristiano; con la Confirmación, te harás más cristiano; con la Eucaristía te harás plenamente cristiano. Cuando comulgues, dale muchas gracias a Jesús, por haberte hecho el inmenso don de la fe y de los sacramentos que hoy recibes.

Hermanos todos: dispongámonos a participar en la liturgia bautismal, uniéndonos a Arturo en la renuncia al demonio y a sus obras, y a la profesión de nuestra fe en el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y la Iglesia. Luego, en la Eucaristía. En ella tendremos la inmensa alegría de encontrarnos con el mismo Resucitado, que se hará presente entre nosotros, como se hizo presente la noche del domingo de Resurrección a la primera comunidad apostólica, en el Cenáculo de Jerusalén; después nos invitará a compartir su Cuerpo y Sangre, devolviéndonos la alegría y la esperanza, como a los discípulos de Emaús.

Alegría, hermanos: Cristo ha resucitado y nosotros resucitamos con él; ahora de modo sacramental, un día de modo pleno y definitivo.

Viernes Santo

por administrador,

Catedral – 29 marzo 2013

Una vez más, queridos hermanos, hemos vuelto a proclamar y escuchar el relato impresionante de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Y, una vez más, nos habremos sentido interpelados, porque la Pasión del Señor no deja a nadie indiferente. Quizás fuera lo más conveniente quedarnos un rato en silencio y contemplar ese misterio insondable de amor y de entrega. Pero quiere nuestra Madre la Iglesia que el celebrante principal diga unas palabras que ayuden a los fieles a comprender un poco más ese misterio y a moverles a su imitación. Permitidme, pues, que reflexione en alta voz sobre lo que hemos escuchado.

1. ¿Qué nos sugiere la Pasión y Muerte de Nuestro Señor? Pienso que, en primer lugar, lo mismo que le sugirió a san Pablo. Pablo había sido un perseguidor encarnizado de Jesús. Era tal su odio al Crucificado, que no se contentaba con atemorizar a sus discípulos en Jerusalén, sino que iba a buscarles a la lejana Siria para hacerles prisioneros y meterles en la cárcel. Pero Jesús no era enemigo de Pablo, no le odiaba a muerte, no quería su destrucción. Todo lo contrario, quería su salvación. Por eso, se le hizo encontradizo en el camino de Damasco, le derribó del caballo y le convirtió. Pasados unos años, Pablo reflexiona sobre este misterio y se pregunta cómo es posible que él –el perseguidor– sea ahora el propagandista de Jesucristo entre los gentiles. Y llega a esta conclusión: «Jesucristo me amó y se entregó a la muerte por mí».

Efectivamente, esa era la razón última, la causa más profunda y verdadera de su conversión. Jesús le amaba tanto, que había dado la vida por él. Él no podía hacer otra cosa que pagarle con la misma moneda.

Queridos hermanos: Cada uno de nosotros puede decir lo mismo sin miedo a equivocarse. Cada uno podemos repetir con san Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí». Nadie ha hecho tanto por nosotros, nadie hará tanto por nosotros. Sea cual sea nuestra situación moral; aunque estemos muy alejados de Dios y de la Iglesia; aunque le hayamos ofendido mucho con nuestras blasfemias, con nuestras lujurias, con nuestros odios y rencores, con nuestros malos comportamientos y proyectos…, pase lo que pase, sigue siendo verdad que él ha muerto por nosotros y nos espera para darnos un abrazo de perdón y ayudarnos a rehacer nuestra vida. ¡Hermanos, no olvidemos nunca esta verdad: Dios ha muerto por nosotros, por amor nuestro!

2. Esto mismo pueden pensarlo y decirlo todos los hombres y mujeres del mundo. Nosotros tenemos que ayudarles a que lo puedan decir, pues son muchos los que han dejado de creer en Dios y en su amor. Les pasa lo que al mendigo que el verano pasado paró a dos sacerdotes de nuestra diócesis en el Arco de Santamaría para pedirles una limosna. En realidad no quería una ayuda material, sino otra cosa: quería que le escucharan y le oyeran esta terrible confesión: «A mí no me quiere nadie, a mí no me quiere nadie». –No es verdad, le contestó uno de ellos. A ti te quiere Dios. Y te quiere tanto, que ha dado la vida por ti.

Hay mucha gente que no hace esta confesión, pero lo siente y se lo repite a sí mismo desesperado. Puede estar muy cerca de nosotros; en nuestra propia familia o entre nuestros amigos y conocidos. Nosotros hemos de ayudarles a sentirse queridos y amados de Dios. Tenemos que decirles que se dejen querer de Dios, que acojan el amor de Dios.

Para esto es necesario que perdamos el miedo y la vergüenza para hablar de Dios. Ha pasado ya el tiempo de ser cristianos de media hora de misa a la semana y poco más. Como nos está recordando el Papa Francisco todos los días, hay que salir al encuentro de los demás. Hay que ir a buscar a los alejados, a los que se han ido por flojera y por comodidad, a los que nunca descubrieron el rostro verdadero de Jesucristo y le confundieron con un conjunto de normas y preceptos. Hermanos: ¡La Pasión de Jesucristo nos está urgiendo a ser apóstoles!

3. Una última reflexión. Durante su ministerio público, Jesús pronunció esta sentencia: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da fruto abundante». Era una glosa por adelantado de su Pasión. Si Jesucristo se hubiese contentado con una vida cómoda y fácil, o una vida dedicada a cosechar aplausos y parabienes, se habría ahorrado todos los dolores y sinsabores que le causó su fidelidad incondicional a la misión que el Padre le había encomendado. Habría sido un grano sin sembrar y, por ello, un grano infecundo. Él prefirió ser grano de trigo sembrado y morir por los hombres. La cosecha no pudo ser más abundante: salvó a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos de sus pecados y de la muerte eterna.

Hermanos: hay que hacerse trigo de Cristo y morir a nosotros mismos: a nuestra comodidad, a nuestros esquemas mentales anquilosados, a nuestra rutina, a nuestro cristianismo dulzón y sin cruz. Hay que complicarse la vida por los demás. Vale la pena. Fijaos en lo que ocurre, por ejemplo, cuando un matrimonio se decide a ser generoso en la trasmisión de la vida y a dedicar muchas horas a la educación de sus hijos. No cabe duda que ha de cargar con muchas privaciones, con muchos sacrificios, con muchos esfuerzos. Tiene que hacerse grano de trigo y morir. Pero, cuando pasen los años, al mirar hacia atrás, se dará cuenta de que su vida no ha sido estéril; al contrario, ha dado fruto abundante. Exactamente, lo contrario que al que sólo busca su comodidad, pasarlo bien. Cuando se encuentra en la montaña de la vida y mira hacia atrás se siente insatisfecho, fracasado, y con la amargura de no haber hecho lo que podía y debía hacer.

Hermanos: Sigamos meditando la Pasión de Jesucristo, sigamos ahondando en su misterio, sigamos dejándonos impresionar por su infinito amor, y no dudemos en acercarnos a recibir el abrazo de su perdón en el sacramento de la Penitencia.

Jueves Santo

por administrador,

Catedral – 28 marzo 2013

Acabamos de escuchar el relato de la Pascua judía según el libro del Éxodo. La Pascua fue desde entonces la fiesta principal judía. Al principio se celebraba en familia y en el lugar donde cada uno residía. Con el paso del tiempo, se celebró en Jerusalén. Allí se inmolaba un cordero en el Templo y después se le comía en casa y en familia. Todo Israel debía acudir en peregrinación a la Ciudad Santa, para volver a sus orígenes, para ser recreado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación. La Pascua representaba ese retorno anual de Israel a aquello que lo había fundado y continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes.

Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Nosotros somos ahora la familia de Jesús, la que fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. La Iglesia es la nueva Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas del mal, que amenazan y se confabulan para destruir el mundo.

Porque no podemos menos de ver la fuerza del mal y cómo surgen –precisamente en el seno de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo–, las fuerzas primordiales del mal que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación misma es amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.

Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden, por sí solos, alejar la capacidad destructiva del mal. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Por este motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de Israel y de Cristo, tiene también una importancia social de primer orden.

Nuestros pueblos de Europa necesitan volver a sus fundamentos espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción; necesitan volver a la Pascua de Jesucristo, que es la fiesta de nuestros orígenes. Jesucristo celebró su Pascua en Jerusalén, pero no con un Cordero inmolado en el Templo, sino con la entrega de sí mismo, nuevo y definitivo Cordero Pascual, inmolado en el nuevo Templo de su Cuerpo. La sangre de ese Cordero, como la del cordero Pascual del Éxodo, fue sangre de liberación. Pero a diferencia de aquella, fue una sangre que se derramó de una vez para siempre, porque reconcilió –también de una vez para siempre– a los hombres con Dios. Esa Pascua es la que actualizamos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, porque, cada vez que la celebramos, anunciamos la muerte del Señor hasta que él vuelva.

Por eso no podemos dejar de celebrarla. Pero hay que celebrarla con verdad. Es decir: en un clima y con unas disposiciones personales y comunitarias acordes con el misterio. Nos lo ha recordado la segunda lectura, cuando nos alertaba de que la Eucaristía no se puede celebrar de cualquier modo sino según «el modo del Señor», según quiere el Señor.

El evangelio nos ha señalado que «ese modo» es el amor y el servicio a los demás. Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de Jesús: el despojarse de las vestiduras de gloria; el inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón; el servicio de la vida y de la muerte humanas. Para san Juan, la vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra, sino en una relación tan íntima, que únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y muerte revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre.

En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados. Entendidas sus palabras en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad muy importante; a saber: que el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan.

El relato del lavatorio de los pies tiene, por tanto, un contenido muy concreto: que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad. Como nos ha recordado el Papa Francisco –y nos lo recuerda continuamente con su modo de presentarse y actuar–, el servicio es el verdadero poder de los cristianos.

Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, en nuestro caso al marco incomparable de la Escalera Dorada. En esta improvisada capilla rezamos los fieles que queremos acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con Él, en medio de tanta tiniebla, la luz de la vida, que «Él» mismo es.

Hermanos: sigamos participando con el mayor amor y fervor en esta Eucaristía, esta Pascua, memorial verdadero de aquella que el Señor celebró de una vez por todas en el altar de la Cruz y adelantó sacramentalmente a la Última Cena.