Después de dos años en vacío, sin procesiones ni redobles de tambores o los desgarradores quejidos de las cornetas inundando las calles a causa de la pandemia, había ganas. Así al menos lo expresó el numeroso público que se concitó en la tarde de ayer en torno a las iglesias de San Lorenzo el Real y de San Gil Abad, que ante la fusión de ambas parroquias en una unidad de atención pastoral en el centro de la ciudad, convocaron un concierto con las bandas de las cofradías de sus respectivas parroquias.
La banda de cornetas y tambores de la Coronación de Espinas y Cristo Rey y la banda de cornetas y tambores de la Sangre del Cristo de Burgos y su banda infantil participaron en un concierto al que titularon «Sones Cofrades». La jornada comenzó en la iglesia de San Lorenzo el Real, donde las tres bandas interpretaron varias piezas musicales e, incluso, dos piezas conjuntas entre las agrupaciones de adultos y que obligó a ambas entidades a realizar varios ensayos las semanas previas. Un pasacalles por el centro histórico de la ciudad condujo después a las bandas hasta la iglesia de San Gil, donde se repitió un segundo concierto.
Según destacan los organizadores, fue una velada «emocionante», donde se palparon «las ganas por volver a la normalidad» también en las tradiciones de la Semana Santa burgalesa.
Las cofradías y hermandades que integran la Junta de la Semana Santa de Burgos trabajan ya en las procesiones y actos de piedad en la próxima Semana de Pasión. Entre las novedades programadas para este año figuran un nuevo itinerario en las procesiones de la Borriquilla y del Santo Entierro, esta última con salida de todas las cofradías y sus pasos desde la Catedral, y una procesión de la Luz la noche del Sábado Santo por el barrio de Vega. Televisión Española, además, retransmitirá en directo para toda España las procesiones del Encuentro y la general del Viernes Santo.
En tiempos antiguos los estoicos llegaron a considerarlo como un signo de virtuosismo. En algunas culturas, incluso, la inmolación era aplaudida como un modo de salvaguardar la dignidad de una persona o de una entera nación. En otras épocas se ha considerado como uno de los pecados más graves y, en la actualidad, es tratado como una de las consecuencias más visibles de diversas problemáticas de salud mental. Las cifras, no en vano, hablan de un drama en crecimiento que aumenta año tras año y que hace necesario un análisis sereno que evite prejuicios estériles. Según la Fundación Española para la Prevención del Suicidio (FSME), en 2020, solo en España, 3.942 personas se quitaron la vida, incrementando los casos (hasta superar los 300) entre jóvenes de 15 a 29 años, donde el suicidio es la causa de muerte no natural más común, por encima de los accidentes de tráfico y solo por detrás de los tumores cancerígenos. También murieron por esta causa 7 niños y 7 niñas menores de 15 años y el dato es especialmente significativo entre las mujeres de entre 30 y 34 años, cuando el estrés por compaginar vida laboral y familiar aboca a muchas de ellas a caer en una ansiedad difícil de manejar y que las empuja trágicamente a poner fin a sus vidas.
Muchos analistas inciden en que la pandemia ha engrandecido la problemática, a la que la opinión pública no ha prestado demasiada atención en las últimas décadas. Para otros, sin embargo, es un «comportamiento moderno», propio de las culturas actuales y anterior a la crisis sanitaria. Así lo entiende el decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, Francisco García Martínez, para quien el suicidio es reflejo de un mundo que «ha perdido su propia cosmovisión» y donde se ha inoculado la idea de que el ser humano y la política son capaces de controlar y dominar la realidad que los circunda. «Esto genera una tensión fuerte en el ser humano porque no es verdad que podamos solucionar todo» y origina enfermedades de salud mental que hoy están a la orden del día, como el estrés, la apatía, la ansiedad o la depresión. El suicidio se convierte de esta manera en una «expresión de un dolor traumático e inasumible», la «manifestación máxima de una desesperanza» que tiene que ver con la ruptura del sentido de la existencia, del mundo y sus complicaciones. Una contrariedad, en definitiva, entre el ser y el existir, entre nuestros ideales y lo que realmente vivimos; lo que él mismo llama en términos teológicos «diástasis».
Para el teólogo, «la perspectiva del pecado máximo ya no vale» y considera que «la Iglesia debe ofrecer ámbitos sacramentales donde la vida sea exaltada, expuesta con gozo»
García considera que la cuestión del suicidio ha sido olvidada por la Teología, y que solo se ha abordado su problemática desde el punto de vista psicológico, sociológico o moral. Él, sin embargo, ve necesaria su inclusión en la reflexión sobre Dios, un Dios que «acoge el dolor que nosotros no somos capaces de interpretar» y que «es tan grande que ama al mundo en sus contrariedades» y en las «frustraciones a las que está sometido».
En este sentido, destaca cómo el discurso de la Iglesia ha experimentado un cambio en los últimos años. Para el teólogo, «la perspectiva del pecado máximo ya no vale» y considera que «la Iglesia debe ofrecer ámbitos sacramentales donde la vida sea exaltada, expuesta con gozo», «no solo para los cristianos, sino que debería ser una propuesta para toda la sociedad». Además, insiste en la necesidad de «celebrar la victoria de Cristo, la victoria de la contradicción de la muerte», de anunciar a un Dios «que es más grande que todos nuestros problemas».
Acogida, escucha, sanación
El catedrático de Teología Dogmática expuso estas reflexiones en la conferencia que impartió el viernes en Burgos coincidiendo con el primer aniversario del Centro diocesano de Escucha San Camilo. Y es que, para él, además de la reflexión teológica, es vital el acompañamiento «a los que quedan», a las familias que sufren el duelo por un ser querido que ha acabado con su vida. «El dolor en estos casos se agudiza porque no estamos preparados para el duelo, no estamos prevenidos para este tipo de muerte», «nos interrogamos sobre las causas del trágico final y nos automiramos con un sentimiento de culpabilidad que no es real», asegura. De ahí que sienta la necesidad de ofrecer «terapias espirituales desde la escucha y el acompañamiento» y de que la Iglesia, «aunque no pueda solucionar el problema», ponga de su parte para generar «espacios de confianza» donde no se culpabilice y genere una cultura de la vida en medio de un mundo lleno de contrariedades y dificultades inexplicables desde el punto de vista humano.
¿Hay algo más bello que servir y dejarse moldear, como el barro, por las manos amorosas del Señor? Hoy, con el lema Sacerdotes al servicio de una Iglesia en camino, celebramos el Día del Seminario: una invitación a orar y sostener a los jóvenes que han percibido la llamada de Dios a servir a los hermanos en el ministerio sacerdotal y quieren generosamente entregar sus vidas a este oficio de amor, como decía San Agustín.
Esta llamada a una vida plena, apasionante y feliz debe alumbrar, cada día, el corazón sacerdotal de aquellos que hemos sido elegidos por gracia, y no por opción ni por mérito alguno. Porque, detrás de un «sí», habita toda una vida de entrega, de esperanza, de gratitud, de fidelidad y de amor. De un amor desbordado que no nace del fruto de una propia elección, sino que responde a una llamada del Señor que es quien elige y llama. «Yo te elijo porque te amo, porque deseo habitar tu corazón, porque quiero que estés conmigo y participes de mi misión». Estas palabras, que desbordan cada uno de los silencios de la vocación, deben acompañar el vértigo de una vida que se entrega para siempre.
El Día del Seminario, ciertamente, ayuda a releer la historia de nuestra vida. Porque nos permite abrazar la vocación sacerdotal desde el profundo agradecimiento, desde la donación y desde el servicio. Un horizonte de plenitud que ha de recorrerse por el «bello camino de las cuatro cercanías» que señala el Papa Francisco: «cercanía con Dios, con el obispo, con los demás sacerdotes y con el Pueblo de Dios». Porque el estilo de cercanía, recuerda el Santo Padre, es el estilo de Dios. Y hemos de hacerlo amando, quitándonos algo de nosotros mismos para dárselo a los demás.
Amar es siempre servir, acompañar el dolor y la soledad, practicar la compasión, crecer en el perdón, sembrar la justicia y derramar misericordia. En el caso del sacerdote es realizarlo sacramentalmente, con la celebración de la Eucaristía, con la celebración del perdón en el sacramento de la reconciliación, con la santificación y bendición de todas las circunstancias vitales por la celebración de los diversos sacramentos, la predicación de la Palabra y el servicio constante a los hermanos.
El Día del Seminario ayuda a releer la historia de nuestra vida, de nuestra misión y de nuestra vocación. La riqueza de la vocación, proponen desde la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «no se puede resumir en unas pocas líneas, ni tampoco pretender hacer un breve tratado teológico acerca del ministerio sacerdotal». En esta jornada, insisten, «se nos ofrece la posibilidad de mirar a nuestros seminarios actualmente», no con nostalgia o añoranza de tiempos pasados, sino «con confianza en Dios», sabiendo que «todo es suyo» y que «Él vela por su Iglesia».
Queridos seminaristas: hoy, una vez más, deseo ser servidor de todos. En este lema –que ha iluminado, desde mi fragilidad y mi pobreza, cada uno de los rincones de mi vocación– está escrita mi historia. Una historia que nació un 13 de marzo de 1988 con un «sí» que sigue haciendo inmensamente felices cada uno de mis días. Aquel día, el Señor me pidió mi libertad y mi persona, y en qué mejores manos que poner mi vida entera…
Y es que la vocación sacerdotal es un regalo que nos lleva a predicar (cf. Mc 3, 14-15) y a servir de un modo inenarrable. Una «gramática elemental de la vida como don recibido» que tiende, por propia naturaleza, como recuerda la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «a convertirse en un bien que se dona; nuestro ser es ser para los demás y toda vocación auténtica es servicio a los otros».
Que este Día del Seminario no sea un día más en nuestras vidas, y que se convierta en una acción de gracias por las vocaciones sacerdotales. No nos cansemos de pedir al Dueño que envíe obreros a su mies (Lc 10, 1-9). Se lo pedimos a la Virgen María, quien cuidó –como nadie– la mirada de su Hijo, Jesucristo. Que sea Él quien nos enseñe a acompañar, a sostener, a bendecir, a cuidar y a vendar las heridas de nuestro pueblo.
Aunque ingresaron en el Seminario hace ya algunos años, no ha sido hasta hoy cuando la Iglesia los ha reconocido como candidatos a recibir la ordenación como diáconos y sacerdotes. Con el rito de admisión, celebrado esta tarde en una abarrotada capilla en el Seminario de San José, el arzobispo, don Mario Iceta, ha admitido a las sagradas órdenes a los seminaristas Abner Muñoz, Jesús Daniel Riera, Egide Ndayikengurukiye, Nepomuscène Ndihokubwayo,Ismael Sáez y Alejandro Sánchez, quienes por su parte se comprometen a proseguir con su formación académica y pastoral.
Estos seis jóvenes, pertenecientes a los Seminarios burgaleses Redemptoris Mater y San José y al seminario diocesano de Gitega (en Burundi) responden así a los planes de Dios: «Hoy celebramos vuestra respuesta de fe» –ha dicho el arzobispo en su homilía–. «Le habéis percibido en los sueños de vuestra vida y habéis descubierto que os llama a pesar de los temores y vuestra pequeñez». «No os preocupéis, el amor vence el temor» y «él os va a hacer dignos por su gracia; él es quien os sostiene en vuestra respuesta de fe».
El rito de admisión se ha celebrado como uno de los puntos centrales del Día del Seminario en torno a la fiesta de San José. De hecho, la figura del santo ha servido al arzobispo para señalar algunas de las cualidades que estos jóvenes deberán reflejar en un futuro cada vez más cercano, cuando ya sean sacerdotes. Como san José, «tendréis que ser justos y santos y esposaros, como él hizo con María, con la Iglesia», pues –ha indicado– «no somos solterones, tenemos que vivir siempre volcados hacia nuestra esposa la Iglesia». También les ha invitado a ser «servidores fieles y prudentes» y desgastarse en el servicio a los demás, pues «amar es servir».
Este curso, en el Seminario Mayor de San José se forman ocho seminaristas, (uno es ya diácono y otro cursa el año «propedéutico»). Junto a ellos, viven dos seminaristas de La Rioja, tres de Osma-Soria y dos de Burundi. En el Seminario Menor participa una quincena de chicos en el Preseminario, además de cuatro seminaristas internos. Por su parte, el Seminario Misionero Redemptoris Mater cuenta con otros diez alumnos procedentes del Camino Neocatecumenal.
Miguel María Ruiz de Zárate es el párroco de San José María Rubio, una parroquia de reciente creación en el mardileño barrio de El Cañaveral y que, a falta aún de un templo propio, celebra sus eucaristías en los bajos de un moderno edificio. Allí lidera una joven comunidad comprometida en la evangelización del distrito de Vicálvaro y en la que no falta el compromiso cristiano en favor de los más necesitados. De hecho, tras la invasión de Ucrania por parte de las tropas rusas, surgió una iniciativa entre sus feligreses: viajar hasta la frontera polaca para traer a España algunos refugiados ucranianos que huyen de la guerra y acogerlos en sus propias casas.
De esta manera, una decena de vehículos ha traído recientemente a varias personas y ahora una nueva expedición de cuatro furgonetas y tres coches liderada por el propio sacerdote espera llegar a Madrid esta misma tarde después de recorrer 3.000 kilómetros. En total, han viajado cuarenta personas entre chóferes y refugiados, mujeres y niños en su mayoría, a excepción de varios jóvenes menores de edad y algunos hombres con alguna discapacidad.
Todos ellos fueron recogidos en un antiguo centro comercial en la frontera polaca, donde tras la debida identificación por parte de las autoridades, los refugiados se distribuyen entre las personas e instituciones que les ofrecen asilo. Tras pasar la última noche en Burdeos (Francia), de camino a Boadilla han recalado esta mañana en el Seminario de San José, donde se les ha brindado acogida y proporcionado comida. Además, acompañados del delegado diocesano de Patrimonio, Juan Álvarez Quevedo, han realizado una breve visita a la Catedral para rezar ante Santa María la Mayor y el Santo Cristo de Burgos.
«No es tiempo para hacer turismo», relata Javier Valdivieso, el rector del Seminario y quien también los ha acompañado durante su breve parada en Burgos. «Las lágrimas que durante la sobremesa afloran en los ojos de las mujeres, que entretienen como pueden a sus hijos, revelan que se trata tan solo de una etapa más en busca de una vida nueva, aún incierta, y en la que han dejado atrás muchos afectos y personas».