El papa Francisco quiere una Iglesia mariana

por administrador,

Cope – 20 octubre 2013

Aunque el pontificado del Papa Francisco está todavía en sus primeros compases, ya están marcadas algunas líneas del rostro de la Iglesia que quiere el Papa. Una de ellas es, sin duda, la mariana.

Baste recordar, por ejemplo que, al día siguiente de su elección y pese al cansancio acumulado del cónclave, muy de mañana fue a visitar la basílica de Santa María la Mayor. Él mismo ha dicho por qué y para qué lo hizo: «Fui con el fin de encomendar a la Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro». No sabemos lo que le dijo y le pidió a María de cara al ejercicio de su ministerio como Pastor supremo de la Iglesia. Quizás su oración fue la de un niño pequeño que, ante la magnitud de la tarea que su Hijo había puesto encima de sus espaldas, quiso ponerse en manos de la Madre, para que Ella le tratara como un hijo pequeño que necesita una protección especial. Y, ¿quién mejor que María, la Madre de Jesús y madre nuestra?

Esa escapada no fue un acto aislado. El Papa ha acudido ya más veces y, quizás, no sabemos cuántas han sido en realidad. En cualquier caso, sabemos que la víspera de comenzar el viaje a Río de Janeiro para la Jornada de la Juventud volvió a la misma basílica; en este caso, para poner en manos de María los frutos espirituales que esperaba de ese magno acontecimiento.

No contento con ello, a las 24 horas de haber llegado a Brasil, le faltó tiempo para acudir al Santuario de Nuestra Señora de Aparecida y poner de nuevo en manos de María la Jornada Mundial, pero añadiendo una precisión importante: «Vengo a llamar a la puerta de la casa de María –que amó a Jesús y le educó– para que nos ayude a todos: Pastores del Pueblo de Dios, padres y educadores, a trasmitir a nuestros jóvenes los valores que los hagan artífices de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno».

El último hecho mariano significativo del Papa Francisco tuvo lugar la semana pasada. El Papa ha querido que la celebración mariana, prevista con motivo del Año de la fe, tuviera un significado especial. Para ello mandó traer a Roma la imagen de la Virgen de Fátima que se venera en el santuario que lleva su nombre. En una magna celebración en la Plaza de san Pedro, el Papa ha querido poner la Iglesia y el mundo –con sus preocupaciones y esperanzas, con sus alegrías y penas, con sus problemas y anhelos– en manos de María. Más que una «consagración» ha sido un acto de «abandono confiado».

El Papa Francisco es consciente de que la Iglesia tiene que buscar a Cristo, para hacerse cada vez mejor discípula y más apóstol. La Iglesia necesita importantes reformas de estructuras y métodos. Pero no es eso lo más urgente y necesario. Él mismo se lo ha dicho al director de la Civiltà Cattolica, en una reciente entrevista. Lo realmente trascendental es que los cristianos, pastores y fieles, seamos verdaderos discípulos de Jesucristo. Ahora bien, como el mismo Papa decía en Río, «la Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide Muéstranos a Jesús».

No deja de ser significativo que después de un Papa que vivió un «totus tuus» –»todo tuyo»– en un crescendo ininterrumpido y nos impulsó a tratar a María como verdaderos hijos, haya venido otro Papa que, pese a tener una procedencia y sensibilidad muy distintas, no encuentre mejor camino que proponernos que el camino de María. ¿Qué nos querrá decir Jesucristo a través de los gestos marianos del que ahora es su Vicario en la tierra? ¿Qué gracias estarán condicionadas a que pastores y fieles metamos de verdad a María en nuestros planes y proyectos, en nuestras ilusiones y anhelos, en nuestros temores y esperanzas? No lo sé. Pero estoy seguro de que si imitamos al Papa en su ardiente y confiado amor a María, la Iglesia saldrá renovada y remozada.

Acción de gracias por los mártires burgaleses beatificados en Tarragona

por administrador,

Catedral – 20 octubre 2013

1. Nos hemos congregado esta tarde en la que es la iglesia madre de todas las iglesias de la diócesis para dar gracias a Dios por la beatificación en Tarragona, el pasado domingo, de un gran número de hermanos nuestros, que fueron martirizados en la persecución religiosa española de 1936 a 1939. No hemos venido como van los equipos a un encuentro deportivo o a ganar una competición. Tampoco hemos venido a exaltar a unos héroes, que dan fama a nuestros pueblos o a nuestra provincia. Hemos venido a dar gracias a Dios por haber dado la gracia de la perseverancia final en la fe y en el amor a estos «discípulos que aprendieron bien el sentido de aquel amor hasta el extremo que llevó a Jesús a la Cruz» (Videomensaje del Papa Francisco) y dieron su vida antes que traicionar su fe en Cristo.

Los Beatos que hoy conmemoramos, como señaló el cardenal Amato en la misa de beatificación, «no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, sólo porque eran católicos, sólo porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos». En la prisión, se animaron mutuamente, oraron con fervor y constancia, y con exquisita caridad se ayudaron y ayudaron a otros prisioneros. Ya en el martirio, algunos pidieron sufrirlo en último lugar para alentar a sus hermanos.

No pensemos que eran superhombres y supercristianos. No eran héroes que tenían una fuerza superior a la de quienes les mataban. No. Eran débiles, tenían miedo, les hubiera gustado seguir viviendo. ¿Por qué, entonces, puestos en la alternativa de morir a traicionar su fe, prefirieron la muerte por amor a Jesucristo? La razón es bien sencilla: porque Dios les ayudó, les dio la fortaleza necesaria para resistir y el amor suficiente para entregarse como se entregó Jesús en la Cruz. Como luego diremos en el prefacio, Dios «ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad su propio testimonio».

Por eso y para eso hemos venido aquí esta tarde: para dar gracias a Dios, por haber sido tan bueno con estos hermanos nuestros, que les dio la gracia necesaria para alcanzar la palma de la victoria y la gloria del Cielo. Desde allí nos contemplan ahora, desde allí se unen a nosotros en íntima comunión; desde allí serán para siempre nuestros valiosos intercesores.

2. Desde allí, hay que añadir, serán también nuestros modelos, el espejo en que debemos mirarnos. ¿En qué hemos de imitarles? Ante todo, en la coherencia. Para nuestros beatos no hubo ninguna fisura entre la fe que profesaban con los labios y la fe que profesaban con las obras. Ellos eran cristianos, sacerdotes y religiosos que habían sido consagrados a Jesucristo por el Bautismo, el sacramento del Orden o los votos, y habían asegurado con la boca que estaban dispuestos a morir antes que renegar de la propia fe. Todos habían aprendido en el Catecismo y repetido muchas veces que «amar a Dios sobre todas» es «querer perderlas todas antes que ofenderle». Y así fue. Cuando tuvieron que optar entre renunciar a todas las cosas, incluso la vida, y ofenderle, prefirieron ser mártires antes que traidores.

¡Que ejemplo para nosotros! En el Videomensaje que nos envió el Papa Francisco con motivo de la beatificación, nos decía: «Imitemos a los mártires. Siempre hay que morir un poco para salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro bienestar, de nuestra pereza, de nuestras tristezas; y abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a los que lo necesitan». Y añadía: Imploremos su intercesión «para ser cristianos de verdad, cristianos con obras y no de palabra; para no ser cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo pero sin sustancia; ellos no eran barnizados; eran cristianos hasta el final». Es la coherencia que nos pedía san Pablo en la segunda lectura: «Ya que habéis aceptado a Cristo Jesús, el Señor, proceded como cristianos».

Los cristianos de hoy necesitamos perder el miedo a presentarnos como tales. Nos hemos hecho un poco –o un mucho– vergonzantes de nuestra fe. Todos nos proclamamos cristianos cuando venimos a misa o cuando pedimos los sacramentos para nuestros hijos; pero, luego, qué poco se nota en la vida, sobre todo, en la vida pública. ¿Esperamos ser así la luz del mundo y la sal de la tierra? ¿Son estos los cristianos que necesita el mundo de hoy? Al recordar ahora a nuestros mártires beatos, hagamos este firme compromiso: «Señor: quiero ser cristiano de verdad en mi familia, en mi pueblo, en mi trabajo, en mi diversión».

Además de imitar a nuestros mártires en la coherencia entre fe y vida, hemos de imitarles también en el perdón y la reconciliación. La Iglesia exige dos cosas para declarar mártir a un cristiano: que muera «por odio a la fe» y que muera «perdonando», imitando a Jesucristo, que mientras le crucificaban, pedía perdón e imploraba clemencia para quienes cometían tan gran delito. Es lo que hicieron nuestros beatos y es lo que hemos de hacer nosotros. Nada hay más opuesto a nuestra fe ni más irreconciliable con ella que el odio, la malquerencia. Ser cristianos es llevar el amor al prójimo hasta el heroísmo. Y heroísmo es no sólo dar la vida sino perdonar y amar a los que nos quieren mal, a los que nos hacen mal, a los que nos desean el mal.

Hermanos: estamos viviendo en España unos momentos muy delicados en lo que respecta a la convivencia entre unos y otros. Son muchas las voces que se levantan a favor de la división, de la separación, del enfrentamiento. Hay medios de comunicación social que, en lugar de promover la cultura de la compresión y de la tolerancia, son sembradores de odio y de discordia. Hay también colectivos sociales y culturales cada vez más radicalizados. Una espiral de violencia verbal y física, puede minar nuestra convivencia pacífica. Ciertamente, no se trata de borrar las fronteras entre el bien y el mal, ni entre la verdad y la mentira. Se trata de no aceptar provocaciones y ser capaces de convivir, aunque seamos distintos en ideas políticas, sociales y religiosas. ¿No es una experiencia común y universal que los grandes conflictos, a la postre hay que arreglarlos en una mesa de negociaciones? ¿No es mejor prevenir que curar? Pidamos a los mártires que hoy festejamos que nos alcancen de Dios las mismas entrañas de perdón que ellos tuvieron y que nos hagan sembradores de paz y de alegría en nuestra vida cotidiana.

Que el Cuerpo eucarístico de Cristo, que hacemos presente y comulgaremos en esta celebración, nos convierta en Cuerpo místico de Cristo entre nosotros y así podamos unir y unirnos con todos, superando las enemistades, los enfrentamientos y los odios.

Ordenación sacerdotal de Fr. Rafael Pascual Elías

por administrador,

Iglesia del Carmen – 19 octubre 2013

Celebramos esta ordenación sacerdotal en un marco sugestivo. El ordenando, en efecto, es un hijo de santa Teresa de Jesús –cuya fiesta todavía resuena en nuestros oídos–; él y nosotros estamos en los últimos compases del Año de la Fe; y la Iglesia entera se encuentra en un momento de gran esperanza por la renovación interior y de estructuras que está impulsando el Papa Francisco. Dado que Dios nos habla en la historia, tratemos de descubrir qué es lo que quiere decirnos.

1. Ante todo, pienso que Dios quiere que le demos gracias porque la Iglesia contará a partir de hoy con un nuevo ministro del Evangelio. Desde hoy, fray Rafael queda asociado a la consagración de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, y, a la vez, enviado para anunciar el Evangelio en su nombre y con su autoridad, celebrar los sacramentos –especialmente los del Bautismo, Eucaristía y Penitencia–, y pastorear las almas que los superiores le vayan encomendando y Dios ponga en su camino.

El ordenando llega a esta situación no por sus méritos y capacidades personales, sino porque Jesucristo puso un día sus ojos en él y le llamó a seguirle, como llamó a los Apóstoles. El sacerdocio es, por tanto, un gran don de Dios a su Iglesia y una muestra de confianza y de amistad hacia el ordenando. ¿Cómo no agradecer a Dios que haya querido contar contigo para la apasionante tarea de reevangelizar España y el mundo en el siglo que acaba de comenzar? ¿Cómo no agradecer a Jesucristo que te haya convertido en colaborador de su obra redentora en el mundo de hoy, para que proclames a todos los hombres que él les ama, que ha muerto por ellos y que les abre sus brazos de misericordia y perdón?.

Querido ordenando: da muchas gracias a Dios por el don que hoy recibes y pídele ser fiel a él durante toda tu vida. El don es tan grande que llena todas las aspiraciones del corazón humano más exigente. Ten plena confianza en Jesucristo, que caminará siempre a tu lado para ayudarte en todas las circunstancias y situaciones que te coloque la vida. Nosotros te acompañaremos con nuestra amistad y cercanía, con nuestro testimonio y con nuestra oración. He aquí el primer mensaje que Dios nos comunica en este momento: que le seamos agradecidos por el don del sacerdocio y que nos responsabilicemos todos: el ordenando y los demás, en corresponder a este don.

2. Pero el que recibe hoy el don es un hijo de santa Teresa, una de las santas más importantes de toda la historia de la Iglesia y cuya actualidad sobrepasa el tiempo y el espacio. Por eso, el nuevo sacerdote habrá de vivir su sacerdocio según el carisma teresiano. Será, pues, el sacerdocio de un hombre profundamente contemplativo, pobre de verdad y enamorado de la Iglesia.

Ser contemplativo es más que ser rezador, en el sentido de rezar muchas oraciones. Lo recordaba el Papa Francisco en la homilía en santa Marta del pasado jueves. Decía él que la oración es encontrarse con Dios, descubrir cuál es su voluntad sobre nosotros y pedirle la gracia necesaria para cumplirla. Por eso, podía añadir que un cristiano –sea simple fiel, sacerdote, obispo o Papa–, si no reza pierde la fe.

Estas palabras no son sino una actualización de la enseñanza del Evangelio cuando describe la llamada de Jesús a los Apóstoles. Según nos ha trasmitido san Lucas, los eligió para que estuvieran con él. Es decir, para que vivieran con él, para que escucharan sus palabras, para que contemplaran su vida, para que aprendieran de él cómo había que tratar a los niños, a las madres, a los enfermos, a los pecadores. Eso es, precisamente, lo que se verifica cuando una persona es verdaderamente alma de oración, contemplativa. ¿No es esto a lo que se refería santa Teresa cuando decía que orar es «tratar de amistad con quien sabemos que nos ama»? ¿No fue eso lo que ella hizo desde aquel momento místico en el que, tras el encuentro con el rostro de un Cristo muy llagado, se encontró con la Persona de Jesús, y se entregó a él con todas sus capacidades?

El Papa Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco no se cansan de repetir que sin oración nos convertimos en hombres vacíos y, en el caso de los sacerdotes, en funcionarios. ¡Qué razón tenía santa Teresa, cuando afirmaba que el demonio sabe que, cuando un alma se hace alma de oración, «ha de darla por perdida». Por eso pone tanto empeño en que no lo seamos y en que busquemos falsas excusas para no hacer oración. Por ejemplo, que son muchas las cosas que hemos de hacer y no tenemos tiempo para la oración. El Papa Francisco, que tiene que hacer –y hace de hecho– muchas más cosas que cualquiera de nosotros, hace una hora de oración todas las mañanas y otra media hora antes de concluir su jornada.

Querido Rafael: sé un fidelísimo hijo de santa Teresa en la contemplación y serás un sacerdote santo, un sacerdote fiel y, por eso, un sacerdote feliz. Este es el segundo mensaje del Señor en este día tan feliz para ti, los tuyos y todos nosotros.

3. Pero ser hijo de santa Teresa es ser hijo de una gran reformadora en una iglesia posconciliar y que se encuentra necesitada de reforma. Santa Teresa sintió que Dios la llamaba a reformar la Orden del Carmelo. Y puso manos a la obra con total decisión y entrega. Tuvo que sufrir –como sucede siempre a los santos y a los verdaderos profetas y reformadores– muchas y grandes dificultades; desde su quebrantada salud hasta las calumnias más burdas, pasando por las dificultades en todas sus fundaciones. Pero nada ni nadie le detuvo. Gracias a ello, fueron saliendo una tras otra sus fundaciones, desde la primera de San José en Ávila hasta la última en Burgos, cuando ya apenas se tenía en pie.

Ser hoy un sacerdote con el carisma teresiano implica, por tanto, seguir a la santa Madre en este afán de reforma. ¿Cómo? En una ocasión le preguntaron a otra gran Teresa, en este caso la de Calcuta, por dónde había que comenzar la reforma de la Iglesia. Ella contestó: «por ti y por mí». El Papa Francisco ha recordado en una reciente entrevista, que las grandes reformas –las reformas de verdad, como la de santa Teresa– llevan consigo cambiar la mentalidad, cambiar el corazón, cambiar los comportamientos; después vendrá el cambio de las estructuras y de los métodos. No al revés. Un padre misionero en África decía ayer en unas declaraciones llenas de sensatez: «Hemos hecho escuelas y hospitales; ahora hemos de cambiar los corazones, que es lo verdaderamente importante y difícil».

Querido Rafael: el Señor cuenta contigo para que ahora contribuyas a realizar la renovación de la Iglesia en este momento. Comienza por vivir con toda radicalidad el carisma teresiano, particularmente lo que toca a la pobreza y a la oración. Invita a hacer lo mismo a cuantas personas ponga Dios en tu camino. Y, luego, colabora en la reforma de todas las estructuras eclesiales que sean necesarias.

Dispongámonos ya a celebrar la ordenación. Participemos todos con fe y devoción, tratando de pedir al Señor que ayude al nuevo sacerdote a ser fiel al carisma teresiano que él mismo le ha dado.

Fiesta de santa Teresa de Jesús

por administrador,

Carmelitas Descalzas – 15 octubre 2013

Nos hemos reunido esta tarde en la que fue la última fundación de la santa de Ávila, para celebrar la fiesta de santa Teresa de Jesús. Lo hacemos en el marco del año de la fe, que se encuentra en su último tramo, y cuando nos disponemos a celebrar el quinto centenario del nacimiento de esta gran mujer y de esta gran santa. La palabra de Dios que hemos escuchado en el Evangelio va a ser nuestro acompañante y nuestro guía, para descubrir el mensaje que el Señor quiere comunicarnos a quienes hoy celebramos la fiesta de santa Teresa.

Un día caluroso de primavera, Jesús llegó fatigado del camino y se sentó en el brocal del pozo de Jacob, en Samaría. Al cabo de un tiempo, llegó una mujer a sacar agua del pozo, como había hecho tantas veces. Jesús le pidió que le diera de beber. Ella se sorprendió de que un hombre que, además era judío, le pidiese agua para beber; pues los judíos no se hablaban con los samaritanos. Jesús conocía su vida, que no era lo que llamamos «un modelo», pues había convivido con cinco hombres y con el que ahora convivía tampoco era su marido. Sin embargo, hoy ha tenido la suerte de encontrarse con Jesús, que no ha venido a condenarla sino a salvarla. Y, efectivamente, este encuentro personal con Jesús le cambió tan radicalmente su vida, que no sólo se convirtió y se hizo discípula suya, sino que se trasformó en apóstol. Si hubiéramos concluido la lectura del relato que hoy hemos proclamado, habríamos encontrado que después de este encuentro con Jesús corrió a la ciudad para comunicar a sus vecinos que había encontrado al Mesías. Y lo hizo con tal convicción, que éstos vinieron en busca de Jesús y le pidieron que se quedara unos días con ellos.

A Teresa le ocurrió algo parecido. Llevaba tiempo en el convento de la Encarnación de Ávila. Pero queriendo conciliar lo inconciliable: la vida regalada con la vida de oración, la afición a Dios y el apego a las criaturas. Pero un día se cruzó Jesús en su camino. Según ella misma nos lo ha contado en el libro de su vida, al entrar en el oratorio, «vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo, muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece que se me partía, y arrojándome cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Vida, IX, 1). Este encuentro con Jesús le cambió de tal suerte, que le hizo una gran santa y la gran reformadora del Carmelo.

El encuentro personal con Jesucristo es lo que cambia la vida de toda carmelita y la vida de cualquier cristiano. Mientras ese encuentro no tiene lugar, no hay verdadera vida cristiana, no hay verdadera vida religiosa; hay sólo apariencia. Se sigue a Jesús a ratos y cuando las cosas salen bien. En cambio, cuando un cristiano se encuentra personalmente con Jesús, Jesús le lleva a ser un discípulo de verdad y siempre: en su vida de convento, en su matrimonio, en su familia, en su profesión y en su vida social. Además, le hace discípulo alegre, no un discípulo de mala gana y como a la fuerza.

Hay un síntoma evidente de que se ha producido ese encuentro: aumenta el trato con Jesús y crece el deseo de comunicárselo a los demás. Es lo que le ocurrió a Santa Teresa. A partir de ese encuentro con el Cristo tan llagado, su alma vuela por las alturas de la verdadera oración mental. Descubre que orar «no es otra cosa sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (Vida, VIII, 5). Esta oración le lleva a enamorarse de Jesús, y descubre que «el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho» (Fundaciones, V, 2).

Al fin, Jesús le descubre el gran proyecto que tiene sobre ella. ¿Por qué no volver al fervor y rigor de la regla primitiva? Desde este momento, Teresa pone a disposición de Jesús todas sus fuerzas para llevar a cabo la magna empresa. No le resultará fácil, pero seguirá adelante, porque el mismo Jesús le dirá en los momentos críticos: «Ahora, Teresa, ten fuerte» (Fundaciones, XXXI, 26). Y verá que es verdad lo que nos ha dejado escrito para los siglos venideros: «Nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por sólo Él se aventuran» (Conceptos, III, 7). Así irán saliendo uno a uno los conventos de san José, Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Sevilla, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Granada y este de Burgos, que fue su última fundación.

Hace unos días decía el Papa Francisco a las monjas de clausura de Asís: «Esta es vuestra contemplación: la realidad. La realidad de Jesucristo. No ideas abstractas, porque secan la cabeza. ¡La contemplación de las llagas de Jesucristo! Es el camino de la humanidad de Jesucristo. Siempre con Cristo, Dios-Hombre». Este fue el camino de Teresa y éste ha de ser nuestro camino: el vuestro, como carmelitas; y el nuestro como personas que vivimos en medio del mundo.

¡Cuánto necesitamos mirarnos en Santa Teresa! Ahora que estamos metidos en lo que llamamos «nueva evangelización», sus palabras tienen una fuerza iluminadora especial: «Para esto es la oración, hijas mías –apunta la madre a sus descalzas–; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (Moradas, séptima, IV, 6). Obras de obediencia, obras de pobreza, obras de apostolado. Eso son sus escritos, realizados siempre por obediencia; ese fue el ajuar que llevó a san José para realizar su reforma: una esterilla de paja, un cilicio de cadenilla, una disciplina y un hábito viejo y remendado; y eso fueron sus caminatas por todos los caminos de España para realizar sus fundaciones.

Queridos hermanos: vivimos en tiempo de posconcilio, como vivió ella. Vivimos un tiempo que pide reformas, externas e internas, como las pedía el suyo. Vivimos en «tiempos recios», como fueron también los suyos.

¿Qué hacer para no errar el camino ni trabajar en vano? Teresa nos lo ha dejado bien señalado: encuentro personal con Jesucristo, vida intensa de oración –entendida como trato de amistad con el Señor–, afán apostólico para llevar a Dios a los que están alrededor nuestro, aunque sean muchas las dificultades, y poner la confianza no en nosotros mismos sino en la fuerza de Dios.

Que la Santa castellana nos lo alcance del Señor, mientras nos vamos preparando al centenario ya próximo del 2015.

Comunicar la fe con alegría y entusiasmo

por administrador,

Cope – 13 octubre 2013

El próximo domingo celebramos el DOMUND. Es el último evento eclesial antes de clausurar el Año de la Fe, el próximo 24 de noviembre, solemnidad de Jesucristo Rey. Como ha escrito el Papa Francisco, en el Mensaje para esta Jornada Mundial de las Misiones es una «ocasión importante para fortalecer la amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía».

Dios nos ama. Él quiere que todos seamos hijos suyos y participemos de su misma vida y felicidad, primero en la tierra y después en la eternidad. Para eso nos creó y para eso se hizo hombre y murió y resucitó. Quienes tenemos el inmenso tesoro de la fe, además de agradecérselo a Dios y vivir según él, hemos de dárselo a conocer a los que nos rodean. Y, si es preciso, llegar al último rincón de la tierra para anunciárselo a cuantos quieran oírlo. Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de saberse amados por Dios y el gozo de la salvación.

En este contexto se entiende bien que anunciar el Evangelio no es una opción que podamos asumir u omitir, sino una exigencia inscrita en la entraña misma de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia. Nadie está dispensado de hacerlo. Ni siquiera las personas que están enfermas, impedidas o inmovilizadas. Santa Teresita del Niño Jesús fue una religiosa carmelita de clausura y es Patrona de las Misiones. Todos podemos ofrecer nuestras oraciones, nuestros sufrimientos y nuestras aportaciones para que el Evangelio sea conocido en todas partes. Los primeros beneficiados de este anuncio somos nosotros y la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Porque cuando anunciamos el Evangelio, nuestra fe se hace «adulta» y robusta; mientras que si guardamos la fe para nosotros, nos convertiremos en «cristianos aislados, estériles y enfermos» (Papa Francisco).

Ciertamente, el anuncio del Evangelio no es fácil, porque encuentra obstáculos externos muy fuertes. Pero quizás las mayores dificultades nacen dentro de la misma comunidad eclesial, por su falta de alegría y empuje para anunciar a todos el mensaje de Jesucristo. Sobre todo, cuando estas carencias son fruto de un planteamiento equivocado de la misión, pensando que llevar la verdad del Evangelio es «violentar la libertad». Pablo VI dio la clave con estas palabras: «Sería un error imponer algo a la conciencia de los hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación obrada por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego puedan hacer, es un homenaje a esta libertad» (Evangelii nuntiandi, 80).

Hasta hace pocos años, este anuncio del Evangelio se refería a países muy lejanos del nuestro. Hoy no hace falta salir de Burgos para realizar el primer anuncio de Jesús, pues son no pocos los adultos que no han recibido el Bautismo y son muchos los niños entre 7 y 14 años que no están bautizados. Hago mía la pregunta que hizo el Papa a los jóvenes, en una de las reuniones en la JMJ de Río de Janeiro: «¿Has propuesto a algún amigo tuyo recibir el Bautismo?»

Con todo, nuestro anuncio del Evangelio tiene como destinatarios principales a los que, después de haber recibido el Bautismo, se han alejado de la fe y de la práctica de la Iglesia, y siguen estilos de vida que les alejan cada vez más de Jesucristo. A esos hay que anunciarles nuevamente el Evangelio, dándoles a conocer la cercanía de Dios, su misericordia, la mano de Padre que les tiende. Por todo esto, hago mías las palabras del Papa Francisco, que invita «a los sacerdotes, a los consejos presbiterales y pastorales, a cada persona o grupo de la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de dar testimonio de Cristo a las naciones».