XXV aniversario de la llegada de las Angélicas a Burgos

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Residencia – 30 mayo 2013

Nos hemos reunido hoy para dar gracias a Dios por todos los beneficios que ha dispensado a las Hermanas Angélicas, Residentes y demás personas que han vivido en esta Residencia a lo largo de sus veinticinco años de existencia. Corría el año 1988 cuando las Hermanas Angélicas llegasteis a Burgos para establecer un hogar en el que pudieran vivir personas necesitadas de compañía, consuelo humano y espiritual. Desde entonces habéis ejercido la misión que el Señor os ha confiado: ser para las personas solas y enfermas lo que quería vuestra fundadora, Santa Genoveva Torres Morales: «presencia misericordiosa, compañía amiga y Ángeles en su soledad».

Ella quería que vivierais el Evangelio haciendo de vuestras Residencias oasis de paz. Ella sabía por propia experiencia que no es necesario carecer de bienes materiales para sentir la mayor de las soledades y necesitar ayuda y consuelo humano y sobrenatural. Esta espiritualidad es la que ha estado detrás de esta Residencia desde sus orígenes hasta hoy. Gracias a ello, muchas señoras que vivían en soledad han podido reproducir, de alguna manera, su propio hogar, convivir con otras en una convivencia pacífica y respetuosa, con la libertad e independencia que cada una necesita.

El Papa Francisco ha repetido varias veces, en su todavía corto pontificado, que la Iglesia no es una ONG. Es decir, una institución que se dedica a prestar servicios sociales. Para eso, no era necesario que Dios se hiciera hombre y muriera en una Cruz. No. La Iglesia, ciertamente, pone remedio a las necesidades de las personas y presta unos servicios que tienen repercusión social. Pero la Iglesia presta esos servicios movida por el amor a Dios y a los demás, por Dios. Ella ve en todos, personas que son imágenes de Dios; más aún, hijos de Dios en Jesucristo. Cada persona es un reflejo de Dios y, si está bautizada, un hijo de Dios por el Bautismo. Por eso, en cada persona descubre un ser en el que hay que ver el rostro de Dios y al mismo Jesucristo. Además, contemplando la vida y la enseñanza de su Divino Fundador, Jesucristo, descubre en el pobre –material o espiritual– la presencia viva del mismo Jesucristo: «Todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a Mí me lo hicisteis». Vosotras habéis vivido y vivís este amor con las personas que han pasado por esta Residencia.

Llevadas de este amor, habéis procurado no sólo el cuidado material y físico de las residentes, sino también su bien espiritual. Por eso, habéis procurado ayudarles a vivir mejor su vida cristiana. De ese modo, les habéis ayudado a ir a las fuentes donde beber el agua necesaria para regar el campo de su vejez y ancianidad y así vivir esa etapa de su vida con paz y sosiego espiritual.

Santa Genoveva daba a sus hijas estos consejos: «Seamos para nuestras señoras sus Ángeles de la guarda, pues a las personas mayores no las ama más que el que posee el verdadero amor de Dios. Tengamos caridad con ellas. Caridad paciente que escucha sin cansarse, que abre el corazón y la mano, que goza cuando consigue aliviar al que sufre». Estoy seguro de que estas palabras han guiado la acción de todas las hermanas angélicas que han pasado o viven actualmente en esta Residencia. Ciertamente, habrán existido fallos y deficiencias, porque todos los humanos somos limitados e imperfectos, y no siempre hacemos las cosas bien. Pero también por estas deficiencias hay que dar gracias a Dios, porque os habrán hecho más humildes y os habrán descubierto la necesidad de acudir a Dios con más confianza y con más fe.

Elevemos, pues, nuestra gratitud al Señor y demos gracias por las innumerables bendiciones que ha derramado sobre quienes han vivido en esta Residencia durante estos veinticinco años. Esa gratitud sea también una súplica ferviente al Padre de todas las misericordias para que siga derramando sus gracias durante muchos años más, para que sean muchas las personas que encuentren en la Residencia un rinconcito que se parezca a su propio hogar.

Antes de terminar, me gustaría deciros una palabra de estímulo fraterno. Se la tomo prestada al Papa Francisco. El pasado 28 de mayo –es decir, antes de ayer– se refería a la Beata Teresa de Calcuta en la homilía que predicó en la misa que celebró en Santa Marta. Dijo el Papa: Todos hablan y se admiran de la labor social de esta mujer, que consagró su vida a recoger en las calles de Calcuta a los pobres más pobres y cuidarlos luego con todo esmero en su convento. Sin embargo, añadía el Papa, nadie habla nunca de la fuente de la que esta mujer sacaba sus fuerzas. Esa fuente era la Eucaristía, que oía todos los días, y el sagrario, delante del cual pasaba varias horas en oración cada día. Esto es verdad. Es verdad que la gente sólo se fija en el cuidado material; y también es verdad –como ella lo dijo muchas veces– que sacaba su fuerza y su amor de las horas que pasaba adorando la Eucaristía.

Yo os invito, queridas hermanas y queridas residentes a que hagáis vuestras estas palabras del Papa y de la Beata Teresa. No digo que paséis horas ante el sagrario, pero sí que no haya un solo día en el que vayáis allí a hablar con el Señor y contarle vuestra vida; es decir: vuestras penas, vuestras dolencias y vuestras alegrías. En esos ratos de adoración eucarística pedid por el Papa, por el obispo de esta diócesis, por el seminario, por la paz del mundo, por las vocaciones religiosas, por la santidad de los sacerdotes, por el apostolado de los seglares, por los que están más solos y en peores condiciones que vosotras, y por tantas y tantas cosas que necesita la Iglesia y el mundo.

Hermanas y residentes: seguid participando en la santa Misa con fe y devoción. Uníos a mi acción de gracias y a mis peticiones, para que Jesucristo se las pueda presentar al Padre como hostia agradable.

Que la Santísima Virgen, en este final del mes de mayo a ella dedicado, interceda por nosotros para que vivamos santamente en esta vida y un día vayamos a gozar con ella en el Cielo. Amén.

Caminar hacia nuevos horizontes

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Cope – 26 mayo 2013

La semana pasada he tenido dos momentos especiales de gozo y alegría. Uno de ellos tuvo lugar el sábado 18, víspera de Pentecostés. El motivo fue que en la catedral celebré el sacramento de la Confirmación a una treintena de adultos; algunos, incluso muy adultos, pues estaban casados y con hijos. Varios de ellos, habían pedido recibir ese sacramento para contraer matrimonio o ser padrinos del bautismo, dado que haber recibido la Confirmación es requisito necesario para ambos supuestos; el resto, por diversas causas, pero todas relacionadas con una mayor toma de conciencia con la propia fe. Casi todos eran españoles, aunque había algún inmigrante.

El segundo acontecimiento que me ha causado gran alegría ha sido el bautismo de una médico en la Parroquia de san Rafael. Como se trataba de una persona adulta, le conferí también la Confirmación y le di la Primera Comunión. Además, su novio recibió la Confirmación. Era emocionante ver la unción y fervor con que ambos recibían esos sacramentos, lo cual dejaba patente que se habían preparado con cuidado e intensidad.

Estos hechos ya han dejado de ser insólitos y cada día serán más normales. Porque cada día es mayor el número de adultos que desean recibir la Confirmación, y el de los que no están bautizados y quieren hacerse cristianos mientras están en el periodo escolar o desde los dieciocho años en adelante. Pienso que es una llamada que nos hace el Señor, para que tomemos más conciencia del mandato con el que se despidió antes de su marcha al Cielo: «Id, y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

Este mandato tuvo como destinatarios directos e inmediatos a los apóstoles; pero se dirigía también a todos los que serían discípulos suyos en el futuro. Recientemente lo ha recordado el Concilio Vaticano II, al decir que todos los bautizados están incorporados a la misión de Jesucristo y se convierten en apóstoles suyos. Obispos, sacerdotes, religiosos y seglares: todos estamos implicados en la tarea de anunciar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que Jesucristo ha muerto y resucitado por ellos.

Diría incluso más. Los más implicados sois los seglares, en cuanto que estáis metidos en todas las encrucijadas de la vida, gracias a que muchos tenéis hijos o nietos, y tantos ejercéis una profesión u oficio, y, a través de ellos, hacéis amistades y entráis en contacto con muchas personas. Con vuestro ejemplo y con vuestra palabra podéis ser despertadores del deseo de acercarse a Jesucristo y retomar un camino, quizás abandonado desde hace años, o emprenderle por primera vez. Me gusta pensar que el Señor cuenta con nuestros ‘pocos’, es decir: con nuestras pequeñas capacidades y esfuerzos. Si dejamos que el Señor cuente realmente con ellos, realizará de nuevo el milagro de multiplicar los panes y los peces y llegar a una gran multitud.

Teniendo en cuenta todo esto, tengo la intención de dar un fuerte impulso a la pastoral de los que no han recibido la Confirmación y a la de los que no están bautizados; así mismo, a la de quienes, tras años de lejanía de la práctica de la Iglesia o incluso de la fe, quieren reemprender el camino. En este tiempo de nueva evangelización es imprescindible iniciar nuevos caminos y llamar a la fe con alegría y convicción, conscientes de que no podemos hacer mejor regalo a nadie que acercarle a Jesucristo. Por eso, animo a los sacerdotes a que, ya desde ahora, vayan pensando en ello de cara al curso pastoral que iniciaremos el próximo septiembre. Este campo es uno de esos a los que el Papa Francisco se está refiriendo cuando habla de salir a las «periferias existenciales» de la gente. Precisamente, su gran espíritu misionero es un fuerte aldabonazo para el nuestro.

X aniversario del accidente aéreo militar

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Catedral – 26 mayo 2013

1. “Cantad al Señor

Esta tarde nos hemos reunido para realizar algo difícil de explicar. Si la muerte es siempre un enigma y un acontecimiento doloroso, en la presente ocasión lo es de modo muy particular. Ella os separó de vuestros seres más íntimos en una situación trágica, y sin daros un minuto de tiempo para despediros y darles vuestro último beso de amor.

Nosotros, además de seres queridos y amigos, somos cristianos. Por eso, a la hora de orientarnos en la vida, especialmente cuando ésta se hace más cuesta arriba y más difícil de aceptar, necesitamos ir al Evangelio para que Jesús nos diga una palabra de consuelo y de esperanza, y nos señale la orientación correcta que debemos tomar. Pienso que en este momento Jesús nos quiere decir tres palabras.

La primera se la dijo a los apóstoles cuando estaba a punto de dejarles e iniciar su Pasión. Las palabras son éstas: NO PERDÁIS LA CALMA, que recoge el evangelista san Juan. ¡Qué palabras más justas y qué bueno es escucharlas hoy!. Necesitamos esta serenidad, necesitamos este pequeño rayo de paz.

Los soldados que hoy recordamos se han ido de entre nosotros y han dejado un infinito vacío en vuestro corazón, en el corazón de los que más les habéis querido. Aunque ha pasado mucho tiempo no os acostumbráis a esta separación y a no oír su voz. Los apóstoles también estaban tristes porque su Maestro, Jesús, se despedía de ellos. Y por eso les dice que no pierdan la calma del corazón.

Hoy Jesús quiere estar a vuestro lado y os quiere dar su paz y quiere serenar vuestro corazón. Os quiere ayudar. Quiere consolaros.

2. Hay otra palabra de Jesús que puede ayudarnos en este momento. Es ésta: «EL SEÑOR ANIQUILARA LA MUERTE PARA SIEMPRE».

Ante el hecho de la muerte, la Iglesia proclama la resurrección de los muertos; ante la muerte, proclama la vida. La muerte no es el final del camino sino la puerta de la vida para siempre, una vida nueva, una vida diferente. «El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros», dice el profeta Isaías. Creer en Dios, creer que Dios nos ama, nos da fuerzas y nos consuela. El Señor viene a enjugar nuestras lágrimas. Esta es la palabra salvadora para el que cree.

Esta es la esperanza cristiana. La muerte no destruye la persona, la muerte es el camino de la vida verdadera. Como dice una oración de los difuntos, «la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se trasforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo». Esta es la gran noticia que Jesús nos ha traído a sus discípulos. Él mismo se lo recordó un día a quienes le escuchaban: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en Mí, aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente». Porque «Yo soy la resurrección y la vida».

Los seres que hoy recordamos no han desaparecido por completo y para siempre. Su desaparición es temporal. Su alma vive para siempre. Y su cuerpo, al final de los tiempos, volverá a la vida, cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos y les conceda la gloria de la eterna inmoralidad.

3. La última palabra no puede ser más esperanzadora. Es ésta: «CUANDO VAYA, OS PREPARARÉ UN SITIO».

Jesús quiere que estemos con El. Y hoy todos nosotros, los que creemos lo que Jesús nos ha dicho, elevamos una oración muy confiada y le pedimos que abra a nuestros seres queridos la puerta de la morada eterna que le ha preparado. ¿Verdad que este mensaje puede ayudarnos a reflexionar en lo que hacemos y tenemos que hacer?

Cuando la muerte nos toca desde cerca nos ayuda a pensar y a valorar lo que hacemos. La vida en este mundo tiene un límite y conviene vivirla en profundidad, serenidad y paz. Que el tiempo que nos queda en este mundo no lo empleemos de una manera egoísta, sino que lo pongamos a disposición de nuestros hermanos.

Queridos hermanos: Prosigamos nuestra oración al Padre del cielo, pidiendo por los familiares y amigos que hoy recordamos. Nosotros podemos ayudarles para que vean a Dios cara a cara, si todavía no han llegado a su presencia. Por eso, en medio del dolor, la esperanza se abre paso en nuestro corazón. Es natural que suframos, pero queremos hacerlo con esperanza. Apoyados en la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, sabemos que estos familiares y amigos no nos han dado un ‘adiós’ para siempre, sino un ‘hasta luego, hasta el Cielo». Pidamos al Señor que un día nos encontremos todos allí.

¿Cuándo un Nathanson o un Oriente español?

por administrador,

Cope – 19 mayo 2013

El primero fue Nathanson, el famoso ginecólogo estadoudinense que realizó más de 75.000 abortos, antes de darse cuenta que el feto era «un ser humano» y convertirse en un luchador a favor de la vida incipiente. Lo ha dejado escrito en su famoso libro «La mano de Dios».

Esa mano continúa trabajando. Eso explica que Italia tenga también su propio Nathanson. Se llama Antonio Oriente. Lo mismo que su colega, durante años practicó abortos a diario. Él mismo lo ha explicado recientemente en un Congreso realizado por la Asociación Italiana de Ginecólogos y Obstetras Católicos, de la que él es fundador y actual vicepresidente. «Me llamo Antonio Oriente, soy ginecólogo y, hasta hace pocos años, yo, con estas manos, mataba a los hijos de los demás». La frase es tan cortante como el silencio que reinaba en el auditorio. Pero verdadera y transida de la convicción y lógica de quien ha comprendido y pagado ya las consecuencias. En ella hay dos palabras que son portadoras de dos grandes verdades: la palabra ‘mataba’, que desnuda el engaño del término ‘interrupción voluntaria’ y la palabra ‘hijos’, no embriones, no agrupaciones de células.

Lo mismo que Nathanson, el doctor Oriente pensaba que lo que él hacía a diario era «una forma de ayudar a las personas que tenían un ‘problema’». Lo cuenta él con la misma sencillez con la que dijo «con estas manos mataba a los hijos de los demás». «Venían a mi despacho y me decían; Doctor he tenido una aventura con una mujer, yo no quiero dejar a mi familia, amo a mi esposa. Pero ahora esta mujer está embarazada, ayúdeme. Y yo le ayudaba. Quizás venía una chica y me decía: Doctor, era la primera vez… No es el chico con el que me quiero casar. Mi padre me matará si se entera.

¡Ayúdeme! Y yo la ayudaba. No pensaba que me estaba equivocando».

Una noche, en la que no tenía valor para volver a casa, donde siempre encontraba a su esposa muy triste y desesperada –porque querían y no podían tener hijos– «desesperado –dice él– apoyé la cabeza en mi escritorio y comencé a llorar como un niño». En ese momento entró en acción la mano de Dios. Se sirvió de una pareja que, extrañada de que la luz estuviese encendida a esas horas, entró en el despacho y encontró al doctor en una actitud que necesitaba «compasión». Le dijeron: «Doctor, nosotros no tenemos solución a su problema. Sin embargo, podemos presentarle a una persona que sí lo tiene: Jesucristo».

Pasó el tiempo y una noche en que volvía a casa a pie, al pasar por un edificio se sintió atraído por la música. Entró y encontró un grupo de oración, en el que, casualmente, estaba la pareja que le había hablado de Jesucristo e invitado a un encuentro de oración. En un instante se encontró de rodillas y llorando. Allí vio el contrasentido de su vida: «¿Cómo puedo pedir un hijo a Dios, si yo mismo mato a los hijos de los demás?». Conmocionado, cogió un papel y escribió su testamento espiritual: «Nunca más muerte, hasta la muerte».

Han pasado los años. Ahora tiene dos hijos y su vida ha cambiado profundamente. Tiene menos dinero y es menos famoso. Pero él se considera inmensamente rico en alegría familiar, valores y amor de Dios. ¡Él sabe que es una gota, pero una gota limpia en el océano viscoso del aborto!

En España no tenemos todavía la réplica del doctor Oriente ni del doctor Nathanson. Pero uno confía en que lo tendremos también. Será el día en que alguno de esos médicos, que considera todavía que «ayuda» a quien solicita un aborto como remedio a un engaño o a una vida desarreglada, descubra que sus manos están siendo instrumentos no de ayuda sino de muerte.

Solemnidad de Pentecostés

por administrador,

Catedral – 19 mayo 2013

Estamos celebrando la clausura del Tiempo de Pascua, que comenzamos hace cincuenta días. Si hasta hoy el gran protagonista ha sido Jesucristo, muerto y resucitado, desde hoy entra el Espíritu Santo. Porque en el plan salvador de Dios, estaba previsto que el Padre enviara al Hijo para salvar y redimir a los hombres; que el Hijo se encarnara y realizara este proyecto del Padre; y que, finalmente, el Padre y el Hijo enviaran al Espíritu Santo para que ayudase de modo permanente a la Iglesia como sacramento universal de salvación. Es decir, para realizar la salvación de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Por eso, a los pocos días de la Ascensión, el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico y la Santísima Virgen, como hemos proclamado en la primera lectura. Ese día, los Apóstoles comprendieron definitivamente cuál era la misión que Jesucristo les había encomendado e inmediatamente comenzaron a predicar a la gente de Jerusalén que Jesucristo al que habían crucificado había resucitado, que se convirtieran y recibieran el bautismo y así se incorporaran al nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. Para ello, el Espíritu tuvo que llenarles de ciencia, de sabiduría, de fortaleza y de otros dones. El resultado fue que todos los que aquel día estaban en Jerusalén, a pesar de hablar lenguas distintas, entendieron la predicación y se bautizaron unos tres mil.

Pero el Espíritu Santo no quedó confinado en los límites del día de Pentecostés. Al contrario, siguió acompañando toda la predicación y la vida de los apóstoles. Esta presencia se hizo particularmente fuerte en dos momentos cumbres: en la celebración del Concilio de Jerusalén y en el bautismo de Cornelio, carcelero de Filipos, que supuso la apertura real del cristianismo a los paganos.

Más aún, los apóstoles trasmitieron el Espíritu Santo a los fieles, mediante el Bautismo y la Confirmación. De este modo, todos los bautizados se convirtieron en difusores del evangelio, mediante el testimonio de su vida y su palabra. Y la Iglesia se fue extendiendo a través de toda la cuenca del mar Mediterráneo. Así nacieron las grandes cristiandades de Antioquia, Éfeso, Corinto, Filipos, Tesalónica, Roma, etc.

En esas comunidades el Espíritu fue derramando sus carismas, sus ministerios y sus funciones para que crecieran hacia dentro –con la vivencia de Cristo– y hacia fuera, comunicando a los demás su propia fe. Como nos ha recordado la segunda lectura, la diversidad de gracias no fue un obstáculo sino un enriquecimiento para la edificación de la comunidad. Como todas provenían de un mismo Espíritu, todas contribuían a robustecer la unidad y riqueza del único Cuerpo de Cristo.

La presencia y acción del Espíritu Santo no ha quedado confinada en los límites de la primera Iglesia. Ciertamente, él fue el gran protagonista de la primera evangelización. Pero ha sido también el protagonista de la consolidación de esa evangelización durante el largo período de la cristiandad, y él será el gran protagonista de la nueva evangelización. «Nadie puede decir ‘Jesús’ sino por el Espíritu Santo». Es decir, nadie se puede convertir ni santificar sin la ayuda y el poder del Espíritu Santo.

La Iglesia no es una empresa cuyos resultados dependen de la valía de sus cuadros dirigentes y de la capacitación técnica de sus empleados. La Iglesia es otra cosa. Concretamente, es una comunidad guiada y sostenida por el Espíritu Santo. Por eso, es capaz de comprender cada vez mejor el mensaje de Jesucristo y sacar de él las luces para adaptarse a los nuevos tiempos y situaciones que se le van presentando. Su gran tarea es dejar actuar al Espíritu Santo, ser dócil a sus inspiraciones, dejarse conducir por sus orientaciones.

La gran tarea de la Iglesia en todos los tiempos de renovación y reforma es ésta: volverse al Espíritu Santo. Es decir: convertirse y renovarse en todos y cada uno de sus miembros. De ahí surgirá –como lógica y necesaria consecuencia– una renovación de sus estructuras, de sus métodos, de sus programas. Hoy estamos embarcados en una gran tarea: la nueva evangelización. El Beato Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco nos han recordado con insistencia que esta magna empresa sólo saldrá adelante si contamos de verdad con Jesucristo y con el Espíritu Santo y que si no les damos a ellos el protagonismo, será un rotundo fracaso. Estamos, por tanto, en un tiempo fuerte para la acción del Espíritu Santo.

¿Qué hemos de hacer? Ante todo y sobre todo, volver al primer fervor de nuestra fe; volver a confiar más en la gracia de Dios y a confiar menos en nuestras propias fuerzas; volver a ser almas de oración; recuperar la práctica frecuente del sacramento de la penitencia; impulsar nuestro amor a la Virgen. Esto es indispensable para cualquier tarea eclesial, incluida la nueva evangelización.

Pero esto no basta. Es necesario recuperar la dimensión apostólica de nuestra fe y convertirnos en verdaderos apóstoles en nuestro propio ambiente. Es preciso ser testigos de Jesucristo con nuestra vida y con nuestra palabra. En primer lugar, los obispos, los sacerdotes y religiosos. Pero no sólo ellos. La nueva evangelización será realidad si todos los bautizados –todos y cada uno de vosotros– se hace apóstol.

Hemos de reconocer que tenemos que cambiar de actitud y de ritmo. Hay, en efecto, muchos cristianos que se avergüenzan de serlo cuando están entre amigos, en el trabajo, en los ambientes de diversión. ¿Cómo podemos dar a conocer a otros nuestra fe y animarles a que la acojan, si nosotros nos avergonzamos de esa fe? ¿Cómo trasmitir a otros un amor que nosotros no tenemos?

Pero no pensemos en circunstancias extraordinarias y en ambientes especialmente hostiles. También en esas situaciones hay que hacerlo. Pero el apostolado más urgente y más necesario es el de cada día. Es decir: el que realiza un padre cuando trasmite la fe a sus hijos en casa y les apunta en la catequesis y en la clase de religión; el que realiza un profesor que quiere entrañablemente a sus alumnos y se desvive por darles una formación con la que puedan hacer frente a la vida; el que realiza un médico que se esfuerza en estar al día para prestar los mejores servicios a sus pacientes y se opone a practicar el aborto y colaborar en acciones éticas reprobables; el que realiza un político en su parlamento regional o nacional o en su ayuntamiento; el que realiza un empresario que lleva a su empresa la doctrina social de la Iglesia; el que realiza un obrero, que ve el trabajo no como una lucha de clases sino como un instrumento de mejora personal y social; el que realiza un chico o una chica con su novio, acercándole a la práctica religiosa; y así sucesivamente; en una palabra: el que cada uno de nosotros lleva a cabo en el día a día de su existencia concreta.

Por eso, es lógico que hoy, día de Pentecostés, celebremos el día del Apostolado seglar y que sea el día de los movimientos apostólicos de las diversas ramas de Acción católica, de otros movimientos y otras realidades eclesiales. Pero el Apostolado seglar se refiere a todos los bautizados y de modo muy especial, a los padres, primeros y principales educadores de la fe de sus hijos.

Queridos hermanos: el Espíritu Santo vino cuando los Apóstoles, unidos a la Santísima Virgen estaban en íntima oración y viviendo en íntima fraternidad. Que nuestra Madre nos una a todos nosotros en esta humilde oración: ¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!