Inauguración de curso en la Facultad de Teología

por administrador,

Burgos – 16 septiembre 2013

1. Celebramos hoy la memoria litúrgica de los santos mártires Cornelio, Papa, y Cipriano, obispo. Al mismo tiempo, celebramos también la apertura de un nuevo Curso en esta querida Facultad de Teología. Me parece una feliz coincidencia, porque san Cipriano es un ejemplo insigne para los profesores y alumnos católicos de teología y un modelo para todos en el Año de la Fe, del que nos encontramos viviendo sus últimos compases. Teniendo en cuenta todos estos aspectos, quiero fijarme en san Cipriano como cultivador de la ciencia sagrada, como confesor de la fe y como amante apasionado de la Iglesia.

2. En primer lugar, cultivador de la ciencia sagrada. Como es sabido, san Cipriano vivió durante treinta y cinco años en el paganismo y en una vida entregada al vicio y al lujo. No en vano vivía en una de las más importantes metrópolis de su tiempo y era hijo de una familia adinerada de Cartago. Él mismo ha dejado escrito que «estaban tan arraigados en mi los muchos errores de mi vida pasada, que creía que no podría librarme de ellos, me arrastraban los vicios». Dios, sirviéndose del presbítero Cecilio, le tocó el alma, se hizo catecúmeno, recibió el bautismo, enseguida se hizo presbítero y al poco tiempo fue elegido obispo de Cartago.

Antes de su conversión, Cipriano no sólo cultivó el saber sino que se convirtió en el abogado más famoso de Cartago. Ya cristiano y obispo, compuso numerosos tratados y cartas relacionadas siempre con su ministerio pastoral. Menos inclinado a la especulación que a la vida práctica –quizás por sus orígenes profesionales– escribía siempre para la edificación de la comunidad y el buen comportamiento de los fieles. El tema que más trató, fue, sin duda, el de la Iglesia. Otro tema muy importante fue el de la oración, hasta el punto de haber escrito uno de los comentarios más hermosos de todos los tiempos sobre El Padre Nuestro. Dignas de mención son también las cuestiones sobre el Bautismo y la Penitencia y, desde luego, las cartas pastorales para confirmar a sus presbíteros y fieles cuando fue expulsado de su cátedra episcopal.

San Cipriano es, pues, un gran intelectual, que puso su saber al servicio del Evangelio. Un buen modelo a seguir por los profesores y alumnos de esta Facultad a lo largo del Curso que hoy comienza. Es preciso dedicarse con tesón y ahínco al estudio, a la docencia y –en el caso de los profesores– a las publicaciones. El momento actual exige tener una gran formación filosófica y teológica para ser capaces de explicar las razones de nuestra fe a un mundo marcado por el relativismo, la superficialidad intelectual, el tecnicismo y analfabetismo religioso. No estaríamos a la altura de lo que Dios nos pide, si habláramos –sólo o principalmente– para los que ya están convencidos, pues son muchos más los que no lo están, aunque estén bautizados. Os animo, por tanto, a los profesores y a los alumnos a que estudiéis a fondo los problemas, yendo a la raíz de las cosas, analizando las causas que están detrás de ellos y buscando modos eficaces para trasmitirlos.

3. San Cipriano no sólo cultivó la ciencia sagrada sino que fue un insigne confesor de la fe que estudiaba y predicaba. Durante el breve tiempo de su episcopado tuvo que afrontar dos grandes persecuciones imperiales contra el cristianismo; que fueron, además, especialmente crueles, sobre todo la de Decio. El 30 de agosto del 257 el obispo es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio Paterno. Éste le hizo la pregunta de ritual: «Los sacratísimos emperadores se han servido escribirme con orden de que, a quienes no profesan la religión de los romanos, se les obligue a guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué me respondes?». Cipriano no duda un momento y confiesa abiertamente: «Soy cristiano y obispo; no conozco más dioses que uno solo, el verdadero Dios, que creó los cielos, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. A este Dios adoramos los cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por todos los hombres y también por la ‘salud’ de los emperadores». A este valiente testimonio, el procónsul responde con una orden de destierro. Vuelto a Cartago, después de oír nuevamente la confesión de fe hecha por el imperturbable obispo, el procónsul le condena a muerte el 13 de septiembre. Al día siguiente Cipriano fue decapitado ante una inmensa multitud de fieles, que pudieron admirar el ejemplo del santo mártir.

Como la suya ha de ser nuestra fe: rocosa, sin fisuras, dispuesta a poner a Jesucristo tan en el centro de nuestra vida, que estemos dispuestos a sacrificar por Él la fama, el prestigio personal, los honores, el aprecio de los poderosos de este mundo y la misma vida.

4. Finalmente, san Cipriano es ejemplo de amor apasionado a la Iglesia. No fueron sencillas ni fáciles sus relaciones con ella. Baste pensar en las famosas cuestiones sobre los libeláticos, la deposición de los obispos españoles Basílides y Marcial y, especialmente, la cuestión de los rebautizandos. En un momento en el cual se estaban clarificando las cuestiones, él sostuvo que los que habían recibido el Bautismo de manos de los herejes, lo habían recibido de modo inválido, y, por tanto, tenían que bautizarse de nuevo. Más aún, no se contentó con celebrar varios sínodos en Cartago –en los que se proclamó reiteradamente el principio defendido por él– sino que se enfrentó al Papa Esteban, que defendía la postura contraria, aduciendo que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del ministro, y, por tanto, el Bautismo –como los demás sacramentos– produce su efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo confiere.

No obstante y a pesar de esto, escribió su famosa obra De catholicae Ecclesiae unitate en la que, entre otras cosas, afirma con rotundidad: no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre; hemos de temer más las insidias contra la unidad de la Iglesia, que la misma persecución; la Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para gobernarla; el episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus sucesores; y Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad sacerdotal.

Os propongo que hagáis vuestro este amor apasionado a la Iglesia, siendo plenamente conscientes de la verdad profunda –y de las consecuencias que comporta– que se encierran en estas palabras: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre». Porque la Iglesia, es precisamente, obra y criatura de la Trinidad, como ha recordado el concilio Vaticano II.

El miércoles pasado, glosando la maternidad de la Iglesia, el Papa Francisco ha hecho esta sencilla y profunda reflexión: «A veces oigo decir: ‘Yo creo en Dios pero no en la Iglesia’. La Iglesia no es sólo los sacerdotes sino todos: desde un niño recién bautizado al obispo y al Papa. Todos somos Iglesia y todos somos iguales ante Dios. Todos estamos llamados a colaborar en el nacimiento a la fe de nuevos cristianos, todos estamos llamados a ser educadores de la fe, a anunciar al evangelio». Y nos hacía esta pregunta, que hago mía en este comienzo de curso: ¿Qué hago yo para que haya otros que compartan mi fe cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o estoy encerrado en mí mismo? Participemos todos en la maternidad de la Iglesia, para que la luz de Cristo llegue hasta los confines del mundo».

Pido a la Santísima Virgen que derrame sobre todos vosotros: profesores y alumnos su maternal protección y os ayude a convertir todos los afanes del curso que ahora comienza en medios para servir a la Iglesia y os obtenga de su Hijo un apasionado amor a la que es su Cuerpo y su Esposa.

Perdón, diálogo y reconciliación

por administrador,

Cope – 15 septiembre 2013

«Sal de tus intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu hermano y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha perdido», ha dicho el Papa Francisco durante la vigilia de oración por la paz en la Plaza de San Pedro, el pasado 7 de septiembre.

El Papa hizo suyas las palabras que Pablo VI dijo en el Discurso a las Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965: «¡Nunca más los unos contra los otros!. ¡¡Nunca más la guerra, nunca más la guerra!!». Porque la guerra –siguió diciendo el Papa Francisco– «es siempre una derrota para la humanidad».

Esa derrota se debe a que Dios ha creado a los hombres no para que se enfrenten, se destruyan y se maten, sino para que sepan convivir como hermanos. Si la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, y Dios es Amor, el hombre y la mujer llevan grabado el amor en el ADN de su ser-persona y sus relaciones han de reflejar ese amor. En caso contrario, el hombre y la mujer se de-gradan, en el sentido más riguroso, porque abdican de su dignidad y asumen un modo de ser y comportarse que está en contradicción con ellos mismos.

Sin embargo, ante la triste realidad de todos los días hay que preguntarse: ¿Por qué el hombre y la mujer en lugar de convivir en paz, crean un mundo enrarecido de odios, violencias y guerras? La respuesta es sencilla: porque el hombre piensa exclusivamente en sus propios intereses y se pone en el centro, dejándose fascinar por los ídolos del dominio y del poder. O, si se prefiere, porque el hombre se pone en lugar de Dios. Cuando esto ocurre –como dijo el Papa– «altera todas las relaciones, arruina todo y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento».

No hay término medio: o el hombre reconoce y acepta el plan «pacífico» de Dios –y entonces todo es armonía y paz– o rechaza ese plan y entonces se enfrenta no sólo con Dios, sino consigo mismo y con la creación. Alguien pudiera pensar que si el hombre rompe la armonía con Dios, la desarmonía que se origina queda en el ámbito estrictamente de él y Dios, sin que los demás y la creación queden afectados, de modo que a la hora de organizar la convivencia –en la familia, en el municipio, en la nación– basta admitir unas reglas consensuadas por todos.

Esto es desconocer la realidad. La Biblia da cuenta de un hecho que, independientemente del modo de llamarlo, introdujo un profundo desorden en el corazón del hombre. Tan profundo, que no tardó en levantar la mano violenta contra el hermano, y causarle la muerte. Poco importa que se llamasen Caín y Abel. Lo decisivo es que un hermano había matado a otro hermano y puesto el primer eslabón de una cadena interminable de muertes que llegan hasta nuestros días.

La tentación del hombre posmoderno es prescindir de Dios, tratar de vivir como si Dios no existiera. ¿Cuál es el resultado? El resultado es un mundo hipertecnificado, superdesarrollado en lo material, pero degradado en lo más profundo de su ser y en sus relaciones. Incluso los no creyentes hablan ya de la necesidad de recuperar «los valores», entendiendo por tales, esas grandes virtudes sin las que la convivencia es imposible.

No hay, pues, otro camino para que haya una paz verdadera y duradera que volver a colocar a Dios en el lugar que le corresponde en el corazón de cada uno de nosotros. Todos los demás intentos y esfuerzos llevan la marca de lo «imposible» o, cuando más, de lo «efímero y superficial». La paz será fruto y consecuencia de un cambio profundo de nuestra mente y de nuestro corazón, saliendo de nuestros egoísmos e intereses exclusivistas y dando paso al amor y a la fraternidad.

Fiesta de la Virgen de las Viñas

por administrador,

Aranda de Duero – 15 septiembre 2013

Estamos concluyendo el Año de la Fe. Por eso, me gustaría reflexionar con vosotros sobre la fe de la Virgen, para que tratemos de imitarla en esa virtud capital para la vida de un cristiano.

1. La vida de María fue una vida sencilla; vulgar, podemos decir. No fue miembro del Sanedrín, órgano supremo de gobierno político y religioso de Israel en aquel tiempo. Tampoco fue profesora de las dos grandes escuelas rabínicas de Gamaliel y Shamai. No tuvo ningún cargo público: religioso, cultural o político de Nazaret.

Como hacían las demás mujeres de Nazaret, cada mañana molía el grano necesario para hacer la cocedura diaria de pan. Durante el día, hacía las labores domésticas más elementales: la comida, el lavado y cosido de la ropa, la limpieza y orden de la casa.

Los sábados asistía a la liturgia de la Sinagoga, en la cual se leían algunas partes de los libros sagrados del Antiguo Testamento, se predicaba una homilía y se hacían unas oraciones muy solemnes de alabanza y de petición. Como las demás personas mayores del pueblo, cada año subía a Jerusalén para celebrar la Pascua y otras fiestas judías especialmente importantes.

Una vida, por tanto, muy semejante a la de las demás mujeres judías de su tiempo y de millones y millones de mujeres de los siglos posteriores y de hoy.

2. Pero la vida de María no fue una vida fácil. Quiero decir, que María tuvo que vivir toda su existencia en el claroscuro de la fe, fiándose de lo que Dios le iba diciendo y pidiendo, lo cual fue, con mucha frecuencia, desconcertante y aparentemente imposible.

En la Anunciación Dios envía a su ángel para revelarle la gran elección que había hecho de ella: ser la Madre del Mesías esperado, la Madre del Redentor. Se le pide a ella, que se ha consagrado a Dios por la virginidad perpetua; es decir, para no tener relaciones matrimoniales de por vida. Parece que Dios le pide lo imposible: ser madre y, a la vez, ser virgen.

María se fía completamente de Dios: «Hágase en mí según tu palabra», es decir, que se cumpla en mí lo que Dios quiere. Y, efectivamente, Dios la convierte en su madre sin concurso de varón y hace que dé a luz a su Hijo a la manera que un rayo del sol entra por un cristal sin romperlo ni mancharlo. María se había fiado de Dios, aunque no sabía como lo realizaría, y Dios realizó el milagro.

En el nacimiento vuelven los planes desconcertantes. Cuando falta unos días para su alumbramiento tiene que desplazarse a Belén por unos caminos muy difíciles y largos. Además no encuentra una casa para el parto, y tiene que dar a luz en un lugar destinado a los animales. ¿No había dicho el ángel que el Hijo sería grande, que se llamaría Hijo del Altísimo y que heredaría el trono de David? ¡Ese hijo tan poderoso no puede nacer ni siquiera en una habitación de una casa muy pobre! Pero María se fía de Dios y Dios envía un coro de ángeles que atestiguan que el recién nacido es el Hijo de Dios.

Las que sois madres entendéis muy bien la nueva prueba a la que Dios somete a la fe de María; y entendéis muy bien el inmenso sufrimiento de la Virgen cuando llegaban a Nazaret noticias sobre el rechazo, las calumnias y las persecuciones que hacían los dirigentes políticos y religiosos contra su amado Hijo Jesús. ¡Qué mundo de dolor revela san Lucas cuando dice que en una ocasión vinieron los parientes a llevarse a Jesús –que estaba dedicado plenamente a la predicación y a curar a los enfermos– porque decían que «estaba loco»! ¡Cuántos dimes y diretes en los corrillos y en las cocinas de Nazaret a cuenta de las noticias que llegaban sobre las acusaciones de los dirigentes: que era comedor y bebedor, que era amigo de publicanos y pecadores –gente de mal vivir y peor fama–, que perturbaba al pueblo, incluso que echaba los demonios porque estaba «endemoniado» y que echaba a los demonios porque él era uno de ellos.

María no se derrumbó ni dudó de Jesús. En contra del parecer de todos y de las acusaciones de los dirigentes religiosos y políticos siguió creyendo que era Dios y el Mesías enviado por Dios.

Pero donde la fe de María alcanzó cotas más altas que un Himalaya fue en el Calvario. Mientras Jesús agonizaba en la Cruz, ella oía las burlas y desafíos de los que le habían crucificado: «Tú, el que reconstruía el Templo en tres días, baja ahora de la Cruz y creeremos en ti». «Sálvate a ti mismo y a nosotros», repetía uno de los ladrones crucificados a su lado. Pero Jesús no baja. Más aún, se siente abandonado de Dios: «Dios mío, Dios mío ¿por qué has abandonado?».

¡Qué difícil, qué inmensamente difícil era para María seguir creyendo lo que había dicho el ángel: «Será grande, se llamará hijo del Altísimo, reinará en la casa de Jacob y su reino no tendrá fin». Tan difícil, que necesitó una gracia especial de Dios para no venirse abajo, para no derrumbarse. María siguió creyendo a Dios y fiándose de Dios.

No se equivocó. En la mañana de Resurrección lo entendió todo. Efectivamente, su hijo era tan grande, que había vencido a la misma muerte y había conquistado un reino que «no tendrá fin». Porque a él pertenecerán todos los hombres y mujeres del mundo, sin distinción de razas, geografías y colores, a los que había salvado del pecado y de la muerte eterna con la entrega amorosa de su vida.

3. Queridos hermanos. Nuestra vida es como la de la Virgen en sencillez: trabajo en el hogar, en una fábrica, en un taller, en el campo, en una tienda, detrás de un mostrador, en una bodega. Ahí pasan y pasarán la mayor parte de los días que hemos vivido y de los que viviremos.

Pero el que sea sencilla ya hemos visto que no es sinónimo de fácil. Seguramente tampoco nos faltan realidades que someten a prueba nuestra fe: una desgracia, una muerte prematura, una ruina económica, un fracaso matrimonial, unos hijos no practicantes y, con frecuencia, desagradecidos, la pérdida del empleo o el temor a perderlo, la convivencia con quienes piensan y actúan de modo muy diferente a nosotros y, encima, tienen mal carácter, las fricciones laborales y sociales, los malos ejemplos de quienes deberían ser modelos.

Todo esto, unido a la desbandada de tantos cristianos y a la persecución solapada o descarada al cristianismo, hacen difícil seguir creyendo, seguir teniendo fe, seguir siendo cristianos. Aprendamos del ejemplo de la Virgen. Sepamos tener confianza en Dios, sepamos esperar en su poder y en su amor, pase lo que pase. ¡Vendrá un día de resurrección, en el que comprobemos que fiarse de Dios ha valido la pena! Acudamos a la Virgen para que interceda por nosotros ante su Hijo Jesucristo, para que seamos fieles hasta la muerte.

Fiesta de la Exaltación de la Sta. Cruz

por administrador,

Catedral – 14 septiembre 2013

«Nosotros hemos de gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo». Estas palabras –con las que comienza la liturgia de este día en que celebramos la Exaltación de la Santa Cruz– son no sólo una invitación sino un mandato. Porque no se nos dice: «podéis gloriaros en la Cruz», sino «gloriaos», que es un imperativo. La traducción más aproximada sería: «tenéis que gloriaros en la Cruz de Jesucristo».

Quien nos lo dice es san Pablo. Precisamente él había sido un encarnizado enemigo del Crucificado y de quienes le seguían como discípulos. Él, ferviente fariseo judío, veía no sólo inconcebible sino blasfemo decir que el Crucificado era el Mesías enviado por Dios y esperado durante siglos y siglos. Él soñaba con un Mesías glorioso, triunfador y dominador. ¿Cómo podía seguir al que había sido condenado a muerte, más aún, a la muerte más ignominiosa, pues la cruz estaba destinada a los esclavos y a los más perversos criminales?

Además, san Pablo manda gloriarnos en la Cruz de Jesucristo en una carta que escribió a la comunidad de Galacia, de mentalidad judía pero de cultura helénica. Precisamente, por ser de cultura griega, los gálatas consideraban que la Cruz era una locura, porque para esa cultura, la salvación del hombre y de la humanidad venía de la sabiduría, de la ciencia.

¿Por qué Pablo cambió tan radicalmente, hasta el punto de llegar a escribir que él no quería predicar más que a Cristo crucificado, que era escándalo para los judíos y necedad y locura para los griegos? ¿Por qué Pablo deja de combatir contra el Crucificado y se convierte en su mayor apóstol?

¿Por qué cambió el esquema del poder y gloria por el de la humillación?

Él mismo nos lo dice. Tras el encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco, comprendió que nosotros hemos de gloriarnos en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, porque «en ella está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y liberado».

Esta es la clave para entender, aceptar, vivir y comunicar a los demás la Cruz de Jesucristo. Ella es el árbol de la vida, el árbol del que pende no un malhechor sino Dios hecho hombre por nuestro amor. La Cruz es el árbol Nuevo que se ha levantado frente al árbol viejo del Paraíso, y en él Cristo le ha vencido: no enfrentándose a Dios y queriendo ser más que Dios, sino aceptando la voluntad de Dios y haciéndose humilde hasta el extremo. Frente a la desobediencia soberbia, la obediencia humilde.

Lo canta maravillosamente el prefacio que diremos enseguida: «Te damos gracias Señor, Padre Todopoderoso… porque has puesto la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido, por Cristo Señor Nuestro».

San Andrés de Creta lo dice con gran belleza y lirismo en el Oficio de lectura de hoy: «Sin la Cruz, Cristo no hubiese sido crucificado. Sin la Cruz, aquel que es nuestra vida no hubiese sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado en el leño, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en el que constaba nuestra deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, y el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no habría sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos».

2. Dios es siempre imprevisible y desconcertante en sus planes. Pero en ninguno lo es tanto como en el medio elegido para demostrarnos el amor infinito que nos tiene. El Padre determinó en su designio de salvación –concebido en la eternidad y revelado en el tiempo– que el plan destruido por el hombre en el paraíso, sería restaurado por su Hijo, mediante su sacrificio en la Cruz. Eso llevaba consigo que el Hijo se hiciese hombre, se despojase de su gloria divina y pasase como un hombre cualquiera. Más aún, que fuera tomado por un malhechor y, siendo completamente inocente, cargase con las culpas de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. El Hijo obedeció totalmente al Padre y se hizo hombre, humillándose hasta la muerte y morir por amor en una Cruz.

Sin embargo, el plan de Dios no sólo tenía la secuencia de la muerte y de la cruz. Incluía también la secuencia de la resurrección y de la glorificación. Más aún, estaba pensado de tal modo que la humillación hasta el extremo concluiría en la exaltación también hasta el extremo. ¡Qué bien lo decía la segunda lectura!: Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de Cruz. Por eso, Dios lo exaltó y levantó sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre». La locura de amor del Padre y del Hijo, como decía el Evangelio, llevó a Cristo a clavarse en la Cruz, para desde ella reinar sobre todos los hombres, más aún sobre toda la creación.

Se comprende bien que hoy, hermanos, celebremos no el fracaso sino el triunfo de la Cruz, no la humillación sino la exaltación. La Cruz se ha trocado de patíbulo en trono de gloria. Desde ella Jesucristo ha establecido un reino que ya no tendrá fin. Sí, regnavit a ligno Deus, Dios ha reinado desde la Cruz.

3. Queridos hermanos: la Cruz sigue siendo hoy lo mismo que en tiempo de san Pablo. Muchos hombres y mujeres la miran con desprecio y hasta con odio. Ellos tienen otros dioses: el dinero, el poder, el placer, la fama, el sobresalir sobre los demás, el culto y la exhibición del propio cuerpo. Los nuevos dioses son los futbolistas, los cantantes, las actrices, los directores de las multinacionales, las pasarelas de la moda.

Muchas cristianas y muchos cristianos también se han dejado deslumbrar por estos nuevos dioses y van detrás de ellos. Basta observar cómo visten, qué comen, qué lugares y espectáculos frecuentan, qué modelos de vida siguen.

Ante esta situación, el Papa Francisco se encaraba paternalmente con los jóvenes en Rio de Janeiro y les preguntaba si estaban dispuestos a ir contracorriente y seguir a Jesucristo, o dejarse arrastrar por las corrientes de la moda: en el pensamiento, en los proyectos de vida, en el modo de vivir la vida de cada día. Y les decía: ¿Queréis ser como Pilatos o como la Verónica y el Cireneo, como los que gritaban «crucifícale» o con el centurión que confesaba «Este hombre es hijo de Dios»?

4. Miremos la imagen del Santo Cristo de Burgos y escuchemos de su boca rota la misma pregunta: ¿quieres ver en Mí tu salvación? ¿quieres seguirme, yendo a contracorriente de lo que hoy se piensa y se hace a tu alrededor? ¿O quieres ir donde todos van, hacer lo que todos hacen, volverme la espalda y seguir tus egoísmos y tus placeres?

Estoy seguro de que todos nosotros vamos a responderle: Santo Cristo de Burgos: Tú eres nuestra salvación, tú eres nuestro Señor y nuestro Dios. NO te dejaremos, no. Más aún, te prometemos cambiar nuestros criterios egoístas y de placer por otros de humildad y entrega generosa. Te prometemos hacer de nuestro trabajo, de nuestra familia, de nuestros compromisos sociales un reflejo de tu Cruz salvadora. Queremos que ellos se rijan por el deseo ferviente de cumplir tu voluntad, no la nuestra ni la del mundo.

¡Virgen de los Dolores! –cuya fiesta celebraremos mañana–: enséñanos a estar al pie de la Cruz de tu Hijo para ser salvados y recoger las fuentes de salvación, para que así podamos nosotros salvar a nuestro mundo.

Rito de bendición de la abadesa de la Congregación Cisterciense

por administrador,

Monasterio de las Huelgas – 14 septiembre 2013

Nos hemos reunido en este marco incomparable del Monasterio de Las Huelgas para dar cumplimiento a la decisión tomada en el VII Capítulo General de la Congregación cisterciense de San Bernardo: la bendición de la Madre Angelines a quien habéis elegido como Abadesa de dicha Congregación. Es lógico que estéis felices, porque elegir Abadesa es elegir la madre de vuestra gran familia. Yo me uno gustoso a vuestra alegría.

El día y el marco elegido es muy adecuado: hoy celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y, dentro de ella, lo que es su actualización: la Eucaristía, memorial glorioso de la muerte y resurrección de Cristo. Felicidades, por tanto, hermanas, y gracias a Dios por la elección de Madre Angelines.

Las lecturas que acabamos de proclamar explicitan maravillosamente el sentido de esta celebración. El evangelio de Lucas no ha podido ser más oportuno: El mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor y el que gobierna como el que sirve… Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve». La Abadesa es bendecida no para alcanzar relevancia social o un puesto destacado, en este caso dentro de la Congregación Cisterciense, sino para reafirmar un mayor compromiso de servicio hacia todas las hermanas.

Querida Madre Angelines, queridas abadesas: el Papa Francisco, dirigiéndose a las Superioras Generales reunidas en Roma, les decía al respecto en mayo pasado: «Un elemento que quisiera poner de relieve en el ejercicio de la autoridad es el servicio: no olvidemos nunca que el verdadero poder, en cualquier nivel, es el servicio, que tiene su vértice luminoso en la cruz». Vértice luminoso, dice. Exaltación de la Santa Cruz, diríamos en este día. No hay mayor plenitud de vida que una vida de entrega en el servicio: ser grano de trigo echado en el surco para que de la muerte nazca la vida y vida abundante. Y todo eso comporta cruz, pero no una cruz que aplasta sino que culmina en la glorificación.

Benedicto XVI, con gran sabiduría, ha recordado en más de una ocasión a la Iglesia que si para el hombre, a menudo, la autoridad es expresión de posesión, de dominio, de éxito, para Dios la autoridad es siempre sinónimo de servicio, de humildad, de amor; es decir: entrar en la lógica de Jesús que se abaja a lavar los pies a los apóstoles y que dice a sus discípulos: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan… No será así entre vosotros…» Y el Papa Francisco añadía: «Pensemos en el daño que causan al pueblo de Dios los hombres y las mujeres de iglesia con afán de hacer carrera, trepadores, que usan al pueblo, a la Iglesia, a los hermanos y hermanas –aquellos a quienes deberían servir– como trampolín para los propios intereses y ambiciones personales. Estos hacen un daño grande a la Iglesia».

La segunda lectura explicita el modo de servir no sólo de los que ejercen la autoridad sino de todos los que formamos la gran familia de los hijos de Dios: «Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada».

Esta letanía de actitudes debiéramos recitarla todos los días hasta aprenderla de memoria para actualizarla como si fuera la cosa más normal de la vida. Subrayo únicamente la primera actitud de las enumeradas por el apóstol: la misericordia entrañable. Es la que más repite con palabras y con gestos el Papa Francisco. Ser en medio del mundo sacramento de la misericordia, de la ternura de Dios. «La consagrada, dice el Papa, es madre, debe ser madre y no solterona… No se puede comprender a María sin su maternidad, no se puede comprender la Iglesia sin su maternidad, y vosotras sois iconos de María y de la Iglesia». ¿Y qué es una madre? Misericordia infinita, brazos siempre abiertos, espera que nunca acaba.

El libro de los Proverbios nos ha dicho: «Es el Señor quien da sensatez, de su boca proceden saber e inteligencia. El atesora acierto para los hombres rectos, custodia la senda del deber, la rectitud y los buenos senderos». Sensatez, saber, inteligencia, acierto… Son dones que en esta mañana queremos pedir todos juntos para la Madre, seguros de que cuanto pidamos unidos al Padre, Él nos lo concederá.

Vamos a proceder a la bendición de la nueva Madre Abadesa de la Congregación Cisterciense. Del Rito de bendición quisiera subrayar dos particulares:

a) En primer lugar, la primera pregunta que voy a formularla: ¿Quieres guardar la regla de San Benito e instruir a tus hermanas para que hagan lo mismo…? Es el proceso que siguió Jesús: Jesús, en primer lugar, hacía y después enseñaba. Cuando pedimos a los demás lo que ven actualizado en nuestra propia vida, la palabra tiene fuerza de convicción. Madre Angelines: trate de convencer más con la vida que con las palabras.

b) En segundo lugar, unas palabras de la oración de bendición: «Cólmala, Señor, de los dones de tu Espíritu para que despierte en sí misma y promueva en las demás la gloria de Dios y el servicio a la Iglesia». El mejor modo de promover la gloria de Dios, personal y comunitariamente, es haciendo realidad lo que dice el cántico del Deuteronomio: «Escuchad, cielos, y hablaré; oye, tierra, los dichos de mi boca; descienda como lluvia mi doctrina, destile como rocío mi palabra». Cada vez que acogemos el querer de Dios estamos dando lugar a que la gloria de Dios resplandezca en el mundo. La gloria de Dios y el servicio a la Iglesia, que no es otra cosa que ser miembros vivos de la misma, no simples observadores.

Nos lo dice también el Papa Francisco: «Vuestra vocación es un carisma fundamental para el camino de la Iglesia y no es posible que una consagrada y un consagrado no sientan con la Iglesia. Un sentir con la Iglesia, que nos ha generado en el bautismo; un sentir con la Iglesia que encuentra su expresión filial en la fidelidad al magisterio, en la comunión con los pastores y con el sucesor de Pedro…». Ya Pablo VI lo expresaba con rotundidez: «Es una dicotomía absurda pensar en vivir con Jesús sin la Iglesia, en seguir a Jesús sin la Iglesia, en amar a Jesús al margen de la Iglesia, en amar a Jesús sin amar a la Iglesia».

Queridos hermanos y hermanas: sigamos participando con fervor en esta eucaristía y pidamos al Señor que bendiga con su gracia y sus dones a la Madre Angelines, para que ella sea una santa abadesa y sus hermanas la amen y obedezcan en las entrañas de Cristo.