
Marcos y Javier, ante su parroquia, San Julián Obispo.
No son los únicos. Sus apellidos se suman a los Gumiel Velasco, García Cadiñanos o Rodríguez Redondo. Todos ellos tienen en común que son hermanos de sangre y comparten ministerio sacerdotal en la diócesis burgalesa.
No saben explicar bien el porqué, pero Marcos y Javier Pérez Illera también han compartido su misma suerte. El primero que entró en el Seminario fue el hermano pequeño, Javier. Desde siempre quiso ser cura, quizás influido por la piedad de sus padres y el ejemplo de su vecino, José Luis, entonces seminarista de su parroquia, San Julián, y hoy monje cisterciense. Tras esperar dos cursos a que su madre accediera a su petición, con trece años comenzó por fin sus estudios en el Seminario de San José. Asegura que nunca ha despuntado en los estudios y que recuerda sus años de formación con agrado, siguiendo un proceso en el que no ha tenido grandes dudas acerca de su vocación, salvo cuando la decisión de ordenarse se iba haciendo más cercana.
Lo que se ha marcado en su mente fue el día en que su hermano Marcos, seis años mayor que él, decidiera entrar en el Seminario y seguir su mismo camino. «Él había estudiado Magisterio y me pidió que mirara en la Facultad de Teología qué materias le podrían convalidar. Fue entonces cuando me dijo que también entraría en el Seminario», revela. «Me sorprendió su elección, aunque siempre lo vi muy vinculado a la parroquia, donde algunos incluso le llamaban ya “el pater”».
La sorpresa también pudo estar motivada por el silencio con que Marcos llevó su proceso de discernimiento vocacional. «Mi hermano no fue el motivo por el que yo entré en el Seminario», indica. «Me lo planteé ya cuando tenía 17 o 18 años, pero pensaba que el sacerdocio no encajaba en mi vida, no me veía en eso. Así que hice Magisterio y fui descartando cosas hasta que por fin, tras acabar la mili a los 24 años me rendí y me dije “definitivamente, tengo que probar”».
Su decisión se gestó «en secreto» y acompañada por el entonces párroco de San Julián, don Cipriano, con el que se muestra agradecido. Además, contaba con amigos seminaristas que le allanaron el camino, el respaldo de su familia –«que siempre nos ha dejado actuar con total libertad»–, así como el ejemplo de su propio hermano. «Era un poco raro que entráramos tan mayores en el Seminario, pero la acogida fue extraordinaria… y hasta hoy. Estoy muy feliz de ser sacerdote».
Caminando juntos
Las vidas de estos dos hermanos fueron marcadas de forma especial por Dios. A pesar de sus recorridos diversos y las distintas motivaciones que les llevaron a tomar la decisión de ser sacerdotes, su destino es ahora el mismo. Cuando Marcos entró en el Seminario, apenas se llevaban un curso de distancia. Javier le pasaba libros y apuntes y los dos compartieron compañeros y grandes amigos, hoy muchos de ellos también sacerdotes. Ambos acabaron ordenándose el 16 de diciembre de 2000 y celebraron su primera eucaristía juntos en su parroquia.
Aquellos años de Seminario han quedado atrás y «ahora apenas nos vemos». Las obligaciones pastorales de Javier en Salas de los Infantes y las de Marcos en la parroquia de la Real y Antigua dificultan que se vean tan a menudo como les gustaría. Sea como fuere, sus lazos de sangre se entrelazan hoy aún más en el mismo ministerio sagrado. Sus padres se sienten orgullosos y contentos, y con razón, por ver a dos de sus cuatro hijos compartiendo sacerdocio.