
Querido hermano:
En el marco del Jueves Santo, un día tan especial para todos nosotros, los sacerdotes, –¡es nuestro día!–, quiero que te llegue mi saludo cordial y cercano, junto con mi abrazo fraterno Hago también extensivos esta carta y saludos a nuestros queridos diáconos.
Este año no te podré saludar al concluir la Misa Crismal que, como sabes, celebraremos en otra fecha, cuando sea posible. Pero quiero hacerme presente a través de esta carta que deseo sea como una sencilla conversación contigo. No se trata, por tanto, de palabras hechas y anónimas, sino que quiero expresarte aquello que aflora en mi corazón y que deseo compartir contigo. Estas palabras son el fruto de la oración reposada y de la reflexión de algunos documentos que durante estos días he podido leer o releer, al tiempo que pensaba en cada uno, sintiéndome muy unido y formando así juntos la gran familia del Presbiterio Diocesano.
Sabes que he ido hablando telefónicamente con cada uno de vosotros y he visitado antes del obligado confinamiento a quienes vivís en la Casa Sacerdotal. Me alegro de que, en general, os encontréis bien; aunque en este tiempo difícil que tenemos que afrontar todos como sociedad, y también nosotros como Iglesia, estemos sumidos en la sorpresa y en el asombro. No son malas estas actitudes, sino que pueden ser buenas bases que colaboren para ir haciendo tiempos nuevos y mejores.
Casi todos me comentáis la sensación de «despojo» que de un modo u otro experimentáis. En cierta manera nos estamos identificando mucho más con Jesús al que, en este tiempo de Semana Santa, contemplamos «despojado de sus vestiduras»: esta experiencia nos sitúa así ante el reto de la desnudez, de la fragilidad y de la pequeñez. Nuestra identidad sacerdotal en esta situación, con las iglesias vacías, sin culto, sin reuniones, sin catequesis… se puede ver, sin duda, purificada para crecer así en una mayor profundidad, que nos permita ir a lo esencial y fundamental de nuestro sacerdocio, de nuestra tarea, de nuestra misión, de nuestro ser sacerdotal.
Esta Semana Santa, lo sabes bien, va a ser muy especial para todos y para ti. No la tendrás que vivir con el ajetreo al que habitualmente te veías abocado estos días, preocupado y ocupado en tantos quehaceres, propios de la animación parroquial, que a veces podían dificultar la honda vivencia de estos días Santos. Te invito, pues, ya que el Señor nos ofrece esta ocasión, a que te sumerjas en ese silencio que envuelve las calles y el latir entero de nuestra sociedad, para transformarlo en auténticamente sonoro. Te animo a que descubras la voz de Dios que nos llama a estar con Él y con su pueblo. En el misterio del Jueves Santo, empapados de la celebración de la entrega del Señor como alimento de Vida, unámonos a El y aprendamos a ser también nosotros pan partido y sangre derramada para seguir dando vida.
Quiero compartir hoy contigo cuatro ideas que encabezo con versículos de la Palabra de Dios:
1.- «He visto el dolor de mi pueblo» (Ex 3, 7).
A través de los mensajes dominicales de estos días, he querido hacerme muy presente y cercano ante el dolor de nuestro pueblo provocado por la pandemia del coronavirus. Estamos viviendo un tiempo muy complejo: un virus pequeño, inapreciable a simple vista, ha sido capaz de paralizarnos, de romper nuestras seguridades, de desbaratar aquello a lo que estábamos aferrados… Esta situación, estoy seguro, conlleva mucho dolor, que se acumula en tantos hogares de vuestras parroquias, con muchas manifestaciones que bien conoces: soledad, enfermedad, problemas de convivencia, separaciones traumáticas, muertes y duelos no curados, dificultades económicas, oscuridad ante el futuro, problemas laborales, ancianidad… Ciertamente nos encontramos ante un tiempo de sufrimiento donde, una vez más, se levanta la Cruz Salvadora de Cristo. Un dolor ante el que el presbítero no puede ser indiferente, porque, como buen pastor, sabe llorar con su pueblo. Creo que es bueno que pidamos, como dice el Papa Francisco, «el don de las lágrimas»: no se trata de algo sensiblero, sino que expresa el profundo vínculo que nos une con ese querido pueblo de Dios al que has sido enviado y del que formas parte.
Así nos lo recordaba hace pocas fechas el Papa Francisco: «Hoy, frente a un mundo que sufre tanto, frente a tanta gente que sufre las consecuencias de esta pandemia, yo me pregunto: ¿soy capaz de llorar, como seguramente lo hubiera hecho Jesús, y como Jesús hace ahora? Mi corazón, ¿se parece al de Jesús? Y si este corazón mío es demasiado duro, e incluso soy capaz de hablar, de hacer el bien, de ayudar, pero el corazón no participa en ello, y no soy capaz de llorar, hay que pedir esta gracia al Señor: Señor, que yo llore contigo, que llore con tu pueblo que sufre en este momento. Son muchos los que están llorando hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, que no se avergonzó de llorar, pidamos la gracia de llorar» (Homilía 29 de marzo, 2020).
El dolor del pueblo es el que hoy nos conmueve, aunque tengamos la certeza de eso que tantas veces hemos experimentado y que hoy esperamos: «el Señor triunfa en medio de la debilidad» (2Cor 12, 9). Conmoverse…, ¡qué difícil realizarlo hoy, con la cercanía y la presencia, en esta situación de confinamiento! Y, sin embargo, nuestra «alma de pastor» se conmueve y nos mueve a que profundicemos y redescubramos algo que resulta genuino a nuestro ministerio: la oración y la intercesión por el pueblo que tenemos encomendado. Este es nuestro ministerio más precioso hoy, el que redescubrimos con nueva fuerza, el que nos pide ahora especialmente nuestro pueblo.
Porque en la oración el sacerdote nunca se encuentra solo: en ella está presente todo el pueblo a él confiado. Así nos lo recuerda el Papa Francisco: «la oración del pastor se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Lleva las marcas de las heridas y alegrías de su gente, a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor cure nuestra fragilidad, la personal y la de nuestros pueblos. Pero no perdamos de vista que precisamente en la oración del Pueblo de Dios es donde se encarna y encuentra lugar el corazón del pastor. Esto nos libra a todos de buscar o querer respuestas fáciles, rápidas y prefabricadas, permitiéndole al Señor que sea Él (y no nuestras recetas y prioridades) quien muestre un camino de esperanza. No perdamos de vista que, en los momentos más difíciles de la comunidad primitiva, tal como leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, la oración se constituyó en la verdadera protagonista» (Carta a los sacerdotes en el 160 aniversario de la muerte del Cura de Ars).
Desde estas palabras, pues, te invito en estos días a profundizar y redescubrir el gran regalo y la enorme contribución que hacemos con la oración. Una oración que, además de profundizar en la relación con Jesús, nos permite saciar nuestra sed y encontrar sentido a nuestro quehacer, nos ayuda a crecer en nuestra relación y vinculación con nuestro pueblo y nos ayuda a construir y configurar una Iglesia que se convierte en auténtico «Hospital de Campaña». La oración del pastor, ejercida de este modo, se convierte en fuente de una espiritualidad sacerdotal que es capaz de generar y dar mucha vida desde la misericordia.
2.- “Doy gracias sin cesar por cada uno de vosotros” (Ef 1,16).
En muchas ocasiones he manifestado la enorme satisfacción con la que descubro y vivo este presbiterio diocesano de Burgos del que tú formas parte. Sin duda es un auténtico tesoro y un gran regalo que el Señor me ha hecho para llevar adelante mi misión. ¿Qué sería de mi ministerio sin vosotros, los sacerdotes, sin tu entrega silenciosa, constante, fiel, solícita? Gracias, por ello, de corazón y en nombre de toda la Iglesia.
A lo largo de estos días he podido percibir las muchas iniciativas que habéis sido capaces de generar en nuestra Diócesis gracias, sin duda, a la caridad pastoral que anida en vuestro corazón y que siempre es capaz de renovar, recrear e inventar. Conozco y agradezco vuestra disponibilidad, vuestras fatigas, vuestro cansancio, vuestras dificultades…
Gracias por generar en pocos días una pastoral que bien podríamos llamar «telemática» y que busca, como toda pastoral, no el esnobismo o la novedad, sino acompañar y hacer crecer a nuestro pueblo en su sentimiento de ser discípulos misioneros del Maestro: así, me habéis hecho llegar abundantes iniciativas que os quiero agradecer sinceramente y de las que me siento orgulloso como Pastor de esta diócesis (Eucaristías retransmitidas en directo por streaming, catequesis virtuales, encuentros telemáticos, listas de whatsapp con mensajes y retos, videos con reflexiones…).
Gracias por vuestra generosidad en tantas iniciativas de solidaridad: especialmente por haber querido compartir vuestro salario con las personas más vulnerables y frágiles que tienen que atravesar esta crisis sanitaria con enorme preocupación. De esta manera nos convertimos también, como presbiterio, en un signo de esperanza para nuestro pueblo y nuestra sociedad. Nos hacen falta gestos comunitarios como este, que hacen creíble el Evangelio que anunciamos.
Gracias por acoger, acompañar, cuidar y escuchar a tanta gente a la que estáis llamando telefónicamente y por la que os estáis interesando desinteresadamente. La escucha se convierte en estos tiempos en una acción muy importante, que quizás tengamos que redescubrir en nuestra tarea de acompañamiento, tan fundamental en nuestro ministerio. Ojalá todos puedan encontrar en cada sacerdote un corazón siempre abierto para la confidencia y la acogida, que se convierte así en puerta para la evangelización.
Gracias por tantos gestos pequeños que habéis tenido como presbiterio fortaleciendo la comunión y la amistad entre vosotros, o los que habéis realizado con los hermanos solos, o especialmente con nuestros hermanos presbíteros más ancianos, cuidando de ellos y preocupándoos de su situación. Todo ello revela la importancia de la fraternidad y de la comunión que surge del sacramento del Orden que, en este Jueves Santo, en la intimidad con Jesús Sacerdote, volveremos a renovar.
Gracias por la celebración diaria de la Eucaristía que, aunque sea físicamente sin pueblo, no lo es nunca sin la Comunidad. Es posible que, en su celebración pausada, estéis descubriendo vivencias nuevas en las que hasta ahora no habíais profundizado. Dios siempre nos sorprende con su eterna novedad y no nos deja de la mano. Además, actualizando la entrega de Jesús en su misterio de Muerte y Resurrección, podéis renovar cada día la fidelidad y alegría con la que habéis entregado vuestra vida.
En este tiempo estamos viviendo una novedad para nosotros: el ayuno de la Eucaristía que sufre nuestro pueblo al suspender el culto público. Os invito a descubrir y encauzar este hecho como una oportunidad; quizás puede llevarnos a profundizar en la oración de búsqueda y deseo de Dios, tan presente en los Salmos; o también a redescubrir el alimento de la Palabra de Dios que sí pueden acoger y recibir. En ese sentido, os doy también las gracias por tantas iniciativas para difundir la Palabra de Dios como guía y horizonte de sentido en esta encrucijada.
Gracias, también y muy especialmente, a los sacerdotes mayores de nuestro presbiterio: quizás vosotros, que os encontráis en esa etapa final donde el quehacer deja más espacio al ser, que habéis pasado por dificultades y momentos que fraguan la auténtica sabiduría, nos podéis ayudar en esta situación a descubrir la grandeza de nuestro ministerio desde el silencio, la oración y la intercesión. Gracias por estar ahí, por vuestro ejemplo callado, por vuestro compromiso, por vuestra entrega y oración. En vuestra vida percibo muchas veces esa “santidad de la puerta de al lado” de la que el Papa Francisco nos habla en tantas ocasiones.
La gratitud es la actitud que surge al percibir nuestra fragilidad, tan demostrada en estos días, y la necesidad que tenemos de los demás y, especialmente, de Dios. La gratitud nos permite caer en la cuenta y abrirnos mejor a la acción de Dios que no deja nunca de acompañar el caminar de su pueblo. Por eso, en medio de las dificultades del momento y del conocimiento de nuestra fragilidad y de nuestro despojo, te invito a hacer memoria del paso de Dios por tu vida y por nuestra historia, que siempre es «historia de salvación». Hacer memoria de nuestra propia vocación nos puede ayudar a permanecer firmes en la fe y en la misión. Es bueno, por tanto, que estos días puedas repasar tu propia vida para elevar así también tu particular canto de acción de gracias porque, en medio del discurrir de la vida, has descubierto y sentido «que es eterna su misericordia» (Sal 135).
3.- «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40, 1).
Muchas de las iniciativas de las que antes os he hablado buscan hacer realidad este versículo bíblico. En cierta manera, el termómetro en el que podemos medir nuestro corazón de pastores es la capacidad que tenemos de hacer realidad este mandato del Señor. Ante el dolor de nuestro pueblo, como buenos samaritanos, no podemos pasar de largo ocupados en nuestros quehaceres, sino que hemos de ser capaces de «complicarnos la vida» para hacernos prójimos, próximos, de los que sufren y llevar esa palabra de aliento que necesita el pobre y abatido.
Pero para consolar, hemos de sentirnos también nosotros consolados, es decir, hemos de tener la certeza de que Dios camina con nosotros. Es precisamente lo que hemos celebrado este Domingo de Ramos: Dios acompaña el silencio y el sufrimiento de este pueblo. Por eso, quisiera hacerte llegar también mi palabra de ánimo, estés en la situación en la que estés, especialmente si estás atravesando un momento de oscuridad o debilidad. El Señor sigue contando contigo, la Iglesia te necesita, la Cruz concluye en la Resurrección… Desde este convencimiento, que anima nuestra esperanza, seremos capaces de ser consoladores de nuestro pueblo. En este sentido, en la trayectoria del VIII Centenario de nuestra Catedral, el próximo mes de julio iniciaremos el recorrido de un Año Jubilar. Tendremos ahí ocasiones muy propicias para ser mediadores del consuelo de Dios para cuantos se acojan a Él.
A través nuestro, es el propio Jesús el que se hace Samaritano de su pueblo. Te invito a rezar y dar gracias con el Prefacio común VIII, que tantas veces habrás rezado en la Eucaristía: “En verdad es justo darte gracias, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, en todos los momentos y circunstancias de la vida, en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo, por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor. Porque él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por este don de tu gracia, incluso cuando nos vemos sumergidos en la noche del dolor, vislumbramos la luz pascual en tu Hijo, muerto y resucitado…”.
4.- «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto…» (Is 43,19).
No es momento de desarrollar más ampliamente este último punto que es, quizás, el más importante y en el que tendremos que profundizar todos juntos, especialmente en este momento de Asamblea Diocesana en el que nos encontramos. Tampoco sé muy bien qué es eso nuevo que está brotando, pero sin duda el Espíritu está soplando muy fuerte estos días y está generando mucha vida a nuestro alrededor de la que tú eres también testigo. Estoy convencido de que los tiempos que viviremos tras esta pandemia, esta crisis sanitaria, económica y mundial en la que nos encontramos, ni podrán ni deberán ser como antes. Y lo hago desde el convencimiento de que todo sucede en la presencia de Dios-Amor, aunque no todo lo que sucede sea causado y querido por Él. Sin duda que Él nos está interrogando y nos está hablando a través de todo lo que está aconteciendo y sucediendo. Y hemos de saberle escuchar.
Estas circunstancias nos están ayudando a profundizar y a descubrir muchas cosas que habíamos relegado. Cada uno irá descubriendo sus particulares lecciones vitales que le ayudarán, sin duda, a afrontar el futuro de otra manera. Y junto a ellas, tantas lecciones que nos ayudarán a construir una sociedad más humana, más justa, más cohesionada y estable… Sin duda que en estos días están surgiendo nuevas maneras de pensar, actitudes diferentes, nuevas sendas y caminos que habrá que seguir asentando y profundizando… Además, la crisis económica que se nos avecina, habrá de activar mucha fuerza escondida, pública y privada, para afrontarla con dignidad. Sin duda, Cáritas podrá liderar este enorme reto.
Pero quizás es bueno que nos preguntemos también, como presbiterio, qué espera el mundo de la Iglesia en estos momentos. Hace unos días leía una reflexión de uno de los Obispos auxiliares de Roma en ese sentido: «La verdadera caridad, que debemos a todos y especialmente a quien más advierte la gravedad de la situación, no tiene nada que ver con banales sonrisas, afectadas caricias, palmadas en la espalda o paños calientes. El mundo espera de la Iglesia algo bien distinto de la mera limosna urgente: espera razones que ayuden a aceptar y vivir con madurez lo que está sucediendo, tiene necesidad urgente de motivos serios para esperar, tiene necesidad de alguien capaz de abrirle horizontes distintos y verdaderos, porque el telón de fondo sobre el que durante años se han proyectado los delirios de grandeza de nuestra generación ha sido imprevistamente roto y ha desvelado una angustiosa oscuridad… La Iglesia debe repetir incansablemente a quien, aturdido por lo que sucede, busca hoy la buena razón para vivir y para morir, que la puede encontrar en la muerte y resurrección de Jesucristo».
Es este el misterio de la experiencia de fe que hemos de ser capaces de iniciar, de vivir y de transmitir. Un misterio en el que estos días nos vamos a sumergir a través de la liturgia y que nos descubre la autenticidad del Dios verdadero, cuya imagen tiene que ser permanentemente purificada: es el Dios que acompaña a su pueblo, que abre el mar a su paso, pero que exige al que quiera conocerle pasar por la dura prueba del desierto, del hambre y de la sed, para alcanzar la madurez en la fe. Porque, en la medida en que partimos y percibimos nuestra limitación y fragilidad, somos llevados más cerca del Misterio auténtico de Dios. Es la «sabiduría de la Cruz» que permite que, en medio de la muerte que nos rodea, nos abramos a la Salvación que nos llega de Dios. Porque la fe se purifica en la prueba.
Es precisamente la experiencia que nos transmite el Libro de Job que se interroga ante el sufrimiento humano, especialmente del justo. Si recuerdas, es justamente cuando Job se siente frágil y despojado de todo, cuando hace suya esta oración: «Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42, 5). Quizás esta es la necesidad que hoy nuestro mundo reclama de nosotros, esta es la aportación que podemos ofrecer y que surge del Misterio Pascual que nos disponemos a celebrar. Dentro de pocos días volveremos a gritar: «El Señor resucitó, ¡Aleluya!». A algunos les puede sorprender que esa exclamación pueda surgir en medio de esta situación de abatimiento y de desconsuelo. Quien sienta esa extrañeza no ha comprendido lo que es la fe cristiana. Porque ésta nació de la sorpresa de poder dirigir esa invocación al Resucitado.
Concluyo estas palabras que, como ves, me han salido más largas de lo que en principio pensaba. Quiero desearte una Feliz Pascua y quiero implicarte en estas tareas que he compartido contigo. Ojalá que la Pascua pueda ser una ocasión privilegiada para hacer realidad todos estos sentimientos que hoy te he querido expresar. Sin duda que seguiremos profundizando juntos en lo que aquí solo he podido esbozar, sobre todo al final. La Asamblea Diocesana ha de ayudarnos a madurar un poco más todo esto que está apareciendo: solo así podremos acompañar y consolar a nuestro pueblo que madura, sin duda, con esta experiencia humana que está viviendo.
Que María, Madre de los sacerdotes, te siga acogiendo bajo su amparo y acompañando siempre.
Te reitero mi abrazo muy fraterno y cordial,
Burgos, 9 de abril de 2020
+Fidel Herráez